(…) cuando al cabo de tantos y tantos años de ilusiones estériles había empezado a vislumbrar que no se vive, qué carajo, se sobrevive, se aprende demasiado tarde que hasta las vidas más dilatadas y útiles no alcanzan para nada más que para aprender a vivir, había conocido su incapacidad de amor en el enigma de la palma de sus manos mudas y en las cifras invisibles de las barajas, y había tratado de compensar aquel destino infame con el culto abrasador del vicio solitario del poder. Gabriel García Márquez, El otoño del patriarca. |
Leer por primera vez una novela como El otoño del patriarca podría considerarse lo más parecido a un rapto inesperado o un extravío improbable por caminos ignotos. Leerla por segunda vez se acerca bastante al acto de sumergirse en una especie de flujo fascinante y avasallador que no le concede ninguna tregua al lector. Porque la obra consigue seducir desde sus primeras líneas, con ese comienzo tan enigmático y al mismo tiempo tan hipnótico, con esa sorprendente capacidad de Gabriel García Márquez para provocar la curiosidad del lector con unas pocas imágenes y palabras que ocultan mucho más de lo que muestran, «(…) y en la madrugada del lunes la ciudad despertó de su letargo de siglos con una tibia y tierna brisa de muerto grande y de podrida grandeza». A partir de ahí, acontece el milagro.
Un comienzo a la misma altura de otras grandes novelas del Nobel colombiano como Cien años de soledad, cuando, seducidos por el embrujo implacable de su lenguaje, los lectores nos dejamos atrapar por la historia de un coronel que recuerda el día en el que su padre lo llevó a conocer el hielo, justo en el momento en el que lo van a fusilar. O el de Crónica de una muerte anunciada, cuando uno descubre que al protagonista lo van a matar pero tiene que continuar devorando páginas como uno de esos enajenados por fuerzas demoníacas, sin parar de leer ni siquiera para descansar, un poco enfebrecido por el veneno de la literatura de altos vuelos, para llegar a saber quiénes, cómo y por qué se va a cometer el homicidio mencionado desde la primera línea del libro. O el de El amor de los tiempos del cólera, gracias al cual uno apenas intuye que va a bucear sin respiro y por un tiempo indefinido en una de esas historias de amores contrariados.
Comienzos que seducen, que subyugan, que agarran por el cuello al lector desprevenido para no soltarlo a lo largo de laberintos insondables de páginas que despliegan el aroma de las historias contadas con una maestría afinada con las herramientas del periodismo, de los grandes fabuladores, de los que no tienen miedo al placer de narrar.
Se podría intentar resumir el significado y la importancia de El otoño del patriarca afirmando que se inscribe en esa tradición de novelas sobre dictadores tan fecunda sobre todo, aunque no solo, en la literatura hispanoamericana; que permitió a su autor conjurar los fantasmas de la imprevista celebridad que le proporcionó en su momento un libro prodigioso e irrepetible como Cien años de soledad; que sirvió para consolidar aquel movimiento literario que se denominó el «boom» latinoamericano, junto a las obras de otros compañeros de letras como Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, José Donoso o Carlos Fuentes.
Todas estas opiniones, y otras muchas como las anteriores, podrían enumerarse sin faltar a la verdad, aunque puede que la mejor forma de hacerle justicia a un libro tan peculiar como El otoño del patriarca sea afirmar que García Márquez consiguió algo al alcance de muy pocos escritores: crear un universo literario regido por sus propias leyes, real y mágico al mismo tiempo, singularmente original y sin embargo reconocible por todos los lectores, para contar nada menos que la historia más reciente de los estados autoritarios y sus protagonistas principales, los dictadores despóticos.
Pero narra esta historia de iniquidades y de infamias, de veleidades y depravaciones, de abusos inconcebibles del poder, de tal forma que no puede circunscribirse a una tradición única, ni remite a una nación concreta o a un personaje determinado, ni siquiera a una región específica a pesar de su evidente anclaje en el contexto de América Latina, sino que consigue trascender los límites del género para hablar de todos los regímenes autoritarios y de todos los «patriarcas», de cualquier dictadura histórica y de cualquier tirano legendario, desde los antiguos faraones egipcios hasta los más recientes caudillos del siglo XX, pasando por los emperadores romanos, los monarcas absolutos o los zares imperiales.
Hay algo que emparenta a todos estos modelos de poder autócrata y desmesurado, de autoritarismo sin límites, como la plena identificación entre la ley y «la palabra del patriarca», la ausencia total de división de poderes, la falta de mecanismos democráticos y de alternancia política y de oposición legítima, del mismo modo que en un ser vivo persiste algo de todas las especies que lo precedieron en el curso temporal de la evolución.
El reverso tenebroso del poder.
Con El general en su laberinto, que se publicaría algunos años más tarde, El otoño del patriarca comparte este interés de García Márquez por la soledad de un poder absoluto y despótico que se concentra en una única persona, por la figura emblemática y anacrónica del «patriarca».
La justificación sobre la que se sustenta este tipo de poder ilimitado como el que describe El otoño del patriarca no es el de una autoridad heredada por lazos de sangre, ni tampoco el de una aristocracia entrenada para el ejercicio del poder al estilo de una república platónica de filósofos-reyes, sino que se trata de una especie de autoproclamación que no dispone entre sus credenciales de más méritos ni de más razones para existir que el apetito insaciable de mandar sobre los demás, aunque esta actitud inclemente y devoradora implique una pérdida no solo de la crítica y de la autocrítica, sino del propio sentido de la realidad, que es lo que le ocurre al protagonista de la novela.
Como llegó a afirmar García Márquez en algunas ocasiones, El otoño del patriarca trata sobre «la soledad del poder» y «el poder de la soledad», pero puede que esta escueta opinión del propio autor únicamente haga justicia a una parte de su planteamiento.
Más que describir «la soledad del poder» y «el poder de la soledad», quizás habría que decir que El otoño del patriarca habla del «poder de la corrupción» y de la «corrupción del poder»; de las trágicas consecuencias de no ponerle al poder unos límites certeros capaces de frenar sus desafueros; de cómo el poder desmedido y desatado, incontrolable, víctima de sus propios vicios y veleidades, acaba revolviéndose contra su propio creador, igual que la criatura innominada de Mary Shelley acaba rebelándose contra el doctor Frankenstein que la creó.
El omnipresente y todopoderoso protagonista de la historia, el «patriarca», el «padre de todas las patrias», el prócer imbatible e incuestionable cuya existencia parece burlar las propias leyes de la naturaleza e incluso de las fronteras de la vida, el déspota sin escrúpulos que vive en su propio mundo ajeno a los sucesos de la realidad, el tirano sin sentido de la mesura cuyo nombre —Nicanor Alvarado— únicamente se desvela casi al final de la novela —tan solo la muerte es capaz de designarlo, lo cual confiere al personaje no solo una proyección universal, sino un poder sobrenatural—, el general autoproclamado de todos los ejércitos y de todos los rincones a los que llega su autoridad sin límites, no solo tiene que enfrentarse a la soledad de su poder omnímodo, irremediablemente condenado a quedarse desamparado en las mieles de su propia torre de marfil, sino también, y sobre todo, a la degradación moral de su propio poder, ejercido sin ningún tipo de restricciones ni de excepciones.
Por eso, en las páginas finales de la novela puede leerse esta condena que le tenía reservada el destino, este infortunio al que le habían forzado el designio de las cartas, porque «se había hecho víctima de su secta para inmolarse en las llamas de aquel holocausto infinito, se había cebado en la falacia y el crimen, había medrado en la impiedad y el oprobio y se había sobrepuesto a su avaricia febril y al miedo congénito sólo por conservar hasta el fin de los tiempos su bolita de vidrio en el puño sin saber que era un vicio sin término cuya saciedad generaba su propio apetito hasta el fin de todos los tiempos mi general».
De lo que fundamentalmente trata El otoño del patriarca es de algo que los ilustrados franceses ya sabían perfectamente y que trataron de exportar a todo el mundo, pero que la historia ha pretendido olvidar con demasiada frecuencia: que cuando el poder se concentra en una única persona resulta demasiado fácil y tentador que se vicie con el veneno de sus propios desafueros; que se vuelva un enemigo no solo para los que están en contra de él, algo comprensible dentro de las propias reglas del juego de la política, sino incluso para sí mismo; que se convierta en una caricatura penosa y ridícula de lo que significaría el ejercicio de un poder político bien entendido, como la honesta gestión de los asuntos públicos en la que todos, incluidos los propios gobernantes, salen beneficiados, porque ellos también son ciudadanos que deberán acatar las mismas leyes que promulgan, sin tener en cuenta los egoísmos personales ni los intereses oligárquicos, tan solo el bien común de una ciudadanía de la que ellos forman parte.
De lo que habla El otoño del patriarca es de los peligros de no hacer caso a las enseñanzas de los filósofos «contractualistas» desde Locke a Kant, pasando por Montesquieu y Rousseau. De lo que trata El otoño del patriarca es de las infamias del poder absoluto, concentrado en una sola persona, que manda y rige los destinos con un arbitrio del todo ilegítimo, con absoluta displicencia, con una frialdad asombrosa.
Trata de un poder afianzado con la sangre de muchos inocentes, y de otros muchos no tan inocentes, que acaba por contaminar todo aquello que lo rodea, por salpicar de injusticia todo lo que toca, dentro de una espiral destructiva en la que se incluye a sí mismo, y cuyo destino ineludible es el único final posible de todas las dictaduras, de todos los regímenes autocráticos, de todos los «patriarcas»: su propia aniquilación en la ciénaga de sus infamias.
Sin duda porque excedería los límites del género, porque estamos hablando de una novela que para regocijo de los lectores se recrea exclusivamente en la historia narrada, queda como suspendida en el aire, sin desarrollar demasiado, tan solo apuntada con algunos detalles simbólicos pero muy esclarecedores, la relación contradictoria que se establece entre el gobernante represivo y autoritario, por un lado, y el pueblo subyugado pero al mismo tiempo deslumbrado y seducido por el aura de su poder, por el otro.
En otras novelas dedicadas al fenómeno de las dictaduras, el denominador común suele ser que el dictador ama el poder al tiempo que desprecia al pueblo que oprime, mientras que el pueblo lo soporta con un rencor sordo hasta que consigue librarse de él.
Sin embargo, El otoño del patriarca marca un punto de inflexión en esta tendencia al plantear una relación de amor-odio entre el gobernante y los gobernados, entre el patriarca represivo y posesivo que concentra ostensiblemente el poder, y el pueblo que lo odia y lo rechaza, que organiza clandestinamente conspiraciones y revoluciones para derrocarlo, pero también que lo idealiza y lo venera como si fuese una deidad a la que rendir pleitesía.
Muchos son los pasajes del libro en los que parece que el pueblo necesita y reclama al «patriarca», al «salvador de la patria», celebra sus excentricidades y sus desvaríos, lo utiliza para mantener a raya la usurpación de la soberanía que pretenden las potencias extranjeras, acepta sus desafueros como un «mal necesario» que forma parte de sus tradiciones y de sus costumbres autóctonas.
Pero también son muchos los pasajes del libro en los se evidencia la soledad que produce el poder ilimitado y sus espejismos, la necesidad de afecto del «patriarca» que necesita e implora, casi obsesivamente, ser correspondido por el pueblo al que avasalla, como cuando ante las muestras de cariño de sus súbditos «suspiraba conmovido en la penumbra eclesiástica del camarote, mírelos cómo vienen capitán, mire cómo me quieren»; o como cuando uno de los narradores anónimos del libro señala que «él no era consciente del reguero de desastres domésticos que provocaban sus apariciones de júbilo, ni del rastro de muertos indeseados que dejaba a su paso, ni de la condenación eterna de los partidarios en desgracia a quienes llamó por un nombre equivocado delante de sicarios solícitos que interpretaban el error como un signo deliberado de desafecto (…)».
Parece existir, por tanto, una paradójica relación de correspondencia, de mutua necesidad, entre el gobernante excesivo e inmoderado y el sometimiento de un pueblo que se deja seducir por su omnipotencia, una especie de «síndrome de Estocolmo» en el que el pueblo casi termina por comprender y aceptar las razones de su gobernante, aunque estas sean abusivas y tramposas.
El otoño del patriarca puede presumir de estar construida sobre la base de algunos prodigios técnicos que, lejos de rebajarla o depreciarla, incrementan la coherencia y la lógica interna del relato; con una trama laberíntica que se ramifica exponencialmente sin utilizar los puntos finales, salvo para señalar las terminaciones de los seis capítulos que integran el libro; con muy pocos puntos seguidos que le dan un ritmo endiablado a la historia; con los diálogos insertados dentro de la propia narración, sin ninguna señalización más allá de las comas que delimitan las intervenciones; con sus constantes cambios de perspectiva en los personajes y en los tiempos utilizados; con sus mudas temporales que incluyen en un maridaje increíble los regímenes despóticos del siglo XX con el descubrimiento de América.
Sin duda uno de los aspectos más relevantes y llamativos de la novela es su peculiar tratamiento del tiempo. Un tiempo que no parece transcurrir hacia el futuro, sino que permanece estático, en una especie de limbo sin continuidad que se cierra sobre sí mismo o da vueltas en redondo y deja una vaga pero implacable sensación de indefinición, como las imágenes que acontecen en los sueños de forma imprecisa e incoherente.
Un tiempo deconstruido o deformado que tampoco parece medirse con el sistema tradicional de días, meses o años, sino en una suerte de ciclos o períodos tan ambiguos como son la «época del cometa» o los «tiempos del ruido» o un «otoño de vientos cruzados» o un «diciembre en el que el mundo del Caribe se volvía de vidrio». Un tiempo inmóvil en un presente narrativo que regresa cíclicamente sobre los acontecimientos para proporcionarles una vuelta de tuerca, una nueva perspectiva, una dimensión diferente.
Con Crónica de una muerte anunciada, también publicada años más tarde, El otoño del patriarca comparte su procedimiento retrospectivo. Cada uno de los seis capítulos de la novela parte de la muerte del «patriarca» para reconstruir su pasado con imágenes desordenadas, con anécdotas instaladas en la memoria colectiva, con recuerdos fragmentarios de los testigos que directa o indirectamente tuvieron algún tipo de relación con él.
Sin embargo, a pesar de utilizar la misma técnica narrativa, El otoño del patriarca es mucho más innovadora que aquella, pues en Crónica de una muerte anunciada los hechos narrados se presentan como una progresiva revelación de la verdad —quiénes, cómo y por qué mataron a Santiago Nasar, el protagonista de la novela—, con un sabio manejo del suspenso por parte del narrador.
En cambio, en El otoño del patriarca no se puede hablar estrictamente de un desenlace más allá de la muerte del «patriarca», acontecimiento que es desvelado desde la primera línea, ni de suspenso o de revelación progresiva de la verdad, sino de intermitencias o de imágenes superpuestas, que confieren a la narración una apariencia fragmentada de puzle siempre en proceso de construcción y de deconstrucción.
Hay acontecimientos y personajes que aparecen y desaparecen; que son vagamente insinuados en un capítulo para concederles un tratamiento más extenso en los siguientes; hechos que se repiten incansablemente, como la imagen que inicia cada capítulo del cadáver del «patriarca» encontrado en el suelo de la oficina; o sucesos que son ampliados y matizados desde nuevas perspectivas a medida que avanza la trama, como sus amores contrariados con Manuela Sánchez, su matrimonio con Leticia Nazareno o la intromisión de los países extranjeros en los asuntos del gobierno.
Esta apariencia de delirio que posee la trama del libro, algo así como una especie de «tsunami» narrativo, está impulsada por una construcción que se desarrolla mediante una sucesión inconexa de «secuencias» o «planos», y por la elección de un narrador colectivo que aparenta monologar pero que está formado por una multiplicidad de voces que se suceden de forma aparentemente arbitraria.
En realidad es el pueblo el que relata, el que cuenta la historia del «patriarca» atrapado en las soledades de su propio poder, el que narra colectivamente su historia de abusos y atropellos. Una trama plural y multiforme se va desplegando a través de una «población narradora» que confiere a los hechos un halo de irrealidad, como de fábula legendaria o de ensoñación enfebrecida, que mezcla sin solución de continuidad hechos históricos con sucesos ficticios, como cuando al final del primer capítulo se confunden los acontecimientos históricos —el descubrimiento de América— con el plano de la ficción narrativa —la visión de las tres carabelas de Colón fondeadas cerca del puerto, a la vista del palacio presidencial—.
El otoño del patriarca consigue profundizar los logros que ya había cosechado Gabriel García Márquez en Cien años de soledad, con un estilo singular y reconocible, condensado bajo la vaga denominación de «realismo mágico», que presenta una imagen de la realidad transformada en algo sobrenatural: una narración donde los hechos comunes son expuestos con un grado tan alto de exageración que los hace inverosímiles.
Al mismo tiempo, un estilo relativamente alejado de «lo real maravilloso» que caracterizaría libros posteriores como Crónica de una muerte anunciada o El general en su laberinto, donde el narrador describe los hechos sin agregarles nada más allá de su realidad objetiva, pues el propio relato de lo insólito resulta perfectamente verosímil.
Pero por encima de todo, de El otoño del patriarca habría que destacar la utilización de un lenguaje llevado a los límites de la expresión, que a menudo adopta la engañosa apariencia de un poema oral cantado, con ese halo como de ensueño o de fábula legendaria, con esa tendencia inmoderada al lirismo narrativo, con esa conjunción armoniosa entre la belleza poética y la desnuda crudeza de lo narrado, con su lenguaje absorbente que parece a punto de estallar en cualquier momento, sus metáforas hiperbólicas, sus saltos líricos, sus giros inesperados, sus anacronismos de vértigo y su endemoniada fragmentariedad que parece no arribar a ningún puerto.
El «otoño» que da título a la novela no se refiere únicamente al ocaso lúgubre y sombrío de un «patriarca» eterno enfrentado a los fantasmas de su propio poder. También se refiere a la soledad triste y decrépita de un anciano cuya memoria flota entre las marismas imperturbables del tiempo.
Un anciano solo y desahuciado que, a pesar de haberlo tenido todo, porque él lo era todo —«él sólo era la patria»—, en la etapa final de su vida acaba también perdiéndolo todo: la soberanía de su poder, sus amigos cercanos, los colaboradores íntimos, sus familiares más queridos, las ilusiones de una vida plena y satisfactoria, los amores perdidos y nunca recuperados, y hasta el sentido de la realidad.
El «otoño» constituye aquí una suerte de metáfora no solo de los espejismos del poder, sino también de la decadencia irreversible de una existencia que se sabe atrapada en el laberinto sin salida de su propio fracaso y que, por eso, se entrega a la mentira diáfana de los falsos oropeles de la gloria.
Releída la novela casi veinte años después de la primera vez, los episodios proverbiales que relata y la soberbia técnica literaria con la que están narrados, contribuyen a afianzar de forma decisiva el rechazo hacia todos los tiranos que acaban atrapados en la tela de araña que ellos mismos se encargan de tejer.
Fotografía de Gabriel García Márquez: autoría no reconocida.
* El otoño del patriarca. Gabriel García Márquez.
Literatura Random House / DeBolsillo (Barcelona, 2014)