SÍMBOLOS
A lo largo de The Raven (el poema y el disco) aparecen varios símbolos que conviene tener presentes. Para empezar, el cuervo negro, presentado con majestuosidad a pesar de su delgadez, con aspecto amenazador pero sereno. El pájaro, espectador que da forma a la locura del estudiante, ve cómo su interlocutor pasa de la fascinación a la maldición en apenas cuatro estrofas. Se dice que el cuervo pronuncia la gran expresión, pero al leer el texto sin interrupciones, uno duda si es así, si no será que todo es producto de una de las fantasías del narrador. El cuervo, habitante del Hades, se sube a un busto de Palas. Hay varias versiones del mito, entre ellas una que le otorgan a la propia Atenea unos ojos de mochuelo; en la Odisea tiene forma de águila y perdería las alas posteriormente, si bien hay quien comenta que las borlas que aparecen en su coraza son lo que queda de ellas y por eso se mantuvieron los apéndices en las representaciones de las vasijas con tinta negra. En relación al poema nos quedamos con una tradición más tardía, según la cual el epíteto Palas procede de una amiga de la infancia a la que Atenea mató accidentalmente mientras jugaban con una lanza; en su honor antepuso el nombre de ella al suyo. También se le puso el apodo de glaukopis (γλαυκῶπις), señalando así sus ojos ardientes (los ojos son una obsesión de Poe), o la capacidad característica de las aves que ven bien en la oscuridad. Desde el lado de Reed, hay varias alusiones («Burning Embers», «Blind Rage», «The Valley of Unrest», por citar tres ejemplos) a esos datos sutiles sobre los personajes de los cuentos de Poe: los dientes pequeños y blancos de Berenice, la llama de una vela para Egæus (subyugado por sus pensamientos más oscuros), los extraños caracteres descritos en El escarabajo de oro, los huesos de la cripta en El tonel de amontillado, o el tacto del terciopelo púrpura desde donde el protagonista de El cuervo observa a su visitante. Curiosamente, el uso del símbolo disfrazado de detalles constituye para Poe una parte importante de su influencia; a modo de comparación, léanse relatos posteriores como La tienda de los fantasmas de Chesterton (1906), o El Horla de Maupassant (1887). Estos diminutos símbolos (las lágrimas que se precipitan en forma de joyas, las chispas del fuego, la veta de la madera de un ataúd) relacionados con la presencia permanente de la muerte proporcionan su singular riqueza a la prosa del bostoniano. En la misma métrica de su poesía se exhibe un simbolismo: la vocal «o» que da pie a una pronunciación dilatada, por ejemplo el Evermore de El Gusano Vencedor, y el Nevermore del pájaro.