LA CUESTIÓN DEL MAL
«La desgracia es plural. La desventura, en este mundo, es multiforme», nos dice Poe al comienzo de Berenice. No sabemos de dónde viene el mal, pero el mal sí sabe en qué lugar querríamos estar. En la cruda reflexión que propusieron Lou Reed y Edgar Allan Poe, en su exploración del lado más oscuro de la condición humana y su constante pregunta sobre el origen o el impulso destructivo del ser humano (hacia los demás y hacia sí mismo), se nos revela un concepto fundamental que no nos gusta escuchar demasiado: el pecado. Contrariamente a lo que solemos pensar, el pecado no es solo una acción incorrecta, un delito o una equivocación, es una segunda piel que no podemos arrancar, aunque quisiéramos, de nuestro cuerpo. Es por eso que el ser humano no es bueno o malo por principio, sino más bien una posibilidad. Todos tenemos la capacidad de causar un bien o un mal mayor. O como decía Fausto: «El Infierno está en nosotros». Poe debió escuchar esta idea desde su infancia, porque fue criado y educado en un entorno presbiteriano, parte del cual reflejó en relatos como William Wilson. Sus historias aparecen impregnadas de un fuerte trasfondo moral. A menudo sus narradores (que no son el mismo autor) se confiesan al lector, pero sin tratar de explicar lo que han hecho. Ese es el factor que más nos inquieta: no es que el mal que causan o reciben sus personajes carezcan de sentido, es que sencillamente no se justifican. Sea por culpa de una personalidad conflictiva, o por una adicción, los protagonistas de Poe sacan su miedo, sus obsesiones. El mal en Poe (y en Reed) es siempre intencionado. Poe sentó una base para entender sus relatos en El demonio de la perversidad (punto de partida para el experimento de Lou Reed). El escritor quería conocer del modo más profundo posible (modo extremo en el caso del neoyorquino) cómo opera ese «duende» que nos impele a hacer lo contrario de lo que sabemos que es correcto. En inglés, perversity tiene un matiz diferente al castellano: la contrariedad que acabamos de señalar. En castellano se tiende a pensar en lo perverso como en lo protervo, en lo insistente, en lo desordenado y hasta en el carácter intencionado. Es posible que nuestra tradición cultural y religiosa no nos ayude a pensar en el mal en otros términos que no sean los de la culpa y el escándalo. Pero el mal tiene una complejidad que la culpabilidad no resuelve.
Coincidiendo con la aparición de la novela gráfica de Reed y Mattotti apareció en nuestro país un curioso libro escrito por un abogado alemán, especializado en derecho penal. El libro de Ferdinand von Schirach, Crímenes, contenía historias verídicas que le habían sorprendido durante el ejercicio de su profesión. Además de lo insólitas que eran, todas aquellas historias conservaban un componente de complejidad que la culpabilidad exagerada, sin ningún otro ingrediente (digamos que compensatorio), había conducido hacia el peor camino posible. Al principio del libro recuerda a un tío suyo que solía decir: «La mayoría de las cosas son complicadas, y la culpabilidad es siempre un asunto peliagudo». Y es cierto. «Perseguimos las cosas, pero son más rápidas que nosotros y nunca logramos darles alcance», escribe von Schirach. Lo más inquietante de este libro (que tuvo su continuación debido al éxito comercial) es comprobar que, si apartamos el crimen en sí, nada diferencia a las personas que se sientan en un banquillo del juzgado de nuestra vida en el banco del transporte público o del médico. No estoy de acuerdo con la casualidad, o la suerte, que el abogado dice que rige nuestra vida, pero sí desde luego con la idea de que la culpabilidad es siempre un asunto peliagudo. Creamos o no que nuestro destino se encuentra fijado, nuestra responsabilidad está en el presente. Cuando uno lee un cuento de Edgar Allan Poe sabe que el personaje no acabará bien, o que lo hará pasar mal a alguien, pero nunca tendremos duda de que ese personaje pudo elegir entre el bien y el mal. El mal no procede de Alemania, dijo una vez Poe, sino de la «oscuridad de nuestras almas». Por lo tanto el miedo descrito por Poe no es de tipo ideológico o psicológico, sino un terror espiritual.
En cambio, o como complemento a lo anterior, Reed se interesa más por el estímulo. Añade un elemento de sorpresa, los restos que quedan de la catarsis de la tragedia griega: «Uno piensa en lo que esperaba que sería / y entonces se encuentra con la realidad» canta en «Who Am I? (Tripitena’s Song)». La perversidad a que aludimos tiene para él un componente masoquista: importa la culpa que sigue a la infracción. ¿Por qué hacemos una y otra vez lo que no queremos? Es lo mismo que se pregunta Pablo de Tarso en Romanos 7:15. «Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago». Se dice dentro de una reflexión sobre el pecado dando a entender que, si comprendemos la causa de un mal (no su justificación) es porque tenemos un bien con el que establecer una comparación. En la discografía de Reed no se busca el origen del bien. Por eso encaja la obra de Poe en la de Reed, sobretodo en su etapa de madurez, adonde pertenece The Raven: no tratemos de explicar o buscar argumentos que puedan convenir al mal. Este disco, acompañado de los relatos de Poe, nos promete una vez más un paseo por la zona oscura de nuestras almas. El peligro está en que disfrutemos paseando.