Considero la vida como una venta donde tengo que esperar hasta que llegue la diligencia del abismo. No sé adónde me llevará, porque no sé nada. Podría considerar esta venta una prisión, porque estoy obligado a esperar en ella; podría considerarla un lugar social, porque aquí me encuentro con otros. Fernando Pessoa, El libro del desasosiego. |
Calvary, la última película de John Michael McDonahg, empieza de la misma forma que acaba, de manera fulgurante. Lo que hay en medio de estos dos momentos principales, entre un comienzo asombroso y un final impactante, no por anticipado menos demoledor, es una exposición de las variadas y numerosas miserias de los habitantes de un pueblo perdido en alguna parte de Irlanda.
Una especie de maléfica galería de los horrores de la vida cotidiana, formada por una adúltera viciosa con cierta tendencia a las drogas y al sexo masoquista, un sacerdote sin arrestos para ejercer su complicado ministerio, un médico que destila un profundo cinismo por el género humano en cada comentario que sale de su boca, un financiero sin escrúpulos que se ha enriquecido impunemente a costa de la ruina de los otros, un tabernero al borde del desahucio por no poder pagar las deudas contraídas con los bancos, un cruel asesino con inclinaciones caníbales incapaz de sentir ni un ápice de empatía ni de arrepentimiento por las vidas cruelmente sesgadas.
Una trama desplegada con el pulso y el tono de un relato policíaco, en ocasiones cercano a un western moderno, al que no le faltan los tintes de humor negro, muy negro; los arranques inesperados de violencia; las críticas a una sociedad caracterizada por la incomunicación y el egoísmo; las súbitas explosiones de ira; las crisis existenciales que provocan los desengaños y los naufragios personales; pero todo ello conjugado con numerosos giros satíricos que consiguen matizar y atenuar una trama cruel y despiadada, bastante amarga en el fondo, casi siempre trágica.
Una historia que deja poco espacio para las sutilezas, conviene advertirlo de entrada, con un margen muy escaso para la esperanza, salvo por la escena final de una mujer desolada que siente la necesidad de abrirse al diálogo con el otro, puede que al perdón, esa virtud tan absurdamente monopolizada por el estamento eclesiástico, tan devaluada en la sociedad actual, como afirma el protagonista; un perdón que posee un valor añadido en la trama de la película, porque ese otro al que se le otorga es el rostro vivo de la maldad y de la venganza, de la maldad de la venganza, de la venganza de la maldad.
Sin duda, lo mejor de la película es un Brendan Gleeson soberbio, en plena madurez interpretativa de su trayectoria, capaz no solo de desbordar la pantalla del cine con una colección inabarcable de gestos, con una profundidad expresiva al alcance de muy pocos actores, sino también, y lo que es más importante, de proporcionar una autenticidad sin fisuras en la interpretación de un personaje con una vida tumultuosa, con algunas aristas inquietantes como un pasado alcohólico, una hija semiabandonada con cierta predisposición al fracaso, con el fantasma intolerable de su esposa fallecida que le persigue como una sombra dondequiera que va.
Aunque también destaca por derecho propio la excelsa fotografía de esos paisajes tan impresionantes de Irlanda, con la amplitud sin límites de un mar permanentemente enfurecido, con ese viento persistente que parece convocar insidiosamente al desasosiego, con sus inabarcables llanuras de un verde unánime y con la majestuosidad de unos desfiladeros rocosos que parecen esculpidos por la pericia de dioses eternos.
En definitiva, una película recomendable para aquellos a los que les seduzca la manera arriesgada de narrar historias de los hermanos McDonahg, con cintas tan dispares y originales como Escondidos en Brujas o El irlandés, para los incondicionales de Brendan Gleeson, y también para los que quieran disfrutar de una magnífica crónica negra de la sociedad actual.
Fotograma de cabecera: ©Reprisa Films.