VIDAS PARALELAS (I)
Poe y su familia llegaron a Nueva York en abril de 1844. El propósito de la enésima mudanza era el de siempre: comenzar una nueva etapa, superar las dificultades económicas, centrar la carrera literaria de Poe, no probar ni gota de alcohol. Y decimos ni gota porque como ocurre con muchos alcohólicos (Poe fue un asiduo de las primeras reuniones de Alcohólicos Anónimos), el escritor no necesitaba grandes cantidades para caer de nuevo en un círculo vicioso: un par de tragos de vino le soltaban la lengua y le nublaban el entendimiento, lo que le hacía beber aún más, inclinándole a la demencia, poniéndole a recorrer calles sin rumbo fijo, envuelto en su levita española, apartando la ojerosa vista de maníaco a quienes se cruzaban con él hasta que la tardanza en regresar a casa pusiera en marcha el habitual procedimiento de búsqueda de su persona. Su principal problema era la falta de control de su temperamento y una tendencia fatal a la exageración, un carácter más destructivo que el alcohol. Poco antes de ir a Nueva York, en cada episodio de desesperación (por su situación laboral y la delicada salud de Virginia), bebía a pesar de saber que volvería a recaer, o precisamente por ese conocimiento; en una carta dirigida a su suegra, la amiga y servil Maria Clemm (probablemente la única persona que podía parar a Poe en su ingesta de alcohol) le describía su comportamiento con enorme dramatismo: «enloquecía, con largos intervalos de una clarividencia terrible. Cuando me daban estos accesos de locura, me ponía a beber. Solo Dios sabe cuánto y cuántas veces». El alcohol no le permitía escribir, al contrario que el opio, que le impulsaba a tomar la pluma con frenesí.
Al instalarse en Nueva York, con algunos contratiempos para encontrar casa decente y un trabajo (ayudado por un contacto de Clemm, Nathaniel P. Willis, editor del diario donde publicaría El cuervo), Poe se propuso mantenerse sobrio y ser eficaz en sus tareas. Se alojaron en Greenwich Street. Poe daba paseos de corto recorrido. Por las noches escribía sin interrupción. Había cierta preocupación en él por subsanar de algún modo sus fracasos anteriores. En Filadelfia había desperdiciado oportunidades de hacerse funcionario; en 1842 acabó de mala manera su contrato con el Graham’s Magazine: él se declaró descontento por tener que usar su talento en una publicación de «imágenes lamentables, ilustraciones de moda, cuentos de música y amor», aunque también puede deberse a que tras una desaparición de tres días alguien había ocupado su mesa; se había vuelto inconstante en sus hábitos de narrador, cultivando al tiempo extravagancias como llevar su levita puesta del revés, o escribir a un catedrático acerca de su mostacho, «el cual admiro al fin y al cabo». Pero no hay que ser injustos con Filadelfia: allí obtuvo un premio de cien dólares por El escarabajo de oro, y lo que más nos concierne ahora, empezó a gestar el poema que le proporcionó fama, si bien en este punto de la composición el pájaro se trataba de una lechuza. Según Poe, la obra «estuvo acompañada de una gran cantidad de cálculos y experimentos técnicos que habrían fatigado a Milton y a Sófocles a la vez».
A lo largo de este texto hemos aludido a la relación de Poe con la prensa. No es un capricho: tanto él como Lou Reed mantuvieron posturas contradictorias con los medios de comunicación. O quizá sea más acertado decir que fueron hostiles con los periódicos, ya fuera ejerciendo la profesión en el caso del primero como sufriente personaje público en el de Reed. Poe había desdeñado la banalidad del Graham’s Magazine, pero su estreno en la prensa neoyorquina fue con la publicación de una historia sensacionalista como pocas. Se la conoce como El camelo del globo. Poe tomó el caso real de un tipo llamado Monck Manson que completó un viaje en globo desde Vauxhall Gardens, en Kennington, hasta Wilberg, Alemania. Fue un logro importante, pero a Poe se le ocurrió que podía adornarlo un poco y hacerlo más extraordinario. Así que redactó la historia en la que Mason se adelanta un siglo al primer cruce del Atlántico en globo, tripulando su ingenio equipado por válvulas y palancas de todo tipo. El titular del 13 de abril del New York Sun decía: «¡EL OCÉANO ATLÁNTICO CRUZADO EN TRES DÍAS! ¡LLEGADA A LA ISLA DE SULLIVAN DE UN GLOBO TRIPULADO INVENTADO POR EL SEÑOR MONCK MASON!» Se agotó la edición de la mañana y una extraordinaria de aquella tarde. Ni siquiera Poe pudo conseguir un ejemplar: «En mi vida he presenciado una excitación más intensa por hacerse con un periódico». Los vendedores pidieron precios exorbitados por la edición, y solo tras los estériles intentos de encontrar al señor Mason en la isla de Sullivan se llegó a pensar que la gesta podía ser un invento. El Sun se retractó dos días después, pero el relato increíblemente verosímil de Poe justificaba la edición.
Luego ejerció como «gacetillero mecánico» en el Evening Mirror. Su trabajo consistía en condensar artículos de otros diarios, buscar material de la prensa francesa que pudiera resultar interesante, y encontrar «material divertido». Willis, su jefe, hablaba muy bien de su «buen humor y buena disposición con que recibía cualquier sugerencia, lo puntual y cumplidor que era en el trabajo, lo alegre y atento que era cuando podría perfectamente haber sido indolente y distraído». Interiormente lo pasaba mal, el estado de su esposa empeoraba y no terminaban de salir las cuentas. Existen diversos testimonios sobre la ausencia de sonrisa en su rostro, incluso cuando se mostraba solidario con sus compañeros. Tampoco mostraba en público ni en la redacción su mentalidad morbosa y melancólica, ni siquiera cuando le llegó el éxito repentino un día de enero de 1845.
El abrumador número de reimpresiones de El cuervo hizo que a Poe se le adjudicara el apodo de inmediato. No pudo negarse: iba siempre de negro y cuando permanecía en pie su figura recordaba a la del ave. La gente iba por la calle diciendo «Nunca más» cuando se encontraba con un conocido. Una vez se presentó en la redacción acompañado de un actor famoso. Apagaron las lámparas para dejar el lugar en penumbra. Poe tendió el manuscrito de su poema al actor, y este lo recitó para regodeo de los presentes. El chico de los recados recordó que se sentía «como en trance». Un trance al que solo el morbo por la muerte o la admiración hacia una mujer hermosa puede inducir. Cuando le pedían recitar su poema, Poe procuraba excusarse diciendo que el acto de recitar «hacía arder su cerebro».
El éxito, sin embargo, no trajo una felicidad completa. Para empezar, las espectaculares cifras de difusión del poema no se tradujeron en ingresos para el bostoniano. Su situación laboral, una vez fugado a la revista rival (el Broadway Journal), no mejoró aunque pudo reeditar algunos de sus cuentos y poemas, y se ganó unas buenas broncas literarias con excompañeros y prácticamente con cualquiera que se las diese de poeta consumado; criticaba con fiereza el autobombo de la prensa cultural estadounidense, atacando el fraude de muchos escritores que reseñaban sus propios libros o elogiaban los de sus amigos, lo que sería un acto de valentía de no haber caído él en el mismo error. El ambiente de la ciudad tampoco ayudó, teniendo en cuenta que la idea original del traslado era la de despejarse, con todo lo que eso significa; al sentirse atrapado en la ajetreada rutina volvió a darse a la bebida, y ya ni se molestó en ocultarlo, de hecho, la prensa se hizo eco de ese vicio, ahora relevante por la recién adquirida fama del periodista. Se enfrentó a personas que se mostraban dispuestas a ayudarle, como el poeta James Russell Lowell; un conocido lo describió como «más inestable que el agua»; entre los apelativos que solían colocársele estaban los de celoso, infantil, teatral, miedoso, retador, autocompasivo, ambicioso… «una simple envoltura de hombre», dijo de él un amigo que acabó dejándolo por imposible.
Volvió a mostrarse inseguro con su labor creativa: el volumen de relatos que incluía «El gato negro» y «Los crímenes de la calle Morgue», recaudó cien dólares, siendo el libro que más vendió Poe en vida, y eso contando con elogios para su carrera de la American Review, de la Graham’s Magazine, del New York Express (según su crítica, El cuervo superaba «todo lo escrito incluso por los mejores poetas de nuestro tiempo»), o del New World, que calificó su poema de «salvaje y escalofriante», adjetivos por los que los jóvenes narradores actuales serían capaces de sacrificar a sus progenitores. Semejante apoyo no compensaba la penuria económica, ni la avanzada tuberculosis de Virginia, ni el sentimiento profundo de orfandad, ni el rencor hacia su padre adoptivo y a todos los escritores que cosechaban popularidad mientras él no conseguía encontrar paz. Intentó el adulterio, con «un amor completamente loco», que debía ser secreto pero no tardó en airear, reciclando poemas dedicados a Virginia en otro tiempo. Probó el láudano que tomaba Virginia para mitigar los dolores. Mezclaba el componente con especias como la canela o el azafrán, y con otros líquidos, sustituyendo el vino blanco original por vino dulce de Málaga, método de adulteración que popularizó el médico Thomas Sydenham en el siglo XVII; en una de sus mezclas pensó que podría añadir alcohol a sesenta grados, y que eso proporcionaría una muerte plácida y veloz. Abundan los relatos de testigos presenciando al periodista envuelto en un gabán del ejército, dialogando con una sombra y flotando sobre la niebla del East River. La muerte de Virginia, exactamente dos años después de la aparición de El cuervo en la prensa, anticipaba la suya propia. Se cuenta que al no haber retrato de Virginia, la incorporaron en la cama para que una dama que la acompañó en los momentos finales realizara una acuarela. Esta escena maravilló a Poe.
Hubo días en los que no necesitaba beber para desmayarse. Se enzarzaba en disputas y demandas por difamación y plagio, por hastío y entretenimiento, básicamente. Se mudó a Baltimore, donde fue reclutado para manipular votos a cambio de vino, muriendo poco después en un hospital tras serle encontrado desmayado en el puerto. Al despedirse de unos antiguos amigos, los Talley, «después de bajar unos peldaños, hizo una pausa, se volvió y se quitó de nuevo el sombrero, en un último adiós. En ese momento, un brillante meteoro apareció por el cielo directamente encima de su cabeza, desapareciendo por oriente», cuenta Susan Talley.
El uso de sustancias químicas trajo a Poe como padre fundador de la cultura del ácido. El Dr. Werner Stoll (hijo de Arthur Stoll, pionero en el sintetizado de la ergotamina), tras convertirse en uno de los primeros bioquímicos en experimentar con el LSD (y convencerse de sus aplicaciones para la psicoterapia), afirmó quedar atrapado «en una vorágine de imágenes de mis lecturas de Edgar Allan Poe» durante su viaje. Por cierto, el doctor empleó el término maelstrom (en español, «torbellino»), que es el nombre otorgado a las corrientes (un remolino gigante para los antiguos navegantes) situadas al sur de las islas noruegas; estas corrientes fueron descritas por Poe y Julio Verne como una especie de vórtice que conducía al fondo del océano.