En cuántas buhardillas y no-buhardillas del mundo / no habrá a estas horas genios-para-sí-mismos soñando? / ¿Cuántas aspiraciones altas y nobles y lúcidas / —sí, verdaderamente altas y nobles y lúcidas— / y quién sabe si realizables, / nunca verán la luz del sol real ni llegarán a oídos de / nadie? / El mundo es de quien nace para conquistarlo / y no de quien sueña que puede conquistarlo, aunque tenga / razón. Fernando Pessoa, Un corazón de nadie. |
Si uno tuviese la obligación de resumir el argumento principal de La vida inesperada, diría con ciertas reservas que consiste en una poética del desarraigo. Y digo «con ciertas reservas», porque La vida inesperada pertenece a esa extraña clase de películas que permiten al espectador varias lecturas simultáneas y compatibles entre sí.
Afirmar que su guión trata sobre las incertidumbres e inseguridades del emigrante, sin dejar de ser cierto, sería una drástica simplificación que no hace justicia al conjunto de la trama.
A simple vista parece una película de humor desenfadado made in Spain, una de esas que últimamente consiguen obrar el milagro de destronar en las taquillas, aunque solo sea por un breve intervalo de tiempo, a las todopoderosas películas americanas que inundan los cines con sus guiones insípidos y su parafernalia de efectos especiales.
El origen de este prejuicio posiblemente haya que buscarlo en el sugerente cartel formado por los dos actores principales, Javier Cámara y Raúl Arévalo, ambos procedentes del ámbito de la comedia. Y puede que también haya que buscarlo en la aparente simpleza de su argumento: un actor español afincado en Nueva York desde hace diez años, recibe un día la visita de su primo, que decide pasar una temporada a su lado justo antes de casarse en España.
La verdad es que expresado de esta manera tan rudimentaria, como anuncia la publicidad de la película, casi suena a uno de aquellos argumentos rancios de los años sesenta y setenta que solían explotar el tópico del choque entre culturas producido por la vulgaridad, la ramplonería y la zafiedad de todo lo español frente al resto del mundo.
Pero a poco que comienza la película, se percibe que no se trata de uno de estos bodrios insufribles condenados a un olvido más que justificado, sino ante una trama que se desenvuelve y ramifica con milimétrica sabiduría, que gana intensidad y complejidad a medida que avanzan los minutos, para llegar a descubrir que todos los personajes tienen aristas y matices insospechados, que detrás de cada historia narrada nada resulta ser lo que parece a simple vista y que todos esos fragmentos de vida cuentan con alguna característica identificable que la convierte en una cualidad universal.
Así, nos encontramos con el valiente aventurero que decide recorrer medio mundo y abandonar su vida cotidiana para perseguir el sueño de convertirse en actor, pero que después de mucho tiempo intentándolo, tiene que decidir entre continuar perseverando a costa de vivir como un eterno adolescente o dar un giro radical en su vida que lo acerca irremediablemente al punto de partida del que huía; con un joven aburguesado que siempre ha tenido facilidades y comodidades en su trayectoria y que, después de probar de primera mano en qué consiste la vida bohemia que lleva su primo, el valiente aventurero, tiene que decidir entre volver a su vida anodina pero llena de seguridades o emprender una nueva vida tan llena de posibilidades como de incertidumbres.
Junto a ellos, un plantel de actores secundarios que no solo proporcionan contexto, sino también riqueza a la trama: un porteño que alivia la nostalgia de la patria gracias a la estabilidad que le ofrece su vida de exiliado; una actriz española que se da cuenta del vacío de su existencia justo cuando le surge la oportunidad de empezar de cero, o que cuando le surge la oportunidad de empezar de cero se da cuenta del vacío de su existencia; y dos americanas abnegadas en busca del amor que, a pesar de estar aclimatadas al frío existencial de la Gran Manzana, no pueden evitar sentirse tan solas y desorientadas como los españoles expatriados de los que se enamoran.
De todo lo dicho anteriormente se puede deducir fácilmente que además de describir una suerte de poética del desarraigo, La vida inesperada propone una revisión crítica del «sueño americano» desde el punto de vista del emigrante español que, como señala Fernando Pessoa en el poema que encabeza este artículo, pretende conquistar el mundo, pero cuya pretensión se queda precisamente en eso, en puro intento.
Y no por falta de ganas ni de vocación ni de talento, como le ocurre al personaje interpretado por Javier Cámara, sino porque el mundo es como es: un lugar lleno de posibilidades atractivas y sugerentes, pero a menudo cruel y despiadado con los que simplemente tratan de cumplir su sueño. Algo que terminan por experimentar, en mayor o menor medida, todos los personajes de la película.
Al final uno se da cuenta de que el desarraigo no es algo exclusivo de quien se ve obligado a dejar su hogar para buscar un horizonte más prometedor, sino una cualidad intrínseca del ser humano que quizás algunas personas con algo de suerte consiguen neutralizar momentáneamente, pero que todo ese magma subterráneo de decepción y distanciamiento puede salir a la superficie a poco que uno se detenga a reflexionar sin coartadas ni subterfugios sobre el sentido de la existencia, sea un emigrante que persigue un sueño, un exiliado que anhela la seguridad que no le ofrece su país o cualquier nativo en busca de una vida mejor.
La vida resulta inesperada, y no sólo en el exilio, sino en toda circunstancia, porque en cualquier momento puede dar un giro imprevisible que nos coloque de repente al borde de la nada, o por el contrario, en el lugar adecuado y en el momento oportuno. Se trata simplemente de elegir aquel que en cada situación de nuestra existencia queremos llegar a ser. Nada más que eso, pero también nada menos.
Por eso quizás merezca la pena señalar la profundidad de matices de un guión elaborado con precisión por una Elvira Lindo que sabe mucho de sentirse desarraigada en un ciudad tan fascinante y que al mismo tiempo puede resultar tan hostil, como ella misma contó sobre Nueva York en su libro Lugares que no quiero compartir con nadie.
Y envidiable el trabajo de los protagonistas principales, Raúl Arévalo y Javier Cámara —especialmente el de este último — , que saben ponerse serios cuando toca hacerlo sin perjuicio de arrancar alguna que otra carcajada al público de la sala con la misma facilidad.
Al tratarse de una historia de inseguridades e incertidumbres ambientada en Nueva York, el director Jorge Torregrossa ha pretendido homenajear indisimuladamente el arte que Woody Allen despliega en Manhattan, por ejemplo, con esa batería de escenas sin diálogos que se suceden al principio de la película a modo de poema visual sobre la Ciudad de los Rascacielos, o con ese plano de los actores españoles que tiene al famoso puente de Brooklyn como escenario de fondo, justamente en la misma posición que tuvo como protagonistas a Woody Allen y Diane Keaton en aquella cinta.
En definitiva, una película sólidamente construida, profunda y entretenida en estos tiempos en los que cada día cuesta más trabajo encontrar en el cine alguna propuesta que invite a reflexionar sin aspavientos ni truculencias sobre las complejidades irresolubles de la vida.