«The Raven» (Lou Reed, 2002)

Andy Warhol y Lou Reed, en la época de The Factory (©Mick Rock).

Andy Warhol y Lou Reed, en la épo­ca de The Fac­tory (©Mick Rock).

VIDAS PARALELAS (II)

Si es com­ple­jo tra­tar de sin­te­ti­zar en pocos párra­fos los años que vivió Poe cuan­do com­pu­so y publi­có El cuer­vo, en el caso de Lou Reed (vivió has­ta trein­ta años más) las notas bio­grá­fi­cas sobre el par­ti­cu­lar solo pue­den redu­cir­se a unas pocas con­si­de­ra­cio­nes, sal­pi­men­ta­das por inter­pre­ta­cio­nes per­so­na­les de quien redac­ta estas pági­nas. Reed no era muy dado a con­fiar en la pren­sa y tam­po­co fue pro­cli­ve al con­tar deta­lles de su pro­pia vida, un ras­go de carác­ter que lo dis­tan­cia del escri­tor (y de otros coe­tá­neos, por ejem­plo David Bowie). Al igual que Poe, Lou Reed ansia­ba el reco­no­ci­mien­to de su épo­ca, y lo con­si­guió rela­ti­va­men­te, pero su vida tras la con­se­cu­ción de esta obra no fue para nada dra­má­ti­ca ni auto­des­truc­ti­va, prin­ci­pal­men­te por­que ya tuvo bas­tan­tes exce­sos en sus años de la Vel­vet y en los inme­dia­ta­men­te posteriores.

La bio­gra­fía de Reed invi­ta a rela­cio­nar­lo con el mal­di­tis­mo más reple­to de tópi­cos. No lle­ga al ejem­plo extre­mo de Poe, quien pen­sa­ba que Dios le había dota­do de un gran talen­to para lue­go hun­dir­le en el ano­ni­ma­to, pero supo lo que sig­ni­fi­ca una vida com­pli­ca­da y vaga­bun­da. Su ficha en el anua­rio del ins­ti­tu­to es muy reve­la­do­ra: «A Lou le gus­ta el balon­ces­to, la músi­ca, y natu­ral­men­te, las chi­cas […] Para el futu­ro inme­dia­to, Lou no tie­ne pla­nes, sino que se toma­rá la vida tal como ven­ga». Es des­cri­to como un chi­co alto, de cabe­llo oscu­ro, «una de las gran­des con­tri­bu­cio­nes de Free­port al mun­do de la músi­ca». Es decir, que tenía un talen­to reco­no­ci­ble para la músi­ca, pero no se amol­da­ría a las con­ven­cio­nes, sabien­do que un carác­ter débil le vol­ve­ría escla­vo de sus segui­do­res, aun­que for­ta­le­za y pro­ca­ci­dad no ten­drían por qué ser sinó­ni­mos. Por eso a cada entre­vis­ta­dor le cos­tó años de encuen­tros y esfuer­zos pene­trar en la men­te de Reed: su des­con­fian­za no era una pose, no dis­tin­guía entre el segui­dor, el perio­dis­ta y el bió­gra­fo, y rara vez un bió­gra­fo o segui­dor suyo cree­rá lo pri­me­ro que un perio­dis­ta diga sobre él.

Es difí­cil no dar vuel­tas sobre lo mis­mo. Para noso­tros que­da la impre­sión del ros­tro arru­ga­do de Reed, que en su juven­tud tuvo tex­tu­ra de plas­ti­li­na, fue­ra del inevi­ta­ble plás­ti­co de The Fac­tory. «Exis­tía la sen­sa­ción de una vida deses­pe­ra­da, de estar al bor­de del abis­mo», dijo sobre el ambien­te cer­cano a The Fac­tory el bate­ría Wal­ter de Maria, que cono­ció a Reed en The Pri­mi­ti­ves antes de la lle­ga­da de Angus MacLi­seMau­reen Tuc­ker. Lo cono­ce­mos por sus inter­jec­cio­nes des­de el esce­na­rio, por su ten­den­cia al error como modo de hallar lo bueno. Nos sub­yu­gan las his­to­rias sobre él, cada vez que se cuen­tan pare­cen increí­bles y nue­vas, espe­ra­mos que detrás de cada una sur­ja un deta­lle que no cono­cía­mos. Muchas de esas anéc­do­tas nos fas­ci­nan y repe­len por igual, como cuan­do un Lou de seten­ta años se enfa­dó con Lars Ulrich, bate­ría de Meta­lli­ca, y le retó a un inter­cam­bio de gol­pes en el calle­jón del estu­dio don­de gra­ba­ban Lulu. Ulrich decli­nó la ofer­ta por­que Lou era exper­to en artes mar­cia­les. O la vez que res­pon­dió a un tipo: «Si escri­bes tan mal como hablas, nadie va a leer­te», fra­se que que­dó regis­tra­da en su direc­to más polé­mi­co. Abun­dan los tes­ti­mo­nios de perio­dis­tas que til­dan a Reed de mala influen­cia: en el verano de 1975, Les­ter Bangs pasó unos días envuel­to en vapor etí­li­co, en el trans­cur­so de los cua­les rom­pió la mitad de su colec­ción de dis­cos, des­tro­zó una puer­ta, con­fe­só a un ami­go que su poe­sía apes­ta­ba, mon­tó escán­da­los y se dedi­có a rom­per bote­llas de coñac con­tra el sue­lo, solo por el pla­cer de ver­las esta­llar. Y todo por cul­pa de Metal Machi­ne Music (1975), incor­dio des­con­cer­tan­te don­de los haya, que evi­ta­ba físi­ca­men­te el fin del mis­mo por el recur­so del últi­mo sur­co de la cuar­ta cara del vini­lo, que impe­día que la agu­ja del toca­dis­cos vol­vie­ra al ini­cio, obli­gan­do al oyen­te a actuar: que­dar hip­no­ti­za­do o sus­pen­der volun­ta­ria­men­te ese bucle que sona­ba a ple­na Revo­lu­ción Industrial.

En cuan­to a los direc­tos, una mues­tra míti­ca de su paso por Espa­ña fue el con­cier­to de junio de 1980 en el esta­dio Román Vale­ro (en Use­ra, Madrid). Con­ta­ba José Manuel Cos­ta en El País que una mani­fes­ta­ción de trans­por­tis­tas en Legaz­pi (don­de aho­ra está el SAMUR) retu­vo a la expe­di­ción de músi­cos duran­te tres cuar­tos de hora, y que fue­ron reci­bi­dos con latas, bote­lla­zos, insul­tos tan gra­ves como «¡Casa­do!» o «¡Carro­za!», y una ten­sión que fue impa­ra­ble. Cuan­do la audien­cia (a la que se había suma­do todo el que pudo sal­tar las vallas de acce­so al recin­to), en for­ma de hor­das san­gui­na­rias cubier­tas de lodo y cés­ped, vie­ron que la ban­da se mar­chó, inva­die­ron el esce­na­rio y arra­sa­ron con todo lo que encon­tra­ron a su paso.

Arriba, cubierta de «Rock-Comix» creada por Nazario. Abajo, la cubierta copiada por Brent Bai­ler para el álbum «Take no pri­so­ners».

Arri­ba, cubier­ta de «Rock-Comix» crea­da por Naza­rio. Aba­jo, la cubier­ta copia­da por Brent Bai­ler para el álbum «Take no prisoners».

Hay que aña­dir que tuvo sus emba­tes debi­dos al asun­to del pla­gio, aun­que en su caso no se tra­ta­ra de la impre­sión de un crí­ti­co o un lite­ra­to sobre simi­li­tu­des entre deter­mi­na­das expre­sio­nes o ver­sos, ni acu­sa­cio­nes sin fun­da­men­to sobre una supues­ta envi­dia hacia el talen­to de alguien. De hecho, más que un pla­gio se pue­de afir­mar direc­ta­men­te que fue un robo. La por­ta­da de su dis­co en direc­to Take no pri­so­ners (1979) se ser­vía de un dibu­jo de Naza­rio Luque que ilus­tra­ba el cuar­to núme­ro de la publi­ca­ción Rock-Comix (1976), dedi­ca­do pre­ci­sa­men­te a Lou Reed y a la Vel­vet Under­ground. Para ocul­tar el agra­vio, y supo­ne­mos que en pre­vi­sión de una pró­xi­ma visi­ta de Reed a Espa­ña para oto­ño de 1979, la RCA cam­bió la por­ta­da por una foto­gra­fía de archi­vo. ¿Cómo se des­cu­brió? El núme­ro de enero de ese año de Dis­co Exprés nos lo expli­ca: «Un espía le tra­jo a nues­tro cola­bo­ra­dor Igna­cio Julià una copia del Take no pri­so­ners […] repro­du­ci­mos aquí la por­ta­da por­que la cosa tie­ne su miga […] ¿Advier­ten algu­na dife­ren­cia? Un anun­cio del fon­do de la calle, unas letras cam­bia­das, el coche un poco más lar­go… solo eso y el que Naza­rio estam­pó su fir­ma en un papel dibu­ja­do a la izquier­da (que ha sido borra­do) […] Va de reco­chi­neo. El pla­gia­dor intré­pi­do es un men­da lla­ma­do Brent Bai­ler. La direc­ción artís­ti­ca corre a car­go de un tal Donn Daven­port. Naza­rio, Cee­se­pe, Rubia­lesRock-Comix no apa­re­cen por nin­gún lado». No es un inci­den­te anec­dó­ti­co: apa­re­ció en El Mun­do, en El Perió­di­co de Cata­lun­ya, y has­ta ocu­pó una pági­na en Cam­bio 16, don­de se podía com­pro­bar que el señor Bai­ler tomó «pres­ta­das» otras ilus­tra­cio­nes de la revis­ta para el inte­rior del libre­to. Lou reac­cio­nó a la deman­da como hubie­ra hecho Poe, cuan­do le pre­gun­ta­ron por lo suce­di­do: «¿Cómo pue­den exi­gir­me una com­pen­sa­ción cuan­do repro­du­je­ron mis letras por la cara? ¡Ellos fue­ron los ladro­nes!». La ver­dad es que la por­ta­da y el con­te­ni­do del dis­co expli­can muy bien cómo era el Lou Reed de la épo­ca y la ima­gen común que aún se tie­ne de él: «Reed encar­na­ba un Nue­va York fas­ci­nan­te, de sexua­li­dad poli­mor­fa y ten­ta­do­ra heroí­na (tar­da­mos en saber que, real­men­te, la dro­ga de aquel círcu­lo eran las anfe­ta­mi­nas). En por­ta­da, Naza­rio ima­gi­na­ba un per­so­na­je muy Walk on the wild side: tenía cabe­za rapa­da, ves­tía chu­pa de cue­ro, short, medias con ligue­ros y botas de domi­na­trix», des­cri­be Die­go Man­ri­que. El esce­na­rio tam­bién es muy impac­tan­te: la som­bra del per­so­na­je pro­yec­ta­da sobre un char­co de mea­do, la mon­ta­ña de basu­ra vol­ca­da sobre la ace­ra, de altu­ra has­ta las rodi­llas, la calle desier­ta y un hom­bre al fon­do que no invi­ta a una char­la sobre arte o reli­gión. La arqui­tec­tu­ra de los edi­fi­cios recor­ta­dos con­tra el ano­che­cer no per­mi­te orien­ta­ción al visi­tan­te. Poe se per­de­ría muy a sus anchas por allí, con­ver­san­do con un ángel negro.

El direc­to, en pala­bras de Rafa Cer­ve­ra, está lleno de cinis­mo y de un sar­cas­mo que «no res­pe­ta a nada ni a nadie […] Take no pri­so­ners […] sig­ni­fi­ca en cier­to modo lo más pare­ci­do que ha hecho a Metal Machi­ne Music: sin com­pro­mi­so, sus­ti­tu­yen­do la músi­ca […] por el espu­to ver­bal, hur­gan­do has­ta con­se­guir que bro­te la san­gre. Nadie debe­ría sor­pren­der­se ni asus­tar­se. Una vez más, esta­mos hablan­do del mis­mo autor que habló de heroí­na en los días del LSD, que can­tó a los láti­gos y al cue­ro ante el horror de la cama­da hippy. Que hizo del rui­do una ven­ta­ja para el pop, y de su pre­sen­cia, una cruz para los disec­cio­na­do­res de acor­des. Cuan­do Les­ter Bangs dijo que la músi­ca moder­na comen­za­ba con la Vel­vet Under­ground no esta­ba exa­ge­ran­do». Este per­fil de Reed como pro­fun­do cono­ce­dor del lado oscu­ro del rock es el que pre­va­le­cía cuan­do edi­tó The Raven, y toda­vía per­si­gue su tum­ba, por mucho que en sus últi­mas dos déca­das el ani­mal de ros­tro caver­no­so hubie­se apren­di­do a sua­vi­zar su carác­ter (nos dio las gra­cias a todos por nues­tras ora­cio­nes y por preo­cu­par­nos de su híga­do, y has­ta exis­ten fotos en las que son­ríe), qui­zá a fuer­za de gra­bar poco mate­rial, de ocu­par­se con otras acti­vi­da­des más enri­que­ce­do­ras para él como el tai­chi o la poe­sía (que nun­ca había aban­do­na­do real­men­te). El cam­bio de vida cuan­do se entra en la últi­ma eta­pa, con trans­for­ma­cio­nes entre las que se cuen­tan una abier­ta preo­cu­pa­ción por estar sano, abra­zar una espi­ri­tua­li­dad o tomar­se las cosas con más cal­ma no es un epi­so­dio exclu­si­vo de Reed. Pero es uno de los esca­sos gran­des nom­bres del rock en los que ese giro resul­ta creí­ble, pre­ci­sa­men­te por­que su tem­pe­ra­men­to seguía sien­do amar­go. Y The Raven con­ser­va esa esen­cia crea­ti­va y vital del neo­yor­quino en ese pun­to exac­to de su lar­guí­si­ma carrera.

David Bowie, Iggy Pop y Lou Reed en The Dorchester (©Mick Rock, 1972).

David Bowie, Iggy Pop y Lou Reed en The Dor­ches­ter (©Mick Rock, 1972).

Exis­ten tres perío­dos reco­no­ci­bles en su dis­co­gra­fía. El pri­me­ro es muy obvio: la Vel­vet Under­ground, que aban­do­nó en cuan­to se can­só de The Fac­tory y de dis­cu­tir con John Cale, y deci­dió que para hacer­se un nom­bre tenía que dejar atrás el para­guas de Andy Warhol. El siguien­te perío­do, el de los años seten­ta, pro­du­jo obras tras­cen­den­ta­les, afi­la­das, oscu­ras, un rock que fue des­po­ján­do­se len­ta­men­te de la esté­ti­ca glam (pero con el cue­ro has­ta el final) y crean­do los álbu­mes más áspe­ros, los más expe­ri­men­ta­les y tris­tes, los que con­te­nían sus can­cio­nes más cono­ci­das (hablar de éxi­to como tal es casi un insul­to en este con­tex­to), los que se nutrían en bue­na medi­da del asfal­to de Nue­va York, los que aspi­ra­ban a una cier­ta reden­ción con su públi­co. La últi­ma eta­pa, que abar­ca des­de los ochen­ta has­ta el fin de su vida, con­tie­ne momen­tos mági­cos como la reu­nión con Cale para home­na­jear a Warhol, sus dis­cos The Blue Mask (1982) o Magic and Loss (1992), o el de su revi­sión de Poe; pero es un Reed tan can­sa­do y falli­do a ratos como aten­to e incan­sa­ble en otros, son años de ago­nía crea­ti­va y éxta­sis de vida. Fue en los años fina­les cuan­do cum­plió con auten­ti­ci­dad lo que comen­ta­ba su anua­rio del ins­ti­tu­to: tomar­se las cosas tal cual lle­ga­ran. La mayor per­ver­sión que pue­de acha­cár­se­le en sus últi­mos vein­te años es la de incli­nar­se por la pala­bra escri­ta; con The Raven, inde­pen­dien­te­men­te de sus erro­res y acier­tos, había recu­pe­ra­do algo de sus mejo­res com­po­si­cio­nes: la capa­ci­dad de ir a la abs­trac­ción, al sím­bo­lo, don­de se escon­día su autén­ti­ca voz, el sitio don­de exis­tía la posi­bi­li­dad de tocar al res­to de los mor­ta­les y diluir­se en la quie­ta huma­ni­dad. Ser un hom­bre para la mul­ti­tud. No es que qui­sie­ra per­te­ne­cer, según su defi­ni­ción, a un gru­po para las masas, pero sí se veía a sí mis­mo como «un gui­ta­rris­ta a quien le gus­ta las crí­ti­cas. No soy tan com­pli­ca­do…», ase­gu­ró a la revis­ta Mojo.

Reed tuvo hue­co en su cuer­po y en su músi­ca para la bús­que­da del amor, de una for­ma más pura que la de Poe. En The Raven lo reco­no­ce abier­ta­men­te. Inclu­so en Ber­lin (1973), con ese tras­fon­do de malos tra­tos, adic­ción, locu­ra y sui­ci­dio (sobre una cama que nos recuer­da a la de Ligeia; y es que Ber­lin tam­bién fue la obra favo­ri­ta de Reed, tan­to como Ligeia fue la pre­fe­ri­da de Poe), lo que nos que­da es la impos­ta­da apa­tía de Jim, que final­men­te es la del mode­lo social de aque­lla ciu­dad par­ti­da por el Muro. Cito a Rafa Cer­ve­ra: «Jim cura sus heri­das con una fal­sa indi­fe­ren­cia que se extin­gui­rá débil­men­te cuan­do vuel­van a asal­tar­le los recuer­dos de Caro­li­na en aquel peque­ño café». La muer­te es la que ter­mi­na de sellar esa rela­ción. Ver­da­de­ra­men­te duda­mos de que ese amor que­de des­com­pues­to (solo se des­com­po­nen los cuer­pos), y si alguien tie­ne la cul­pa de que sal­ga mal es la pro­pia Ber­lín. A lo lar­go de las déca­das, ese dis­cur­so impla­ca­ble sobre el amor se tor­na­rá ama­ble a medi­da que va cons­tru­yen­do una rela­ción esta­ble. Com­pa­ran­do a los dos vemos que en Poe, aun­que se expre­se car­na­li­dad, el amor es inexis­ten­te, nun­ca cesa de ser des­truc­ti­vo. La muer­te no ayu­da a res­pi­rar la tra­ge­dia sino que la con­vier­te en una nie­bla, el des­tino se con­sa­gra a su ver­tien­te más des­pia­da­da. El amor en Poe es vam­pí­ri­co y devo­ra­dor, los aman­tes se muer­den los labios has­ta hacer­los san­grar. Con­tie­ne, como decía D. H. Law­ren­ce, «una eléc­tri­ca atrac­ción más que una comu­nión». Es un amor impo­si­ble de satis­fa­cer por­que la ama­da está rodea­da del res­plan­dor del opio. En Reed lo que per­ci­bi­mos es la indo­len­cia de los adic­tos, la pesa­dum­bre y la escla­vi­tud de los sen­ti­mien­tos, pero espe­ran­do algu­na for­ma de reden­ción. Son enfo­ques simi­la­res en la super­fi­cie, tan dis­tin­tos bajo la piel.

En el aspec­to fami­liar no fal­tan anéc­do­tas que hagan cre­cer la leyen­da, que apo­yen el para­le­lis­mo con la vida ator­men­ta­da de Poe. En 1959 sus padres lo some­tie­ron a una tera­pia elec­tro­con­vul­si­va para ase­gu­rar­se de que la homo­se­xua­li­dad a la que pare­cía apun­tar el joven se cura­ra com­ple­ta­men­te. Fue­ron tres sesio­nes sema­na­les duran­te dos meses. Tam­bién valió como excu­sa la depre­sión y la acti­tud rebel­de del mucha­cho. Tuvo pro­ble­mas de memo­ria y, como dijo en repe­ti­das oca­sio­nes, siem­pre car­ga­ba con esa expe­rien­cia sobre él; sin embar­go, se per­mi­tió bro­mear sobre el tema con su bió­gra­fo Vic­tor Boc­kris: «fue algo trau­má­ti­co, pero de todas mane­ras me intere­sa­ba la elec­tri­ci­dad». Estan­do en la uni­ver­si­dad de Sira­cu­sa con­tra­jo hepa­ti­tis, y sus expe­rien­cias con las dro­gas fue­ron el pri­mer esbo­zo para su tema Heroin. El otro pun­to rese­ña­ble, por su cer­ca­nía al mun­do del com­po­si­tor de El cuer­vo, fue la admi­ra­ción hacia su men­tor y maes­tro, el poe­ta Del­mo­re Sch­wartz, a quien dedi­có la can­ción «My Hou­se» del dis­co The Blue Mask. Sch­wartz, que impar­tía cla­ses de escri­tu­ra crea­ti­va, era alcohó­li­co, depre­si­vo y para­noi­co, y su poe­sía des­tri­pa­ba auto­bio­gra­fía has­ta el deta­lle, como si habla­ra de su doble y se per­mi­tie­ra el lujo de ser cruel con él. Esto influ­yó en la for­ma de escri­bir de Reed. Decía John Cale sobre los pri­me­ros tex­tos que leyó de su com­pa­ñe­ro de ban­da que sus can­cio­nes «pare­cían pedir per­dón por exis­tir». Sch­wartz falle­ció con cin­cuen­ta y dos años y es el pro­to­ti­po de hom­bre joven inte­lec­tual­men­te dota­do pero dema­sia­do ate­rro­ri­za­do por la vida. Es posi­ble que mien­tras Reed reci­ta­ba aque­llos poe­mas en la fies­ta de Hallo­ween de Hal Will­ner, recor­da­ra ins­tan­tes simi­la­res con Sch­wartz de com­pa­ñe­ro, el recuer­do sobre­vo­lan­do la men­te del músi­co con sus plu­mas negras de cuer­vo: «Y mi alma, / del fon­do de esa som­bra que flo­ta sobre el sue­lo, / no podrá libe­rar­se. / ¡Nun­ca más!». Así aca­ba el poe­ma de Poe.

La magia y la atrac­ción por lo eso­té­ri­co cau­ti­vó la ima­gi­na­ción de los dos auto­res. En Poe es evi­den­te y uni­for­me, pero en Reed habría que estu­diar por sepa­ra­do bre­ves pasa­jes de Magic and Loss, su álbum de New Age sobre el Hud­son, y sobre todo remon­tar­nos al Whi­te Light / Whi­te Heat de la Vel­vet (1968). Una de las lec­tu­ras que acom­pa­ña­ron a Reed duran­te años fue A Trea­ti­se on Whi­te Magic, publi­ca­da en 1934 y escri­ta por Ali­ce Bai­ley, que en el fon­do no es más que un tra­ta­do de teo­so­fía, con muchos com­po­nen­tes de budis­mo y poco de la intui­ción y la mito­lo­gía que se supo­ne lle­va a la Ver­dad Eter­na, algo que se lle­va­ba de moda en los sesen­ta. Lou se arre­pin­tió un poco (aun­que en abso­lu­to esta­ba dis­pues­to a car­gar con la cul­pa) de con­du­cir a gen­te tan influen­cia­ble como Jonathan Rich­man (véa­se repor­ta­je en SPIN) a la lec­tu­ra del manual que, en lo esen­cial, con­te­nía refe­ren­cias sim­bó­li­cas para inter­pre­tar sue­ños y esta­dos de áni­mo que lue­go podían ser emplea­dos con cier­ta sabi­du­ría. El libro des­per­ta­ba sin duda el inte­rés del gui­ta­rris­ta, con la idea del insec­to como repre­sen­ta­ción del ego, la lec­tu­ra de su aura ardien­te (con notas de azul y ver­de), la fór­mu­la de sana­ción japo­ne­sa basa­da en la pro­yec­ción de luz blan­ca, y el des­cu­bri­mien­to de que una de sus 1143 vidas pasa­das incluía a un reve­ren­do afin­ca­do en Los Ánge­les lla­ma­do Doug.

Un últi­mo nexo entre Reed y Poe lo loca­li­za­mos en su pre­dis­po­si­ción al escán­da­lo. La pro­vo­ca­ción era resul­ta­do de la inca­pa­ci­dad de hacer las cosas de un modo dife­ren­te al que actua­ron. Has­ta cuan­do tra­ta­ban algo que coin­ci­día con la acep­ta­ción gene­ral tenían pro­ble­mas para ser com­pren­di­dos. Una entre­vis­ta de 1987 reco­gi­da por la PBS con­tie­ne una decla­ra­ción don­de Reed dice que nun­ca le gus­ta­ron los Beatles, y tam­po­co The Doors. Ambos intu­ye­ron que si no eran lo sufi­cien­te­men­te extre­mis­tas con su arte y su figu­ra públi­ca corre­rían el ries­go de ser absor­bi­dos por una mul­ti­tud de ruidos.

(Con­ti­nuar –>)

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