«The Raven» (Lou Reed, 2002)

Ilustración ©Neoformix.

Ilus­tra­ción ©Neo­for­mix.

SÍMBOLOS

A lo lar­go de The Raven (el poe­ma y el dis­co) apa­re­cen varios sím­bo­los que con­vie­ne tener pre­sen­tes. Para empe­zar, el cuer­vo negro, pre­sen­ta­do con majes­tuo­si­dad a pesar de su del­ga­dez, con aspec­to ame­na­za­dor pero sereno. El pája­ro, espec­ta­dor que da for­ma a la locu­ra del estu­dian­te, ve cómo su inter­lo­cu­tor pasa de la fas­ci­na­ción a la mal­di­ción en ape­nas cua­tro estro­fas. Se dice que el cuer­vo pro­nun­cia la gran expre­sión, pero al leer el tex­to sin inte­rrup­cio­nes, uno duda si es así, si no será que todo es pro­duc­to de una de las fan­ta­sías del narra­dor. El cuer­vo, habi­tan­te del Hades, se sube a un bus­to de Palas. Hay varias ver­sio­nes del mito, entre ellas una que le otor­gan a la pro­pia Ate­nea unos ojos de mochue­lo; en la Odi­sea tie­ne for­ma de águi­la y per­de­ría las alas pos­te­rior­men­te, si bien hay quien comen­ta que las bor­las que apa­re­cen en su cora­za son lo que que­da de ellas y por eso se man­tu­vie­ron los apén­di­ces en las repre­sen­ta­cio­nes de las vasi­jas con tin­ta negra. En rela­ción al poe­ma nos que­da­mos con una tra­di­ción más tar­día, según la cual el epí­te­to Palas pro­ce­de de una ami­ga de la infan­cia a la que Ate­nea mató acci­den­tal­men­te mien­tras juga­ban con una lan­za; en su honor ante­pu­so el nom­bre de ella al suyo. Tam­bién se le puso el apo­do de glau­ko­pis (γλαυκῶπις), seña­lan­do así sus ojos ardien­tes (los ojos son una obse­sión de Poe), o la capa­ci­dad carac­te­rís­ti­ca de las aves que ven bien en la oscu­ri­dad. Des­de el lado de Reed, hay varias alu­sio­nes («Bur­ning Embers», «Blind Rage», «The Valley of Unrest», por citar tres ejem­plos) a esos datos suti­les sobre los per­so­na­jes de los cuen­tos de Poe: los dien­tes peque­ños y blan­cos de Bere­ni­ce, la lla­ma de una vela para Egæus (sub­yu­ga­do por sus pen­sa­mien­tos más oscu­ros), los extra­ños carac­te­res des­cri­tos en El esca­ra­ba­jo de oro, los hue­sos de la crip­ta en El tonel de amon­ti­lla­do, o el tac­to del ter­cio­pe­lo púr­pu­ra des­de don­de el pro­ta­go­nis­ta de El cuer­vo obser­va a su visi­tan­te. Curio­sa­men­te, el uso del sím­bo­lo dis­fra­za­do de deta­lles cons­ti­tu­ye para Poe una par­te impor­tan­te de su influen­cia; a modo de com­pa­ra­ción, léan­se rela­tos pos­te­rio­res como La tien­da de los fan­tas­mas de Ches­ter­ton (1906), o El Hor­la de Mau­pas­sant (1887). Estos dimi­nu­tos sím­bo­los (las lágri­mas que se pre­ci­pi­tan en for­ma de joyas, las chis­pas del fue­go, la veta de la made­ra de un ataúd) rela­cio­na­dos con la pre­sen­cia per­ma­nen­te de la muer­te pro­por­cio­nan su sin­gu­lar rique­za a la pro­sa del bos­to­niano. En la mis­ma métri­ca de su poe­sía se exhi­be un sim­bo­lis­mo: la vocal «o» que da pie a una pro­nun­cia­ción dila­ta­da, por ejem­plo el Ever­mo­re de El Gusano Ven­ce­dor, y el Never­mo­re del pájaro.

(Con­ti­nuar –>)

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