VIDAS PARALELAS (II)
Si es complejo tratar de sintetizar en pocos párrafos los años que vivió Poe cuando compuso y publicó El cuervo, en el caso de Lou Reed (vivió hasta treinta años más) las notas biográficas sobre el particular solo pueden reducirse a unas pocas consideraciones, salpimentadas por interpretaciones personales de quien redacta estas páginas. Reed no era muy dado a confiar en la prensa y tampoco fue proclive al contar detalles de su propia vida, un rasgo de carácter que lo distancia del escritor (y de otros coetáneos, por ejemplo David Bowie). Al igual que Poe, Lou Reed ansiaba el reconocimiento de su época, y lo consiguió relativamente, pero su vida tras la consecución de esta obra no fue para nada dramática ni autodestructiva, principalmente porque ya tuvo bastantes excesos en sus años de la Velvet y en los inmediatamente posteriores.
La biografía de Reed invita a relacionarlo con el malditismo más repleto de tópicos. No llega al ejemplo extremo de Poe, quien pensaba que Dios le había dotado de un gran talento para luego hundirle en el anonimato, pero supo lo que significa una vida complicada y vagabunda. Su ficha en el anuario del instituto es muy reveladora: «A Lou le gusta el baloncesto, la música, y naturalmente, las chicas […] Para el futuro inmediato, Lou no tiene planes, sino que se tomará la vida tal como venga». Es descrito como un chico alto, de cabello oscuro, «una de las grandes contribuciones de Freeport al mundo de la música». Es decir, que tenía un talento reconocible para la música, pero no se amoldaría a las convenciones, sabiendo que un carácter débil le volvería esclavo de sus seguidores, aunque fortaleza y procacidad no tendrían por qué ser sinónimos. Por eso a cada entrevistador le costó años de encuentros y esfuerzos penetrar en la mente de Reed: su desconfianza no era una pose, no distinguía entre el seguidor, el periodista y el biógrafo, y rara vez un biógrafo o seguidor suyo creerá lo primero que un periodista diga sobre él.
Es difícil no dar vueltas sobre lo mismo. Para nosotros queda la impresión del rostro arrugado de Reed, que en su juventud tuvo textura de plastilina, fuera del inevitable plástico de The Factory. «Existía la sensación de una vida desesperada, de estar al borde del abismo», dijo sobre el ambiente cercano a The Factory el batería Walter de Maria, que conoció a Reed en The Primitives antes de la llegada de Angus MacLise y Maureen Tucker. Lo conocemos por sus interjecciones desde el escenario, por su tendencia al error como modo de hallar lo bueno. Nos subyugan las historias sobre él, cada vez que se cuentan parecen increíbles y nuevas, esperamos que detrás de cada una surja un detalle que no conocíamos. Muchas de esas anécdotas nos fascinan y repelen por igual, como cuando un Lou de setenta años se enfadó con Lars Ulrich, batería de Metallica, y le retó a un intercambio de golpes en el callejón del estudio donde grababan Lulu. Ulrich declinó la oferta porque Lou era experto en artes marciales. O la vez que respondió a un tipo: «Si escribes tan mal como hablas, nadie va a leerte», frase que quedó registrada en su directo más polémico. Abundan los testimonios de periodistas que tildan a Reed de mala influencia: en el verano de 1975, Lester Bangs pasó unos días envuelto en vapor etílico, en el transcurso de los cuales rompió la mitad de su colección de discos, destrozó una puerta, confesó a un amigo que su poesía apestaba, montó escándalos y se dedicó a romper botellas de coñac contra el suelo, solo por el placer de verlas estallar. Y todo por culpa de Metal Machine Music (1975), incordio desconcertante donde los haya, que evitaba físicamente el fin del mismo por el recurso del último surco de la cuarta cara del vinilo, que impedía que la aguja del tocadiscos volviera al inicio, obligando al oyente a actuar: quedar hipnotizado o suspender voluntariamente ese bucle que sonaba a plena Revolución Industrial.
En cuanto a los directos, una muestra mítica de su paso por España fue el concierto de junio de 1980 en el estadio Román Valero (en Usera, Madrid). Contaba José Manuel Costa en El País que una manifestación de transportistas en Legazpi (donde ahora está el SAMUR) retuvo a la expedición de músicos durante tres cuartos de hora, y que fueron recibidos con latas, botellazos, insultos tan graves como «¡Casado!» o «¡Carroza!», y una tensión que fue imparable. Cuando la audiencia (a la que se había sumado todo el que pudo saltar las vallas de acceso al recinto), en forma de hordas sanguinarias cubiertas de lodo y césped, vieron que la banda se marchó, invadieron el escenario y arrasaron con todo lo que encontraron a su paso.

Arriba, cubierta de «Rock-Comix» creada por Nazario. Abajo, la cubierta copiada por Brent Bailer para el álbum «Take no prisoners».
Hay que añadir que tuvo sus embates debidos al asunto del plagio, aunque en su caso no se tratara de la impresión de un crítico o un literato sobre similitudes entre determinadas expresiones o versos, ni acusaciones sin fundamento sobre una supuesta envidia hacia el talento de alguien. De hecho, más que un plagio se puede afirmar directamente que fue un robo. La portada de su disco en directo Take no prisoners (1979) se servía de un dibujo de Nazario Luque que ilustraba el cuarto número de la publicación Rock-Comix (1976), dedicado precisamente a Lou Reed y a la Velvet Underground. Para ocultar el agravio, y suponemos que en previsión de una próxima visita de Reed a España para otoño de 1979, la RCA cambió la portada por una fotografía de archivo. ¿Cómo se descubrió? El número de enero de ese año de Disco Exprés nos lo explica: «Un espía le trajo a nuestro colaborador Ignacio Julià una copia del Take no prisoners […] reproducimos aquí la portada porque la cosa tiene su miga […] ¿Advierten alguna diferencia? Un anuncio del fondo de la calle, unas letras cambiadas, el coche un poco más largo… solo eso y el que Nazario estampó su firma en un papel dibujado a la izquierda (que ha sido borrado) […] Va de recochineo. El plagiador intrépido es un menda llamado Brent Bailer. La dirección artística corre a cargo de un tal Donn Davenport. Nazario, Ceesepe, Rubiales o Rock-Comix no aparecen por ningún lado». No es un incidente anecdótico: apareció en El Mundo, en El Periódico de Catalunya, y hasta ocupó una página en Cambio 16, donde se podía comprobar que el señor Bailer tomó «prestadas» otras ilustraciones de la revista para el interior del libreto. Lou reaccionó a la demanda como hubiera hecho Poe, cuando le preguntaron por lo sucedido: «¿Cómo pueden exigirme una compensación cuando reprodujeron mis letras por la cara? ¡Ellos fueron los ladrones!». La verdad es que la portada y el contenido del disco explican muy bien cómo era el Lou Reed de la época y la imagen común que aún se tiene de él: «Reed encarnaba un Nueva York fascinante, de sexualidad polimorfa y tentadora heroína (tardamos en saber que, realmente, la droga de aquel círculo eran las anfetaminas). En portada, Nazario imaginaba un personaje muy Walk on the wild side: tenía cabeza rapada, vestía chupa de cuero, short, medias con ligueros y botas de dominatrix», describe Diego Manrique. El escenario también es muy impactante: la sombra del personaje proyectada sobre un charco de meado, la montaña de basura volcada sobre la acera, de altura hasta las rodillas, la calle desierta y un hombre al fondo que no invita a una charla sobre arte o religión. La arquitectura de los edificios recortados contra el anochecer no permite orientación al visitante. Poe se perdería muy a sus anchas por allí, conversando con un ángel negro.
El directo, en palabras de Rafa Cervera, está lleno de cinismo y de un sarcasmo que «no respeta a nada ni a nadie […] Take no prisoners […] significa en cierto modo lo más parecido que ha hecho a Metal Machine Music: sin compromiso, sustituyendo la música […] por el esputo verbal, hurgando hasta conseguir que brote la sangre. Nadie debería sorprenderse ni asustarse. Una vez más, estamos hablando del mismo autor que habló de heroína en los días del LSD, que cantó a los látigos y al cuero ante el horror de la camada hippy. Que hizo del ruido una ventaja para el pop, y de su presencia, una cruz para los diseccionadores de acordes. Cuando Lester Bangs dijo que la música moderna comenzaba con la Velvet Underground no estaba exagerando». Este perfil de Reed como profundo conocedor del lado oscuro del rock es el que prevalecía cuando editó The Raven, y todavía persigue su tumba, por mucho que en sus últimas dos décadas el animal de rostro cavernoso hubiese aprendido a suavizar su carácter (nos dio las gracias a todos por nuestras oraciones y por preocuparnos de su hígado, y hasta existen fotos en las que sonríe), quizá a fuerza de grabar poco material, de ocuparse con otras actividades más enriquecedoras para él como el taichi o la poesía (que nunca había abandonado realmente). El cambio de vida cuando se entra en la última etapa, con transformaciones entre las que se cuentan una abierta preocupación por estar sano, abrazar una espiritualidad o tomarse las cosas con más calma no es un episodio exclusivo de Reed. Pero es uno de los escasos grandes nombres del rock en los que ese giro resulta creíble, precisamente porque su temperamento seguía siendo amargo. Y The Raven conserva esa esencia creativa y vital del neoyorquino en ese punto exacto de su larguísima carrera.
Existen tres períodos reconocibles en su discografía. El primero es muy obvio: la Velvet Underground, que abandonó en cuanto se cansó de The Factory y de discutir con John Cale, y decidió que para hacerse un nombre tenía que dejar atrás el paraguas de Andy Warhol. El siguiente período, el de los años setenta, produjo obras trascendentales, afiladas, oscuras, un rock que fue despojándose lentamente de la estética glam (pero con el cuero hasta el final) y creando los álbumes más ásperos, los más experimentales y tristes, los que contenían sus canciones más conocidas (hablar de éxito como tal es casi un insulto en este contexto), los que se nutrían en buena medida del asfalto de Nueva York, los que aspiraban a una cierta redención con su público. La última etapa, que abarca desde los ochenta hasta el fin de su vida, contiene momentos mágicos como la reunión con Cale para homenajear a Warhol, sus discos The Blue Mask (1982) o Magic and Loss (1992), o el de su revisión de Poe; pero es un Reed tan cansado y fallido a ratos como atento e incansable en otros, son años de agonía creativa y éxtasis de vida. Fue en los años finales cuando cumplió con autenticidad lo que comentaba su anuario del instituto: tomarse las cosas tal cual llegaran. La mayor perversión que puede achacársele en sus últimos veinte años es la de inclinarse por la palabra escrita; con The Raven, independientemente de sus errores y aciertos, había recuperado algo de sus mejores composiciones: la capacidad de ir a la abstracción, al símbolo, donde se escondía su auténtica voz, el sitio donde existía la posibilidad de tocar al resto de los mortales y diluirse en la quieta humanidad. Ser un hombre para la multitud. No es que quisiera pertenecer, según su definición, a un grupo para las masas, pero sí se veía a sí mismo como «un guitarrista a quien le gusta las críticas. No soy tan complicado…», aseguró a la revista Mojo.
Reed tuvo hueco en su cuerpo y en su música para la búsqueda del amor, de una forma más pura que la de Poe. En The Raven lo reconoce abiertamente. Incluso en Berlin (1973), con ese trasfondo de malos tratos, adicción, locura y suicidio (sobre una cama que nos recuerda a la de Ligeia; y es que Berlin también fue la obra favorita de Reed, tanto como Ligeia fue la preferida de Poe), lo que nos queda es la impostada apatía de Jim, que finalmente es la del modelo social de aquella ciudad partida por el Muro. Cito a Rafa Cervera: «Jim cura sus heridas con una falsa indiferencia que se extinguirá débilmente cuando vuelvan a asaltarle los recuerdos de Carolina en aquel pequeño café». La muerte es la que termina de sellar esa relación. Verdaderamente dudamos de que ese amor quede descompuesto (solo se descomponen los cuerpos), y si alguien tiene la culpa de que salga mal es la propia Berlín. A lo largo de las décadas, ese discurso implacable sobre el amor se tornará amable a medida que va construyendo una relación estable. Comparando a los dos vemos que en Poe, aunque se exprese carnalidad, el amor es inexistente, nunca cesa de ser destructivo. La muerte no ayuda a respirar la tragedia sino que la convierte en una niebla, el destino se consagra a su vertiente más despiadada. El amor en Poe es vampírico y devorador, los amantes se muerden los labios hasta hacerlos sangrar. Contiene, como decía D. H. Lawrence, «una eléctrica atracción más que una comunión». Es un amor imposible de satisfacer porque la amada está rodeada del resplandor del opio. En Reed lo que percibimos es la indolencia de los adictos, la pesadumbre y la esclavitud de los sentimientos, pero esperando alguna forma de redención. Son enfoques similares en la superficie, tan distintos bajo la piel.
En el aspecto familiar no faltan anécdotas que hagan crecer la leyenda, que apoyen el paralelismo con la vida atormentada de Poe. En 1959 sus padres lo sometieron a una terapia electroconvulsiva para asegurarse de que la homosexualidad a la que parecía apuntar el joven se curara completamente. Fueron tres sesiones semanales durante dos meses. También valió como excusa la depresión y la actitud rebelde del muchacho. Tuvo problemas de memoria y, como dijo en repetidas ocasiones, siempre cargaba con esa experiencia sobre él; sin embargo, se permitió bromear sobre el tema con su biógrafo Victor Bockris: «fue algo traumático, pero de todas maneras me interesaba la electricidad». Estando en la universidad de Siracusa contrajo hepatitis, y sus experiencias con las drogas fueron el primer esbozo para su tema Heroin. El otro punto reseñable, por su cercanía al mundo del compositor de El cuervo, fue la admiración hacia su mentor y maestro, el poeta Delmore Schwartz, a quien dedicó la canción «My House» del disco The Blue Mask. Schwartz, que impartía clases de escritura creativa, era alcohólico, depresivo y paranoico, y su poesía destripaba autobiografía hasta el detalle, como si hablara de su doble y se permitiera el lujo de ser cruel con él. Esto influyó en la forma de escribir de Reed. Decía John Cale sobre los primeros textos que leyó de su compañero de banda que sus canciones «parecían pedir perdón por existir». Schwartz falleció con cincuenta y dos años y es el prototipo de hombre joven intelectualmente dotado pero demasiado aterrorizado por la vida. Es posible que mientras Reed recitaba aquellos poemas en la fiesta de Halloween de Hal Willner, recordara instantes similares con Schwartz de compañero, el recuerdo sobrevolando la mente del músico con sus plumas negras de cuervo: «Y mi alma, / del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo, / no podrá liberarse. / ¡Nunca más!». Así acaba el poema de Poe.
La magia y la atracción por lo esotérico cautivó la imaginación de los dos autores. En Poe es evidente y uniforme, pero en Reed habría que estudiar por separado breves pasajes de Magic and Loss, su álbum de New Age sobre el Hudson, y sobre todo remontarnos al White Light / White Heat de la Velvet (1968). Una de las lecturas que acompañaron a Reed durante años fue A Treatise on White Magic, publicada en 1934 y escrita por Alice Bailey, que en el fondo no es más que un tratado de teosofía, con muchos componentes de budismo y poco de la intuición y la mitología que se supone lleva a la Verdad Eterna, algo que se llevaba de moda en los sesenta. Lou se arrepintió un poco (aunque en absoluto estaba dispuesto a cargar con la culpa) de conducir a gente tan influenciable como Jonathan Richman (véase reportaje en SPIN) a la lectura del manual que, en lo esencial, contenía referencias simbólicas para interpretar sueños y estados de ánimo que luego podían ser empleados con cierta sabiduría. El libro despertaba sin duda el interés del guitarrista, con la idea del insecto como representación del ego, la lectura de su aura ardiente (con notas de azul y verde), la fórmula de sanación japonesa basada en la proyección de luz blanca, y el descubrimiento de que una de sus 1143 vidas pasadas incluía a un reverendo afincado en Los Ángeles llamado Doug.
Un último nexo entre Reed y Poe lo localizamos en su predisposición al escándalo. La provocación era resultado de la incapacidad de hacer las cosas de un modo diferente al que actuaron. Hasta cuando trataban algo que coincidía con la aceptación general tenían problemas para ser comprendidos. Una entrevista de 1987 recogida por la PBS contiene una declaración donde Reed dice que nunca le gustaron los Beatles, y tampoco The Doors. Ambos intuyeron que si no eran lo suficientemente extremistas con su arte y su figura pública correrían el riesgo de ser absorbidos por una multitud de ruidos.