PERSONAJES FEMENINOS
«Lou es prácticamente un voyeur» cuenta una amiga de la etapa en The Factory a Mary Harron, a propósito de su relación con las mujeres. El modelo de esta expresión lo tenemos en Candy Darling, la más famosa transexual de aquél ambiente; Lou la convirtió en protagonista de Walk on the Wild Side. Otra figura enigmática y fatal fue Rachel, que estuvo con Reed entre 1975 y 1977. Era conocida como It por su indefinida sexualidad y dejó una profunda huella en el músico, muy necesitado de apoyo emocional en aquellos años de adicción al MDMA (sustancia ilegalizada poco después). Sylvia Morales fue su esposa durante doce años, y contribuyó al abandono del Reed devastado de los setenta. Sin embargo, la mujer que proporcionó la estabilidad sentimental fue Laurie Anderson, su pareja de los últimos tiempos. La nota de obituario que publicó en The East Hampton Star así lo deja ver: «¡Qué hermoso otoño! Todo brillante y dorado y toda esa suave e increíble luz. El agua a nuestro alrededor. Lou y yo pasamos mucho tiempo aquí en los últimos años, y, a pesar de que somos gente de ciudad, este es nuestro hogar espiritual. La semana pasada le prometí a Lou que lo sacaría del hospital y lo llevaría a casa en Springs. ¡Y lo hicimos!». El emotivo texto concluye describiendo que Reed murió feliz y deslumbrado por la belleza del paisaje. Anderson, que influyó en su marido para que se centrara en el lápiz y el recitado de las letras dejando poco a poco las cuerdas de la guitarra con las que estrangulaba a su audiencia, sí supo verle como «príncipe y luchador», mientras el resto del mundo solo se detenía en el dolor y la oscuridad de sus canciones, en repetir los tópicos y los grandes temas de la Velvet y de Transformer (1972), obviando que había bastante más que eso en sus intentos por trasladar una sensibilidad narrativa al mundo del rock. Reed funde las características de todas estas mujeres en una versión muy personal de Ligeia, con el tema de la pérdida como elemento común entre ellas y con Poe. En el disco disfrutamos finalmente de un Reed apasionado.
Parece ser que Poe no contaba con la capacidad que sí tenía Reed para contener su pasión. Él amaba la belleza, la abstracción de un rostro hermoso y sabio, se dejaba guiar ciegamente por quien le deparase el mínimo afecto. Se deleitaba en los ojos de quien le mirase. Quizá por miedo a la muerte temprana de una próxima amante (tenía antecedentes familiares y sentimentales para creer en ello) siempre ojeaba varias posibilidades al mismo tiempo. Así fue como mientras trataba de volver a establecer contacto con una antigua conquista, Elmira Royster, se inclinó con similar temperamento a Sarah Helen Whitman, viuda del editor del Boston Spectator. Por lo visto, ella le había remitido un poema cerrado con este verso: «Vivo con “la belleza, que es mi esperanza”», lo que bastó para que Poe se olvidara de Elmira. Por la época de publicación de El cuervo (septiembre de 1848), Poe estaba encandilado con esta partidaria del espiritismo y adicta al éter, que se administraba (por razones médicas) empapando alguno de los aparatosos velos con que se ocultaba. Ella quería conocer al autor de Ulalume, sin saber que se trataba del mismo Poe; él le regaló una edición de su poema, con una dedicatoria ambigua pero decidida. Dos días después, Poe le propuso matrimonio en el cementerio situado a orillas del río Seekonk. Ella declinó. Padecía del corazón y el escritor era un individuo desquiciado, irritable y tremendamente impaciente. De hecho, al viajar a Lowell, Poe se encontró con otra mujer de la que estaba tanto o más enamorado: Annie Richmond. «Sus ojos eran espirituales», dijo de ella. Para colmo, ese encuentro requirió de un plantón a otra dama, Jane Locke. Y durante meses el autor montó variadas escenas, de distinta intensidad, a Helen Whitman. De camino a Boston, tras escribir a Annie Richmond, se compró medio kilo de láudano y se tomó treinta gramos por cada angustiada carta que dirigió a Annie o a Helen. En Providence inició la cuesta abajo final de bebida, vagabundeo y pérdida de contacto con la realidad.
Como el narrador de Berenice, Poe sostenía que sus pasiones «siempre fueron mentales». No obstante, en su obra dejó abundantes datos biográficos y, en lo que respecta a las mujeres, fue muy explícito. No solo en Ligeia, donde se representa a Virginia Clemm y con ella el anhelo de impedir la muerte de una esposa joven, o incluso de una madre joven (siempre por la misma dolencia), recordando a Exeter en Enrique V: «Mi madre toda me entró por los ojos / y se me derramaron las lágrimas». En El cuervo la amada fallecida se llama Leonore, un nombre relativamente común a mediados del XIX, referencia al poema gótico de Bürger; se produce con Leonore un hecho insólito: el narrador se pregunta, además de si el bálsamo de Judea será suficiente para curar el dolor, acerca del más allá. Si el cuervo se ha cruzado con ella en el paraíso, si los ángeles (lejanos, que diría Rilke) emplearán con él la droga del olvido para arrancarle los recuerdos. Con el Nevermore sentencioso, el pájaro puede anunciar que nunca más la verá (porque él o ella están condenados), que nunca más se recuperará de la pérdida. O tal vez es Poe negando la pérdida de Virginia. O quizá la renuncia del escritor a un nuevo amor. En todo caso, una negación desmentida por sus actos en la vida real.