Uzanne y Gracq: moriremos con nuestros libros

Uzanne y Gracq - Viaje a Ítaca

Resu­men: «¡Mori­rán con noso­tros los libros!». Con esta sen­ten­cia se cie­rra el dis­cur­so que inven­tó Octa­ve Uzan­ne para El fin de los libros, un peque­ño rela­to publi­ca­do por pri­me­ra vez en 1894 den­tro de Cuen­tos para biblió­fi­los, volu­men reu­ni­do por Albert Robi­da. La fra­se encie­rra cier­tos para­le­lis­mos con el bre­ve ensa­yo de Julien Gracq La lite­ra­tu­ra como bluff.

El tex­to de Uzan­ne narra una vela­da de con­ver­sa­ción bur­gue­sa y lon­di­nen­se don­de los caba­lle­ros, ani­ma­dos por la asis­ten­cia a una con­fe­ren­cia pre­via en la Royal Society, y sin duda achis­pa­dos por el cham­pán, se atre­ven a ima­gi­nar cómo se pro­du­ci­rá den­tro de cien años el fin de la cul­tu­ra y el deve­nir de la huma­ni­dad hacia un empo­bre­ci­mien­to feliz, aun­que eso sí, pro­vis­ta de una salud más con­tro­la­da y apro­ve­cha­da en bene­fi­cio de las cone­xio­nes neu­ro­na­les. Des­ba­rran­do entre tibias reac­cio­nes a un huma­nis­mo dema­sia­do len­to en su evo­lu­ción, y ante la esca­sa acep­ta­ción de una reli­gio­si­dad pan­teís­ta, los eru­di­tos y biblió­fi­los fan­ta­sean con una uto­pía en la que nos ali­men­ta­re­mos a base de píl­do­ras, y pasan a pre­gun­tar­se cómo afec­ta­rá la como­di­dad del pere­zo­so hom­bre moderno al cam­po con­cre­to de los libros.

Octa­ve Uzan­ne (Auxe­rre, 1851 – St. Cloud, 1931) fue un perio­dis­ta y edi­tor de revis­tas de arte y refle­xión que creó en 1889 la Socie­dad de biblió­fi­los con­tem­po­rá­neos. Al pro­ce­der de una fami­lia con posi­bi­li­da­des eco­nó­mi­cas, pudo cen­trar­se en sus pasio­nes: los libros, los via­jes y las pren­das feme­ni­nas, con­tán­do­se entre sus proezas el haber dado la vuel­ta al mun­do, par­ti­ci­par acti­va­men­te en los movi­mien­tos sim­bo­lis­tas, cubrir la pre­sen­ta­ción que reali­zó Edi­son del kine­tos­co­pio (pre­ce­den­te del cine­ma­tó­gra­fo «inven­ta­do» por Tho­mas a par­tir de una idea de Ead­ward Muy­brid­ge lla­ma­da zoo­pra­xis­co­pio) para el dia­rio Le Fíga­ro, ade­más de pre­sen­ciar el due­lo entre Proust y el sim­bo­lis­ta Jean Lorrain una noche de febre­ro de 1897, a cuen­ta de un cru­ce de crí­ti­cas lite­ra­rias. El biblió­fi­lo Uzan­ne se con­vir­tió en narra­dor de la esce­na, sir­vién­do­se de su otro yo para expo­ner libre­men­te sus con­clu­sio­nes acer­ca del futu­ro del libro, y de la audien­cia para con­fir­mar­se a sí mis­mo. Pero no espe­re­mos que se tome ese papel de tes­ti­go dema­sia­do en serio; de hecho, el tono de su ponen­cia dis­fra­za­da de diá­lo­go es el de la parodia.

En cuan­to a la inquie­tud de fon­do, el fin del libro tal como lo cono­ce­mos, hay un des­plie­gue ima­gi­na­ti­vo nota­ble que jus­ti­fi­ca de sobra la lec­tu­ra de su rela­to. Más que una visión acer­ta­da del siglo XXI, ano­ta­da des­de la pers­pec­ti­va de hace más de un siglo, lo que demues­tra este «tra­ta­do» es que la des­apa­ri­ción del papel no es en abso­lu­to un temor para la huma­ni­dad del futu­ro, sino que exis­te (y por tan­to se ha bus­ca­do una fecha de cadu­ci­dad) des­de la inven­ción de la impren­ta. Más aún, la tesis que pare­ce sur­gir de estas pocas pági­nas diver­ti­das y pro­vo­ca­do­ras, se esta­ble­ce sobre la base de que el exce­so de cul­tu­ra, y ante la impo­si­bi­li­dad de asi­mi­lar tal can­ti­dad de obras lo mejor que pue­de pasar­le al mun­do es que los libros se des­va­nez­can, «pues sus exce­sos lo con­de­nan». Ante tal pano­ra­ma, la doble sali­da es des­apa­re­cer o dejar­nos engu­llir por los cien millo­nes de ejem­pla­res publi­ca­dos al año (según cálcu­lo de 1894). Como aña­di­do, aquél lamen­to de Ham­let, («Pala­bras, pala­bras, pala­bras…»), aque­lla inuti­li­dad del ver­bo humano, cobra sen­ti­do y anti­ci­pa par­te de una preo­cu­pa­ción de la narra­ti­va actual. Uno no pue­de dejar de recor­dar el final de Ecle­sias­tés (12:12), don­de se nos advier­te que «el hacer muchos libros es algo inter­mi­na­ble y el mucho leer cau­sa fatiga».

El nue­vo modo de leer, según el narra­dor, no reque­ri­rá de los ojos, ya que es un incon­ve­nien­te uti­li­zar­los tan­to. «La impren­ta, que Riva­rol bau­ti­zó tan acer­ta­da­men­te como “la arti­lle­ría del pen­sa­mien­to” y de la que Lute­ro decía que era el don últi­mo y supre­mo por el que Dios trans­mi­tía el Evan­ge­lio, la impren­ta, que cam­bió el des­tino de Euro­pa y que, sobre todo des­de hace dos siglos, gobier­na la opi­nión gra­cias al libro, al folle­to y al perió­di­co (…) está ame­na­za­da de muer­te, según mi opi­nión, por los dis­tin­tos sis­te­mas de gra­ba­ción des­cu­bier­tos recien­te­men­te y que, poco a poco, van a ir per­fec­cio­nán­do­se». Así se expre­sa el biblió­fi­lo, ante la estu­pe­fac­ción de sus «impe­tuo­sos oyen­tes». Aun­que lo que otor­gó a la impren­ta su poder no fue el sis­te­ma, sino el libre examen de la Biblia y la tra­duc­ción al len­gua­je llano, tal vez el mejor favor que pode­mos hacer por el libro sea el de apli­car esa facul­tad de «escu­char al tex­to» que tie­ne la lec­tu­ra de la Biblia.

Edison - Viaje a Ítaca

Edi­son jun­to al cilín­dri­co fonó­gra­fo. Un pre­ce­den­te del audio­li­bro, más que de la músi­ca en vini­lo. (Foto: D. P.).

Ya que la ver­dad «se encuen­tra en las para­do­jas y las pro­fe­cías más des­ca­be­lla­das», según Uzan­ne el papel será bas­tan­te fácil de sus­ti­tuir por la fono­gra­fía (útil debi­do a la nece­si­dad de mayor pasi­vi­dad del hom­bre del siglo XXI), y el éxi­to esta­rá en «todo aque­llo que fomen­te y cul­ti­ve la pere­za del hom­bre». El futu­ro de los libros toma­rá for­ma de cilin­dro ins­crip­tor, lige­ro y pro­vis­to de ejes muy finos, que no pre­ci­sa­rán de mayor hue­co que el del bol­si­llo; el apa­ra­to toma­rá la ener­gía nece­sa­ria del movi­mien­to de los pro­pios flui­dos del usua­rio, y podrá ser lle­va­do col­gan­do del cue­llo. El autor se con­ver­ti­rá en su pro­pio edi­tor, y la pala­bra escri­tor per­de­rá su sen­ti­do al ser sus­ti­tui­da por narra­dor. Las biblio­te­cas se con­ver­ti­rán en fono­gra­fo­te­cas o cli­seo­te­cas. Las posi­bi­li­da­des de enri­que­cer el tex­to audi­ble inclui­rán una ban­da sono­ra y los soni­dos de la natu­ra­le­za imi­ta­dos por el mis­mo narra­dor. Se dará, así, tra­ba­jo a los decla­ma­do­res del tea­tro, y será un inven­to acce­si­ble para la aris­to­cra­cia y para el pue­blo, «pues habrá dis­tri­bui­do­res lite­ra­rios en la calle, del mis­mo modo que hay fuen­tes de agua». Se recu­pe­ra­rá la figu­ra del tro­va­dor, y la gen­te será más feliz por­que ten­drá la vis­ta des­can­sa­da, el ros­tro toni­fi­ca­do, y con ale­gre indo­len­cia «seña­la­rá todas las ven­ta­jas de una vida con­tem­pla­ti­va. Recos­ta­dos sobre sillo­nes o balan­ceán­do­se en mece­do­ras, goza­rán, en silen­cio, de las mara­vi­llo­sas aven­tu­ras que les pro­por­cio­na­rán los tubos fle­xi­bles, direc­ta­men­te colo­ca­dos en sus oídos dila­ta­dos por la curio­si­dad». Por últi­mo, se aca­ba­rá redu­cien­do el tama­ño del arti­lu­gio, has­ta el pun­to que podrá ser lle­va­do de excur­sión por los Alpes o el Cañón del Colo­ra­do. Quien ten­ga oídos para oír, pro­ba­ble­men­te cono­ce­rá este entu­sias­mo por las ven­ta­jas de un sofis­ti­ca­do artefacto.

El escep­ti­cis­mo ante el des­co­no­ci­do futu­ro es un asun­to recu­rren­te de la lite­ra­tu­ra del siglo XX. En 1950, cuan­do la Dia­léc­ti­ca de la Ilus­tra­ción de AdornoHorkhei­mer se con­ver­tía en libro de cul­to den­tro del pano­ra­ma under­ground, y se habla­ba de la cul­tu­ra de masas (con pro­nós­ti­co sobre la estan­da­ri­za­ción y la pobre­za edu­ca­ti­va de la épo­ca siguien­te), apa­re­ció otro peque­ño libro de otro fran­cés, Louis Poi­rier, más cono­ci­do como Julien Gracq (Saint-Flo­rent-le-Vieil, 1910 – Angers, 2007), en el que se ata­ca­ba sin pie­dad la prác­ti­ca cre­cien­te de pres­tar una aten­ción mayor a los ele­men­tos peri­fé­ri­cos del libro, antes que al con­te­ni­do lite­ra­rio. En sus pala­bras: «la lite­ra­tu­ra lle­va unos cuan­tos años sien­do víc­ti­ma de una gigan­tes­ca manio­bra de inti­mi­da­ción por par­te de lo no-lite­ra­rio, y de lo no-lite­ra­rio más agre­si­vo». En muchos aspec­tos socio­cul­tu­ra­les, para los espa­ño­les sería un intere­san­te ejer­ci­cio cono­cer a fon­do la his­to­ria de Fran­cia, pues da la sen­sa­ción (espe­cial­men­te en lo que con­cier­ne a las últi­mas cua­tro déca­das) de que nues­tros veci­nos han pasa­do por la mis­ma situa­ción que noso­tros con varios años de anti­ci­pa­ción; si bien es posi­ble que ese cono­ci­mien­to de los erro­res aje­nos poco sir­va para impe­dir que les imi­te­mos en las peo­res decisiones.

Como ges­to de cohe­ren­cia con su aver­sión hacia lo extra­li­te­ra­rio, al año siguien­te de La lite­ra­tu­ra como bluff Gracq recha­zó el Gon­co­urt, uno de los pre­mios más impor­tan­tes de Fran­cia. Lo cier­to es que en este libri­to no se dejó nada a la hora de cri­ti­car el esta­do cul­tu­ral de su país, enga­ño­sa­men­te abier­to y diver­so. Un impe­rio de vana­glo­ria y jue­gos de poder bajo la con­des­cen­dien­te mira­da de la crí­ti­ca lite­ra­ria. Si con Octa­ve Uzan­ne, aun­que fue­ra en tono lige­ro, la des­apa­ri­ción de los libros se pro­du­cía por el avan­ce tec­no­ló­gi­co, en Gracq el pro­ble­ma vie­ne del inte­rior de la estruc­tu­ra inte­lec­tual de la épo­ca, en el modo en que tan­to auto­res como edi­to­res y crí­ti­cos han des­tro­za­do la lite­ra­tu­ra. «Las catás­tro­fes no están nun­ca defi­ni­ti­va­men­te des­car­ta­das», dice con una amar­gu­ra que no se moles­ta en ocul­tar. En ambos casos, el Ecle­sias­tés resu­me a la per­fec­ción la com­ple­ta vani­dad y la gra­ve ausen­cia de cri­te­rio; no habla­mos del mani­do deba­te entre géne­ro y no-géne­ro, sino de la vani­dad fren­te a la bús­que­da arries­ga­da y al lími­te de la pro­fun­di­dad crea­ti­va e inclu­so espi­ri­tual. En cier­tos pasa­jes, es como si Gracq repi­tie­ra la fra­se del biblió­fi­lo de El fin de los libros: Los pro­pios exce­sos del libro lo con­de­nan; es el con­ti­nuo y opa­co jui­cio sobre su futu­ro lo que impi­de su salvación.

La inquie­tan­te ense­ñan­za que pode­mos extraer de estas dos golo­si­nas es doble (ambas caye­ron en mis manos por­que las vi en una libre­ría, bien dis­pues­tas entre otros tan­tos libros peque­ños a los que me resul­ta muy difí­cil resis­tir­me): por un lado, el pro­ble­ma no es téc­ni­co o moral (ten­de­mos a asig­nar­le una impli­ca­ción moral a herra­mien­tas que no la tie­nen, ni tam­po­co debe­rían tener­la), sino de saber esca­par de la con­fu­sión de Babel (las ansias de gran­de­za, entre otras cosas); y por otro lado, defi­ni­ti­va­men­te pocas cosas gus­tan más a nues­tra espe­cie que un buen apo­ca­lip­sis, aun­que nada ten­ga que ver el de nues­tra ima­gi­na­ción con el des­cri­to por Juan en Pat­mos. Por muy intere­san­tes y com­ple­tos que sean los diag­nós­ti­cos sobre el fin de los libros (y por exten­sión de la Tie­rra), por mucho que gri­te­mos que nos hun­di­mos, siem­pre ten­dre­mos la sen­sa­ción de que esa pre­dic­ción pue­de atra­ve­sar los siglos como si pasa­ra a tra­vés de un agu­je­ro de gusano, de que la visión del fin siem­pre es repetida.

*El fin de los libros. Octa­ve Uzanne.
Tra­duc­ción de Eli­sa­beth Falo­mir Archambault.
Gadir Edi­to­rial (Madrid, 2010).

*La lite­ra­tu­ra como bluff. Julien Gracq.
Tra­duc­ción de María Tere­sa Galle­go Urrutia.
Post­fa­cio, cro­no­lo­gía y biblio­gra­fía de Luis Prat Claros.
Edi­to­rial Nor­te­sur (Bar­ce­lo­na, 2009).

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