«En Barcelona vivían los escritores». Con esta idea, con una ruptura y un consejo de escritor mayor, Tomás Sánchez Bellocchio (Buenos Aires, 1981), con una carrera de publicista en pleno desarrollo, decidió a los treinta años hacer ese viaje iniciático que tanta falta y así vino a España para explorar las posibilidades y esencias del cuento. Un máster y muchas, incontables noches después de experimentos y observación, prosigue con su trabajo de Director Creativo mientras aún digiere la producción y repercusión de su libro de relatos Familias de Cereal (Candaya, 2015).
Partiendo desde una radical defensa del género breve (tanto en novela como en cuento), que también ha ido matizando a medida que ha crecido como autor, Sánchez Bellocchio saluda a la tradición de Borges y Monterroso, pero también ha encajado bien la influencia de cuentistas totales como Alice Munro y Etgar Keret, asumiendo la condición de David frente a Goliat del cuentista contemporáneo y la intuición como herramienta principal. Al mismo tiempo, existe una línea dentro del rock argentino, que nace con Spinetta y Charly García, recrudecida con el trabajo de los magníficos Él mató a un policía motorizado, consistente en el desapego de la historia narrada con respecto al título, una peculiar forma de plagar la narración de imágenes, y la preferencia por temas como la identidad y la muerte, que se reconoce en estos cuentos de Tomás (desconozco si él escucha esta música).
Incorporando la tecnología, las nuevas formas de comunicación (o desconexión), la persistencia de la publicidad, a un retrato familiar desestructurado de diferentes formas, esta galería de familias que crean aprensión a la vez que despiertan compasión, se nos muestra con las capas visibles del cronista que ofrece una cierta alteración de filtro óptico para que podamos acercarnos con alguna seguridad. Veremos pasear ese rostro sonriente y ese pálido brillo del que mira a cámara para vendernos seguros y necesarios inventos para la vida moderna, pero también tendremos la oportunidad de encariñarnos de esas señoras que descubren Internet y pretenden esquivar la muerte, de reconciliarnos con el padre gracias a un prodigioso inventario de animales, deleitarnos con una historia de profunda escatología, y por qué no, tratar de cambiar nuestra realidad y la de los otros gracias a la manipulación de los cabezales del VHS. Si bien Tomás se suele quejar de no ser muy prolífico, no tiene más remedio que reconocer que su tiempo sabático ha dado mucho de sí.
Pudiendo dedicar la tarde a despedirse de Barcelona, y brindar con todo tipo de delincuencia senil, Tomás decidió pasar su último rato en el Raval respondiendo a nuestras preguntas. Excelente elección.
Leo destacada en muchas entrevistas la idea de unidad entre los relatos, algo que siempre crea división.
Sí, creo que hay algo orgánico en lo temático, en esta especie de dictado de una voz por encima de la variedad de registros, la variedad de personajes…, pero al mismo tiempo fueron escritos a lo largo de mucho tiempo, y sentí que lo que los unía era el título que ha quedado. Personas que los habían leído de forma independiente no hicieron esa conexión que parece haber entre ellos.
Podríamos decir que las historias no las protagonizan tanto las familias como los vínculos.
Sí. Eso me ayudó a descartar otros cuentos a la hora de reunirlos.
He estado mirando anuncios de los años noventa protagonizados por familias que muy bien podrían ocupar la portada de tu libro.
Seguro que ha sido inquietante.
Mucho. Además iban sobre una tecnología que hoy los de nuestra generación veríamos muy obsoleta.
No somos nativos digitales, porque recibíamos los avances con cierta sorpresa, pero los fuimos adquiriendo sin dificultad. Mi primer email, que es el mismo que tengo ahora, lo abrí en 1998. Es bastante tiempo, pero no lo es tanto. Eso nos da una idea de la extrañeza ante la velocidad de nuestra generación y su indefinición.
¿Introdujiste temas como la publicidad o Internet de forma deliberada en tus historias?
Algunas decisiones son conscientes y otras no se sabe de dónde salen. Muchas de las cosas que me preguntan tienen que ver con ideas que no son preconcebidas, y me veo en parte obligado a elaborar un discurso cuando en realidad casi todo nace de una imagen potente a la que voy añadiendo capas.
La decisión de inclinarte por los cuentos, ¿también?
Yo soy cuentista. Lo que pasa es que ahora estoy escribiendo una novela, lo que me sorprende porque no suelo tener paciencia con las novelas, aparte de una obsesión con la forma que me ha perseguido desde siempre. Por otro lado, tampoco pensaba que fuera a poder, creo que es más una cuestión de imposibilidad y amor por el cuento.
¿Has dejado alguna vez un cuento a medias?
No lo recuerdo. Tendría que ser rematadamente malo para que lo abandone.
Me cuesta quedarme con un solo cuento de Familias de Cereal. En algunos casos, me parecía que algunos se pegaban a otros.
Entre los cuentos que descarté, que daban para otro libro, la temática que predominaba era abiertamente política.
Tengo la sensación de que la política es un tema que se intenta evitar.
Son obsesiones. Así como en España tienen la Guerra Civil como un núcleo que a veces sirve de pozo para lugares comunes…
Sigue siendo problemática, desde luego.
Pues para nosotros está la dictadura. La literatura argentina de los últimos treinta años gira alrededor de ese momento oscuro. También me crea problemas el riesgo de caer en lugares comunes con este tema. Siempre hay formas de contarlo de nuevo, de un modo más transversal, más lateral…
En Familias de Cereal tiras más por la crisis económica de los noventa.
Claro, es lo que viví de cerca. Pero he intentado que la metáfora o el símbolo esté enrarecido de tal forma que no veamos solo una crítica social o una narración costumbrista. Creo que para eso está la literatura. En ese sentido, dentro de un cuento como «Ciudad de cartón» lo interesante no lo encuentro en el lado social, que tampoco puedo o debo quitar, sino en el modo de tratar unos terrores nocturnos con la basura de los vecinos.
Hiciste un máster en 2011, de Creación Literaria, aquí en Barcelona. ¿Qué aprendiste durante el curso?
Sobre todo tomar distancia y ser más crítico con lo que quería hacer. Salir un poco del cuento y mirar de un modo más general.
¿Estás de acuerdo con la percepción de que tus cuentos son muy latinoamericanos?
Me gusta que se vea, aunque creo que de alguna manera es fácil imitar esa tradición carveriana de la sugestión que tanto ha permeado en la literatura latinoamericana reciente. Yo quería apostar por la forma rioplatense, esa música particular del idioma con las referencias evidentes de Borges y Cortázar, todo lo relacionado con el fantástico. Me interesa mucho Felisberto Hernández, que asumía la búsqueda de un estilo situado entre dos aguas: la cotidianidad del cuento ruso y el artificio, lo extraño.
¿El concepto del juego?
Sí, eso es muy rioplatense también.
Supongo que este punto intermedio ayuda, como mínimo, a crear la sensación de que no hemos leído nada parecido.
Exacto. Pruebas a combinar lo que más te gusta de cada casa y así surge algo interesante.
¿Sigues alguna metodología para escribir un cuento?
Más que un método de trabajo, lo que he tratado de hacer es investigar por qué un cuento concreto me ha marcado como lector. Destriparlo y dejar a un lado la técnica y los recursos. A raíz de esto lo que he descubierto que me funciona es comenzar por una imagen que resulte potente (que casi moleste) y que tenga un valor narrativo, que no sea solo una metáfora.
¿Al final del cuento queda esa imagen, o suele desaparecer?
Normalmente queda, porque trabajo para que se convierta en una escena que pida ser contada, que nos lleve a buscar qué sucede, qué resultados tiene una situación. No es solo un desencadenante. Y sobre todo lo que deseo lograr es aquello que decía Fogwill sobre sus cuentos, que venían como dictados por una voz. Para mí, los mejores cuentos son los que por su intensidad, su ritmo y esa sensación de haber sido dictados, hacen suspender el mundo exterior de quien los lee.
¿Cómo escribiste «Disco rígido»?
Ahí me interesaba trasladar lo que hace precisamente un disco con la información que contiene: ir al principio, buscar los datos, dar saltos en la información…
Pero no hay una reflexión, digamos, científica.
No, para nada. Espero a que llegue el narrador, la voz con la que contar la historia… de modo natural. Así debe ser. Me interesaba la mezcla de registros.
Pero no lo metaliterario.
Bueno, te puede servir para tomar algo de conciencia, pero siempre que se use con frescura.
En «Animales del imperio» utilizas el recurso del saber enciclopédico dentro de un entorno totalmente familiar, casi de salón.
Me gustaba la idea de sentar un contraste, que viéramos la locura entrando poco a poco en la relación entre el padre y los hijos.
Al final, la diferencia entre literatura clásica y contemporánea es que en la segunda ves los hilos. En tu caso me costaba ver el escenario, o la maquinaria, de cada historia, el trabajo de reflexión del propio autor que es tan habitual en la narrativa actual.
Es que ya tenemos una conciencia tan fuerte de ese diálogo realidad-ficción que no tiene interés, a menos que se encarne en una historia donde sea imprescindible, salga de forma fluida y aporte original y verosimilitud.
A las viejas del último cuento [«La nube y las muertas»] les pasa que ya no hay sorpresa, hasta que descubren la nube.
Hay una escena en la que se quejan de lo inverosímiles que son los libros clásicos en la actualidad, una conciencia de que los libros se arruinan en el momento en que su realidad cambia.
Es curioso ese cuento, porque hoy no nos choca tanto que una anciana manipule un ordenador. Recuerdo un libro de Arturo Pérez-Reverte [La piel del tambor, 1995] en el que se planteaba algo que entonces me sonó increíblemente grotesco: una anciana que era pirata informática. Y en 2016 sigo sin creérmelo.
Creo que cuando incluimos la tecnología más vanguardista en una historia deberíamos acompañarla de alguna reflexión, aunque sea de fondo, de lo que significa. Yo trabajo en una agencia digital en la parte estratégica, y no damos un paso hasta que no nos planteamos qué quiere decir ese paso, y los resultados o las implicaciones que conlleva.
¿Lo digital ha cambiado tanto el planteamiento de la publicidad como parece?
No tanto en lo creativo como en lo relacionado con la estrategia. La lógica de la publicidad sigue sin cambiar desde hace setenta años, aunque las herramientas sí que han acaparado el interés. Esto es verdaderamente lo que genera desconcierto, de ahí que en mi trabajo dedique mucho tiempo a analizar tendencias, proponer servicios, etc. Obviamente, tengo muy interiorizada la tarea de reflexionar sobre ello.
¿Crees que ha cambiado el lenguaje?
Leía esta mañana un artículo muy interesante de una revista norteamericana que iba sobre el cuento, sobre si podía seguir contando las cosas que contaba antes, sobre el impacto de las redes sociales en las carreras de los escritores, sobre cómo se lee ahora… Siento que de algún modo ha cambiado la forma de expresarnos, de vincularnos, y de separar lo privado de lo público, pero tampoco te digo algo muy original. Lo que sí creo que se debe aprovechar, desde la narrativa, es esta serie de percepciones sobre cómo se altera nuestro lenguaje, y no tanto la reflexión sobre el medio que a la larga no conduce a nada.
En el cuento que da título al libro, ¿cuál sería la imagen primordial?
No me interesaba tanto la idea de cómo la gente se siente interpelada al estar frente a una cámara como la imagen narrativa que producía todo lo demás. A partir de esa imagen fue creciendo lo demás. Y luego está tu interpretación. Miguel Ángel Hernández, por ejemplo, escogió una interpretación académica…
En uno de tus artículos hablabas del sentido de responsabilidad. Decías, y cito: «[Javier Adúriz me dijo] “Vos ya sos un escritor. Quiero que lo sepas”. Y enseguida me preguntó qué pensaba hacer con eso, como si en el acto de pasarme ese título invisible y antes de que pudiera regodearme con su elogio, ya me cargara una responsabilidad enorme».
Lo que comentaba ahí era por el destino propio. Me refería al hecho de pasar de ser un publicista al que le interesa la literatura a un escritor con todo lo que ello conlleva. No tenía que ver con el «qué dirán». Ahora, por otro lado, cuando entro en una librería, me abruma la cantidad de libros que hay. Me pregunto cómo un libro se defiende, cómo se transforma en un objeto importante para alguien. Así que en su momento quise hacer un planteamiento a la inversa: qué tiene un cuento o una historia que despierta esa conexión, esa empatía en el lector. En ese sentido, sí que siento la responsabilidad de repetir esa conmoción en todo lo que escribo. Porque el tiempo que un lector invierte en un libros es valioso.
¿Te interesa más el aspecto emocional o el intelectual en un cuento?
Para mí es algo pendular. Tienes el Borges que es la conmoción intelectual y Alice Munro en el otro lado, que toca lo emocional, te hace sentirte como un igual.
¿Te consideras una persona espiritual?
No, para nada. Soy muy occidental, muy contemporáneo en eso. No me gusta la palabra espiritual. Pero es interesante cómo la gente conecta con una historia y no puede explicar exactamente por qué ni de qué manera. Ese misterio sí me interesa.
¿De qué forma la literatura puede mejorar las cosas?
Bueno, creo que nuestra sociedad vive muy insatisfecha. Veo a la gente cada vez más… sí, insatisfecha, y es preocupante.
¿También en Latinoamérica?
En mi entorno desde luego. Una vez queda cubierta la parte laboral, o profesional, aparece la insatisfacción, muy de esta época. Caprichosa incluso. Con un humor cambiante. A mí esto de escribir… a mí me salva.
* Familias de Cereal. Tomás Sánchez Bellochio.
Editorial Candaya (Barcelona, 2015).
TRES RECOMENDACIONES
Pedí a Tomás que me recomendara tres cuentos leídos recientemente y que mantengan viva su fascinación por el género.
1.- «Help a él», de Fogwill.
Es una reelaboración en clave sexual de El Aleph de Borges. Es una absoluta maravilla; ese desafío a uno de los grandes.
2.- «Maternidad», de Andrés Caicedo.
Me encanta la potencia de su voz. Quizá peca de ingenuidad, pero lo compensa con su frescura.
3.- «Twilight of the Superheroes», de Deborah Eisenberg.
Es muy interesante porque es coral, y toma un hecho histórico tan reciente y doloroso como el 11 de septiembre. Y sale airosa del esfuerzo.