«The Raven» (Lou Reed, 2002)

Lou Reed y Laurie Anderson (sin autoría).

Lou Reed y Lau­rie Ander­son (sin autoría).

PERSONAJES FEMENINOS

«Lou es prác­ti­ca­men­te un voyeur» cuen­ta una ami­ga de la eta­pa en The Fac­tory a Mary Harron, a pro­pó­si­to de su rela­ción con las muje­res. El mode­lo de esta expre­sión lo tene­mos en Candy Dar­ling, la más famo­sa tran­se­xual de aquél ambien­te; Lou la con­vir­tió en pro­ta­go­nis­ta de Walk on the Wild Side. Otra figu­ra enig­má­ti­ca y fatal fue Rachel, que estu­vo con Reed entre 1975 y 1977. Era cono­ci­da como It por su inde­fi­ni­da sexua­li­dad y dejó una pro­fun­da hue­lla en el músi­co, muy nece­si­ta­do de apo­yo emo­cio­nal en aque­llos años de adic­ción al MDMA (sus­tan­cia ile­ga­li­za­da poco des­pués). Syl­via Mora­les fue su espo­sa duran­te doce años, y con­tri­bu­yó al aban­dono del Reed devas­ta­do de los seten­ta. Sin embar­go, la mujer que pro­por­cio­nó la esta­bi­li­dad sen­ti­men­tal fue Lau­rie Ander­son, su pare­ja de los últi­mos tiem­pos. La nota de obi­tua­rio que publi­có en The East Ham­pton Star así lo deja ver: «¡Qué her­mo­so oto­ño! Todo bri­llan­te y dora­do y toda esa sua­ve e increí­ble luz. El agua a nues­tro alre­de­dor. Lou y yo pasa­mos mucho tiem­po aquí en los últi­mos años, y, a pesar de que somos gen­te de ciu­dad, este es nues­tro hogar espi­ri­tual. La sema­na pasa­da le pro­me­tí a Lou que lo saca­ría del hos­pi­tal y lo lle­va­ría a casa en Springs. ¡Y lo hici­mos!». El emo­ti­vo tex­to con­clu­ye des­cri­bien­do que Reed murió feliz y des­lum­bra­do por la belle­za del pai­sa­je. Ander­son, que influ­yó en su mari­do para que se cen­tra­ra en el lápiz y el reci­ta­do de las letras dejan­do poco a poco las cuer­das de la gui­ta­rra con las que estran­gu­la­ba a su audien­cia, sí supo ver­le como «prín­ci­pe y lucha­dor», mien­tras el res­to del mun­do solo se dete­nía en el dolor y la oscu­ri­dad de sus can­cio­nes, en repe­tir los tópi­cos y los gran­des temas de la Vel­vet y de Trans­for­mer (1972), obvian­do que había bas­tan­te más que eso en sus inten­tos por tras­la­dar una sen­si­bi­li­dad narra­ti­va al mun­do del rock. Reed fun­de las carac­te­rís­ti­cas de todas estas muje­res en una ver­sión muy per­so­nal de Ligeia, con el tema de la pér­di­da como ele­men­to común entre ellas y con Poe. En el dis­co dis­fru­ta­mos final­men­te de un Reed apasionado.

Retrato de Sarah Helen Whitman (D. P.).

Retra­to de Sarah Helen Whit­man (D. P.).

Pare­ce ser que Poe no con­ta­ba con la capa­ci­dad que sí tenía Reed para con­te­ner su pasión. Él ama­ba la belle­za, la abs­trac­ción de un ros­tro her­mo­so y sabio, se deja­ba guiar cie­ga­men­te por quien le depa­ra­se el míni­mo afec­to. Se delei­ta­ba en los ojos de quien le mira­se. Qui­zá por mie­do a la muer­te tem­pra­na de una pró­xi­ma aman­te (tenía ante­ce­den­tes fami­lia­res y sen­ti­men­ta­les para creer en ello) siem­pre ojea­ba varias posi­bi­li­da­des al mis­mo tiem­po. Así fue como mien­tras tra­ta­ba de vol­ver a esta­ble­cer con­tac­to con una anti­gua con­quis­ta, Elmi­ra Roys­ter, se incli­nó con simi­lar tem­pe­ra­men­to a Sarah Helen Whit­man, viu­da del edi­tor del Bos­ton Spec­ta­tor. Por lo vis­to, ella le había remi­ti­do un poe­ma cerra­do con este ver­so: «Vivo con “la belle­za, que es mi espe­ran­za”», lo que bas­tó para que Poe se olvi­da­ra de Elmi­ra. Por la épo­ca de publi­ca­ción de El cuer­vo (sep­tiem­bre de 1848), Poe esta­ba encan­di­la­do con esta par­ti­da­ria del espi­ri­tis­mo y adic­ta al éter, que se admi­nis­tra­ba (por razo­nes médi­cas) empa­pan­do alguno de los apa­ra­to­sos velos con que se ocul­ta­ba. Ella que­ría cono­cer al autor de Ula­lu­me, sin saber que se tra­ta­ba del mis­mo Poe; él le rega­ló una edi­ción de su poe­ma, con una dedi­ca­to­ria ambi­gua pero deci­di­da. Dos días des­pués, Poe le pro­pu­so matri­mo­nio en el cemen­te­rio situa­do a ori­llas del río See­konk. Ella decli­nó. Pade­cía del cora­zón y el escri­tor era un indi­vi­duo des­qui­cia­do, irri­ta­ble y tre­men­da­men­te impa­cien­te. De hecho, al via­jar a Lowell, Poe se encon­tró con otra mujer de la que esta­ba tan­to o más ena­mo­ra­do: Annie Rich­mond. «Sus ojos eran espi­ri­tua­les», dijo de ella. Para col­mo, ese encuen­tro requi­rió de un plan­tón a otra dama, Jane Loc­ke. Y duran­te meses el autor mon­tó varia­das esce­nas, de dis­tin­ta inten­si­dad, a Helen Whit­man. De camino a Bos­ton, tras escri­bir a Annie Rich­mond, se com­pró medio kilo de láu­dano y se tomó trein­ta gra­mos por cada angus­tia­da car­ta que diri­gió a Annie o a Helen. En Pro­vi­den­ce ini­ció la cues­ta aba­jo final de bebi­da, vaga­bun­deo y pér­di­da de con­tac­to con la realidad.

Como el narra­dor de Bere­ni­ce, Poe sos­te­nía que sus pasio­nes «siem­pre fue­ron men­ta­les». No obs­tan­te, en su obra dejó abun­dan­tes datos bio­grá­fi­cos y, en lo que res­pec­ta a las muje­res, fue muy explí­ci­to. No solo en Ligeia, don­de se repre­sen­ta a Vir­gi­nia Clemm y con ella el anhe­lo de impe­dir la muer­te de una espo­sa joven, o inclu­so de una madre joven (siem­pre por la mis­ma dolen­cia), recor­dan­do a Exeter en Enri­que V: «Mi madre toda me entró por los ojos / y se me derra­ma­ron las lágri­mas». En El cuer­vo la ama­da falle­ci­da se lla­ma Leo­no­re, un nom­bre rela­ti­va­men­te común a media­dos del XIX, refe­ren­cia al poe­ma góti­co de Bür­ger; se pro­du­ce con Leo­no­re un hecho insó­li­to: el narra­dor se pre­gun­ta, ade­más de si el bál­sa­mo de Judea será sufi­cien­te para curar el dolor, acer­ca del más allá. Si el cuer­vo se ha cru­za­do con ella en el paraí­so, si los ánge­les (leja­nos, que diría Ril­ke) emplea­rán con él la dro­ga del olvi­do para arran­car­le los recuer­dos. Con el Never­mo­re sen­ten­cio­so, el pája­ro pue­de anun­ciar que nun­ca más la verá (por­que él o ella están con­de­na­dos), que nun­ca más se recu­pe­ra­rá de la pér­di­da. O tal vez es Poe negan­do la pér­di­da de Vir­gi­nia. O qui­zá la renun­cia del escri­tor a un nue­vo amor. En todo caso, una nega­ción des­men­ti­da por sus actos en la vida real.

(Con­ti­nuar –>)

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