EL EMPEÑO LITERARIO DE LOU REED
Me gusta pensar que cuando un músico emprende una labor como transformar la obra o biografía (o ambas) de un escritor, en realidad intenta que releamos una parte de su propia vida, pero de un modo diferente a sus demás proyectos ya que nuestras lecturas nos explican cómo somos. O para decirlo más claro: no se trata de una simple recomendación de Reed, «leed a Poe». Leeremos y escucharemos a Reed a través de su interpretación de Poe, y además esa interpretación hará que leamos a Poe con otros ojos. En otros casos ocurrirá que los músicos acuden a una obra literaria para salir de un bloqueo creativo, para centrarse en períodos de descontrol, o como excusa para descontrolarse. O algo que pasa más a menudo de lo que creemos, habrá músicos para los que leer y hacer música sean actividades indivisibles, que no se plantean siquiera trazar líneas de división entre una cosa y otra. Acerca de Reed, pienso que pretendía cerrar de algún modo su carrera discográfica con un personaje familiar pero sin dejar de hablar de sí mismo. Es por eso que resulta atractiva, al menos en teoría, la idea de que Reed reescriba a Poe.
Tampoco tenemos otras muestras de su faceta literaria, aparte de los volúmenes que reúnen sus letras. Existe un texto en prosa que finalmente quedó sin publicar. Es en la poesía donde hay que investigar para conocer su trabajo literario. Julio Valdeón Blanco nos lo recuerda en su artículo tras la muerte del artista. Nos cuenta lo que «asustaba acudir en Nueva York a un recital poético de Reed a mayor gloria de una comunidad autónoma española, numeritos patrióticos en los que el anciano rockero recibía la adoración de programadores culturales, asesores de presidencia, funcionarios del ramo y demás fauna. Pero su interés por la poesía era auténtico y arranca pronto. Lejos de considerarla como retiro prestigioso o noble pasatiempo, la voluntad literaria, la devoción por la palabra, persiste en su obra desde el minuto uno». En Barcelona, dentro de la Setmana de la Poesia de 2014, se recordó el vínculo entre Reed y poetas catalanes como Joan Vinyoli o Carles Riba.
Entre la extensa temática de Reed, hay dos materias que deberíamos resaltar pensando en este trabajo concreto: la idea de la atracción hacia aquello que es indudablemente malo para nosotros; el concepto de doble, o de máscara, gracias al cual ofrece una faceta agridulce y agresiva, u ofensiva y extremadamente sensible, pero sin dejarse ninguno de estos adjetivos en detrimento del otro. El primer tema, cercano a la etapa de The Raven, se le antoja universal a Reed. A todos nos inquieta la cuestión de por qué hacemos lo que no debemos. «No conozco a nadie que no comprenda esa idea», contesta el músico en una entrevista con Ignacio Julià. Podemos leer la obra completa de Reed como una lenta confesión. Poe ocuparía, desde la perspectiva de Reed, el papel de un inquisidor: la pregunta constante de «¿Por qué?». Pero no justificando sino juzgando con impasibilidad. Por otro lado, es difícil sustraerse de la idea de Reed como de crudo acusador con conocimiento de causa, y hasta con derecho de hacerlo, precisamente debido a que pocos han logrado presentar su historial de errores y vicios con tanta normalidad; algo que paradójicamente desactiva nuestra tendencia a considerarlo todo normal. En cuanto al segundo asunto, es popular pensar en el Reed despiadado, hiriente y amargo (nos referimos a las letras), pero cuando uno pasa un tiempo importante empapándose de su lírica encuentra una viva piedad que nos ayuda a entender cómo somos realmente, cómo pertenecemos al mismo fango. De ahí su capacidad para sacar a la luz las vidas truncadas por las que se interesa (imaginarias o no, eso no importa): Buddy Holly, Jim y Caroline, Delmore Schwartz, el Andy Warhol anterior al intento de asesinato, Edgar Allan Poe.
En lo que respecta a la técnica sorprende que el lenguaje de Reed contenga pocas palabras, muy pegadas a la calle, para tratarse de un poeta. La tendencia entre los hacedores de versos (incluso entre contemporáneos de Reed, con todas sus referencias a la cultura popular) suele ser la búsqueda de términos fastuosos, arcaísmos y aliteraciones. En parte se debe a que Lou Reed no quiere saber más que su audiencia. Influye la obra de Delmore Schwartz y Burroughs, no precisamente aquejadas de afectación, y el minimalismo característico con el que creció como compositor. Estaba en su música desde que sumó su voz decadente y descreída a la orquesta de La Monte Young, donde «seis compases de sonata para oboe» puede significar «seis onzas de opio» según cuenta Alex Ross. Estaba en la primera banda que formó con John Cale, The Primitives, donde Reed experimentaba sus afinaciones de guitarra eléctrica con matices detectables solo para los músicos neuróticos. Por supuesto, ese minimalismo estaba en la Velvet, en esa incómoda desgana con la que se dejaban mecer por Nico. En el siglo XX, especialmente en su segunda mitad, el minimalismo (tanto en la música como en la letra) era una especie de vía de escape. «La repetición es una forma de cambio», dijo Brian Eno una vez. Y Robert Fink, en un ensayo sobre el movimiento minimalista afirma que quienes así se comportan, con esa tendencia a la abstracción y la repetición, en realidad «expresan una suerte de crítica silenciosa del mundo tal como es». Es interesante también esta conclusión suya: «La música repetitiva brinda con más frecuencia un reconocimiento, una advertencia, una defensa —o incluso simplemente una emoción estética— a la vista de los miles de relaciones repetitivas a las que, en la sociedad de consumo poscapitalista, hemos de enfrentarnos todos una y otra vez (y una y otra vez…). En su día nos repetimos nosotros mismos para entrar en esta cultura. Es posible que tengamos que repetirnos también para salir».
Por tanto, nada de virtuosismo. «Puedes tener el coeficiente mental de una tortuga y tocar una de mis canciones», aseguró a Ruta 66. De ahí que con Poe optara por realizar una paráfrasis de sus poemas y relatos, evitar la sobreadjetivación; a muchos esto les parecerá un crimen, y parte de razón tendrán, pero no sería Reed si nos hablara en lenguaje decimonónico, además de lo antinatural que resultaría encajar todo. Para Reed, el idioma debe pertenecer al presente: el adjetivo antes del sustantivo, la partícula del posesivo va con apóstrofe (se respeta el genitivo sajón), si hay que contraer la gramática, como corresponde a la música contemporánea, pues se hace y punto. Otra herencia de Schwartz consiste en los versos sueltos al comienzo y final de una estrofa, como si quisiera encuadrar un fragmento ordenado, casi académico, dentro de un paréntesis horizontal y caótico. En Reed la métrica va en función de la emoción, y a menudo buscará palabras breves que suenen como un golpe (algo que Poe ya presumió de lograr con su «poesía sonora»). El ritmo de la canción pone el ritmo en las letras. Pero por mucho que analicemos su modo de cantar, las armonías y la disposición de las sílabas finales (a Reed le gusta dejar estrofas a medio rimar), en cualquier momento puede cambiar de opinión. Como contrapartida, Poe sí que se ciñó a una norma métrica (una evolución del coreo grecolatino, sílaba larga seguida de una breve; ocho troqueos por verso) y a un esquema rítmico que favoreciera la rima interna (los tres últimos versos de cada estrofa riman con la segunda línea y entre sí). Sin embargo, hay ligeras imperfecciones dentro de su rigidez, como aliteraciones algo simplistas, que apoyan la tesis de su autor de que el narrador de El cuervo es un estudiante de los autores canónicos. No nos extrañe, pues Poe estudió con ahínco a Virgilio y Cicerón.