EL MUNDO QUE CONOCIÓ «EL CUERVO»
En la fecha de publicación de El cuervo la atención de los Estados Unidos estaba centrada en la anexión del territorio de Texas (entonces República de Texas, que ocupaba parte de lo que hoy es Nuevo México, Oklahoma, Colorado y Kansas), una adición nada sencilla. Intervinieron el nuevo presidente, James K. Polk, partidario abierto del Destino Manifiesto (doctrina política y social que aboga por la propagación hacia el oeste de la nación como parte de un destino progresista), el Congreso de Texas y los votantes de la nueva Constitución, para cuya redacción se empleó todo ese año. La adhesión de territorios incluía una serie de especificaciones respecto a la organización de los futuros estados y la cuestión más polémica: los impuestos entre estados (lo único, junto a la muerte, que se puede considerar seguro, decía Ben Franklin). Esta anexión (que no se completó hasta después de fallecer Poe) inició una sucesión de cambios en el mapa geopolítico y en la nueva legislación, haciendo peligrar dos proclamas muy americanas: todo problema tiene una solución y la naturalidad de movilidad social, es decir, la promesa de que las tierras lejanas son aún mejores que aquellas en las que uno se ha instalado.
Esta tensión entre fronteras (que conllevaban disputas sobre la trata y la distribución de la riqueza) influyeron en el ánimo de Poe de romper la barrera entre real e irreal, de situar a sus personajes en un entorno inquietante apenas pincelado con unos pocos detalles sobre su situación local y temporal; el periodista y aspirante a escritor se sentía fuera de lugar en la tierra donde nació: vivió su infancia en Gran Bretaña y luego en Virginia (que en esos años se consideraba territorio del Sur); sus costumbres, educación y principios eran sureños (como el apoyo a la esclavitud), hecho que le trajo complicaciones y acusaciones de todo tipo. Sus historias creaban incomodidad en una sociedad que se aferraba al nacionalismo y a una ansia creciente por la identidad del pueblo (debido a la pesadilla previa de un débil e ineficaz gobierno confederal). Los Estados Unidos de mediados del XIX eran un paraíso para los terratenientes (sobraba la tierra y la demanda de esclavos era altísima), ofrecían expectativas hereditarias, proporcionaban prestigio y anticipaban lo que luego sería la Revolución Industrial gracias al ferrocarril y al algodón, de modo que elementos extraños como Poe (cualquier literato en general) tenían que quedarse en grandes ciudades y compaginar su labor creativa con el denostado oficio del periodismo, desde luego no muy bien pagado.
A lo largo de sus cuarenta años de vida Poe vio cómo su nación pasaba de trece estados a abarcar todo el terreno hasta el Pacífico, ganando suelo a Francia, España, Gran Bretaña y México (Florida se convirtió en estado norteamericano apenas dos meses después de la publicación de El cuervo). Llegaban noticias del establecimiento de una nueva clase alta ociosa en el Sur (a la que él había pertenecido mientras estuvo bajo la protección de John Allan), la proliferación de sectas religiosas que buscaban reproducir el Gran Despertar de 1800, las carreteras que se usaban para delimitar los nuevos distritos electorales, la desconfianza hacia el inmigrante, una primera crisis financiera grave (por el precio abusivo del algodón, la impresión descontrolada y a la larga inútil de billetes de dos y cinco dólares, aparte de la implantación aún más descontrolada de bancos). El auge de la venta de tierras (hipotecadas hasta un 80%) amenazaba la reputación de los Estados Unidos como tomador de préstamos a crédito, una práctica que apenas funcionaba en los estados más antiguos y no estaba al alcance de cualquiera. Las posturas contrarias entre el Norte y el Sur se volvían más agresivas: Nueva Inglaterra se negaba a aceptar dinero del Sur (extendiendo luego sus reticencias al resto de los estados confederados) y Boston, la ciudad más poblada de esa región, capital también de uno de los dos estados ideológicos (Massachusetts y Carolina del Sur) tuvo que reforzar su seguridad, ya que todo el oro se acababa enviando allí.
Poe nunca quiso abandonar la costa este, o no pudo por la enfermedad de su mujer Virginia Clemm, o no se atrevió, por lo que buscó ganarse la vida en Boston y posteriormente en Filadelfia (la ciudad más importante del negocio editorial), Nueva York (lugar de composición de El cuervo) y Baltimore. Se negaba a ser un simple redactor y proyectó fundar su propio periódico (The Stylus, donde debería primar una ambiciosa calidad literaria), aunque su intención era vivir exclusivamente de la literatura en una época muy difícil: en 1837 sobrevino la primera gran depresión económica del país, aún más profunda y catastrófica que la de 1819, por una ola especulativa que hizo que los bancos frenaran los pagos en especie. Se rumoreaba que el presidente Andrew Jackson quería intervenir a los bancos (que solo podían conceder créditos libres de intereses para incentivar el patrón oro), y el Banco Central estaba desgastado por la obligación de comprar plata (un metal cuyo valor era muy fluctuante). Esa crisis duró cinco años y el desempleo creció hasta cifras alarmantes; un pánico colectivo del que sin duda Poe aprendió unos cuantos trucos para sacudir la inestable condición del alma del hombre.
Poe pretendía publicar pronto su poema y así dedicarse a buscar financiación para su periódico. Sin embargo, no pudo hacerlo inmediatamente: tuvo que ponerse al día con su dominio de la poesía, muy abandonada para poder sacar adelante esos cuentos que rendían beneficios para todo el mundo excepto para él. La idea original del periódico se retrasó varios años tras infructuosas negociaciones y ofertas para los suscriptores, quienes nunca conocieron del todo el objetivo de la publicación, muy poco definida en su línea editorial («Aquellos que gustan de la literatura sin ataduras, y la crítica sin guantes, deben remitir sus nombres como suscriptores», anunciaba en una carta, y eso supone una audiencia muy amplia o muy reducida, según se mire). Poe contaba con el apoyo de varios compañeros de oficio, confiaba en el valor comercial de sus relatos (aun conociendo las frustraciones que le deparó su arte), pero a la vez quería un papel caro («aunque de no demasiado refinado gusto»), formato grande, una impresión en negrita a una columna, ilustraciones con xilograbado (muy laborioso porque las planchas requerían una madera blanda que había que transportar del Sur), corresponsales en Berlín y Paris, pagar las nóminas altas de Nathaniel Hawthorne y números de más de cien páginas, una parte sustancial de las cuales tenía como objetivo ensañarse con las novedades literarias. El precio del periódico se estimaba en cinco dólares, lo que daba poco más que para cubrir la inversión en el caso de contar con más de quinientos suscriptores. Para hacernos una idea, el precio de un número de The Stylus era la mitad de lo que Poe cobraba de sueldo en el Boston Weekly Messenger. Por último, Poe no tenía talante de empresario, aunque se le daba bien el negocio editorial y nunca le fallaron amistades dispuestas a ayudarle. La mayor parte del tiempo soñaba con un éxito de ventas (tenía motivos para creer en ello, pues las revistas en las que colaboró aumentaban exponencialmente en su número de suscripciones) y poder continuar su obra con absoluta independencia, algo que no logró hasta el final de su vida y no del modo que esperaba.
Si Poe debió quedar conmocionado por la rapidez con que cambió su nación, imaginemos a Lou Reed viendo cómo ardían las Torres Gemelas, lugar emblemático de su ciudad, con las noticias de que el Pentágono estaba siendo atacado el once de septiembre del año que comenzó su verdadera obsesión por El cuervo con el montaje teatral de Robert Wilson. Como ciertamente nos costará imaginarlo, tomemos una declaración de la entrevista que mantuvo con Diego A. Manrique en noviembre de 2008 a propósito de «Fire Music», incluida en The Raven como un extenso ruido afilado por guitarras que parecían sacadas de un álbum de Nine Inch Nails: «Fue mi reacción ante el horror del 11‑S. Algo de tal magnitud no se puede expresar con una melodía convencional, con rimas más o menos ingeniosas». A estos ataques siguieron la posterior invasión estadounidense de Afganistán e Iraq (y su pobre justificación), y una progresiva paranoia por los ataques con ántrax recibidos en forma de esporas dentro de cartas destinadas a varios medios de comunicación nacionales, con lo que la tensión se condensó (y agravó tras los atentados de Madrid y Londres). Oriente Medio volvía a la actualidad occidental desde la Guerra del Golfo (a inicios de los noventa del siglo anterior), con la misma forma de manipulación de la información para intentar explicar los motivos del conflicto, y hoy continúan las secuelas de aquella intervención.
A lo largo de la primera década del siglo XXI otra invasión procedente de Estados Unidos traería un cambio social que afectaría (aunque no tanto como se nos ha hecho creer) a nuestra cosmovisión y el modo de comunicarnos e informarnos (sea porque nos hemos integrado a la colmena o porque tengamos dentro de nosotros la necesidad de refugiarnos en el lago Walden): la eclosión de las redes sociales y las crisis económicas consecutivas. La economía estadounidense entró en recesión poco después de los atentados en Nueva York, Pensilvania y Virginia (en parte porque el presupuesto para el ejército se incrementó de golpe y ni siquiera los recortes de impuestos para incentivar el consumo pudieron compensarlo); cuando la economía parecía remontar, hacia 2007, sobrevino la caída de empresas como Lehman Brothers (con todas las consecuencias que ya conocemos), esta concretamente fundada por un emigrante alemán el año posterior al fallecimiento de Poe. Como curiosidad, decir que Lehman Brothers comerció a lo largo de su historia con los productos e industrias más puramente americanos: algodón, tabaco, ferrocarril, modalidades crediticias como las subprime, y sobrevivió sin demasiadas dificultades al pánico de 1907 y también al Crack del 29, aunque no pudo evitar la quiebra en 2008. Paralelamente, surgió el concepto de los BRICS o mercados emergentes, que contribuyeron a desplazar a Europa del centro del mapa político alejando al continente del Nuevo Mundo. Para cuando Lou Reed presentaba en España su novela gráfica la actualidad internacional ponía la vista en la Primavera Árabe. La globalización y la velocidad a la que corren las noticias no permiten ponernos de acuerdo en si esta se originó en el Sahara Occidental o en Egipto y Túnez, pero en cualquier caso las manifestaciones del mundo árabe ejemplificaron las reivindicaciones de una sociedad occidental contradictoria y cada vez más pasiva, en proporción al fatalismo y la aparente precisión y valor de la información. Esta reflexión no es menor: Poe resulta hoy tanto o más apropiado que en su tiempo, y acudir a él como fuente es un acierto de Reed.
Con las evidentes diferencias entre ambos contextos, con todo lo extraña que una época puede resultar para la otra, y siempre bajo el principio de que cada revolución parece la última y definitiva en sus primeros quince minutos, ambos creadores coincidieron en observar los cambios producidos en su mundo como irreversibles y veloces, prometiendo explorar sus sombras hasta la obsesión. Lou Reed y Allan Poe fueron espectadores activos del vértigo, esperando el primer sonido de trompeta del Apocalipsis, apuntando a la náusea, la locura y la banalidad del espíritu del tiempo que les tocó vivir. Los dos contaron las cosas tal como eran, para su generación y para los hijos de sus hijos, desde las entrañas; podemos adivinar que eso no terminaba de resultar cómodo para sus contemporáneos, independientemente de su éxito, que es un indicador muy relativo para medir la influencia. Por último, tanto Edgar Allan Poe como Lou Reed repitieron durante su vida y con intensidad la misma estrofa mortal de El cuervo:
Mas el cuervo arrancó todavía
de mis tristes fantasías una sonrisa;
acerqué un mullido asiento
frente al pájaro, el busto y la puerta;
y entonces, hundiéndome en el terciopelo,
empecé a enlazar una fantasía con otra,
pensando en lo que este ominoso pájaro de antaño,
lo que este torvo, desgarbado, hórrido,
flaco y ominoso pájaro de antaño
quería decir graznando: «Nunca más».