«SPECTRE» (Sam Mendes, 2015)

QUÉ NOS CUENTAN

James Bond se encuen­tra en Méxi­co movien­do el esque­le­to en el Día de los Muer­tos y allí tro­pie­za con Mar­co Scia­rra, un cri­mi­nal sin el que el mun­do esta­ría mejor, por lo que le da mata­ri­le, no sin antes qui­tar­le un ani­llo (su teso­ro) que tie­ne gra­ba­do un extra­ño sím­bo­lo en for­ma de pul­po. Al regre­sar a Lon­dres, «M» le echa la bron­ca por el lío buro­crá­ti­co que se ha mon­ta­do con los mexi­ca­nos y de la rabie­ta que le entra deci­de borrar­le los dos ceros reti­rán­do­le la licen­cia, lo que sig­ni­fi­ca que para matar a alguien ten­drá que pedir per­mi­so. Ade­más, Mallory, que así se ape­lli­da el nue­vo jefe, tie­ne que lidiar con Moriarty, digo con Max «C» Den­bigh, que se le ha cola­do en la agen­cia con la inten­ción de des­man­te­lar­la, así que no está con ganas de broma.

Craig rememorando al Barón Samedi del primer Bond de Roger Moore, y con la chica mexicana que se muere por sus huesos.

Daniel Craig reme­mo­ran­do al Barón Same­di del pri­mer Bond de Roger Moo­re, en com­pa­ñía de una mexi­ca­na que se mue­re por sus huesos.

Pen­san­do que lo del pul­po del ani­llo va con segun­das y que siguien­do la pis­ta se reen­con­tra­rá con Maud «Octo­pussy» Adams, Bond via­ja a Roma (por­que ¿de dón­de va a ser un tipo que se ape­lli­da Scia­rra?) y se lle­va un chas­co al no dar con el ras­tro de la del cir­co, pero sí con una viu­da, la del mafio­so, que corre peli­gro y a quien aca­ba con­so­lan­do com­por­tán­do­se, cla­ro, como un pul­po des­pués de dar­le un piqui­to y ella se rin­da a sus encan­tos dicién­do­le, de paso, que su mari­do per­te­ne­cía a un gru­po muy pode­ro­so, y casual­men­te los miem­bros se van a reu­nir en un cas­ti­llo para hacer a saber qué.

En este encuentro hubo gatillazo, no se explica tan poca química.

En este encuen­tro hubo gati­lla­zo, no se expli­ca tan poca química.

Tras dejar a la seño­ra Scia­rra, des­co­no­ce­mos si satis­fe­cha o a medio hacer, tan rápi­do ha ido lo de estos dos, 007 se cue­la en el cas­ti­llo ense­ñan­do la sor­ti­ja del pul­po, y allí asis­ti­mos con él a una de esas reunio­nes típi­cas de Spec­tra (que es como se cono­ce a Spec­tre en Espa­ña, de toda la vida, igual que Sili­con Valley siem­pre será «el Valle de la Sili­co­na» (¡viva la tra­duc­ción libre!): una sala con su corres­pon­dien­te mesa enor­me que sería la pesa­di­lla de la seño­ra del anun­cio de O’Ce­dar, un mon­tón de mal­va­dos ele­gan­tes rin­dien­do cuen­tas, y el tipo al que no se le ve la cara pre­si­dien­do el cota­rro. Tam­bién cono­ce­mos a Mr. Hinx, ese arma­rio rope­ro que habla poco, pero es sufi­cien­te con saber que repar­te hos­tias como panes. Estas reunio­nes siem­pre aca­ban igual, a saber: uno de los malo­tes no enca­ja en la socie­dad secre­ta y le sacan del gru­po de muy malas mane­ras. Hoy le ha toca­do a un tal señor Gue­rra, que por su acen­to debía ser de Sala­man­ca por lo menos. El jefa­zo de todos ellos, que per­ma­ne­ce en penum­bra, está al corrien­te de que James Bond se ocul­ta en el ten­di­do obser­van­do la fae­na, y se diri­ge a él como si hubie­ran teni­do lío de antes, a lo que Bond, que se que­da con cara de «a ti te conoz­co de algo, pája­ro», res­pon­de huyen­do por­que no le gus­ta enta­blar con­ver­sa­ción con alguien a quien no le hayan pre­sen­ta­do antes.

Uno de los objetivos de Spectre es la desforestación para hacer mesas como esta.

Uno de los pla­nes malig­nos de Spec­tra es la defo­res­ta­ción para hacer mesas como esta.

Mien­tras, Money­penny, Tan­ner y «Q» han hecho inves­ti­ga­cio­nes a espal­das de su supe­rior para saber de qué mar­ca es lo del pul­po y des­cu­bren que los malos de las tres pelí­cu­las ante­rio­res per­te­ne­cían al mis­mo club, aun­que nin­guno de ellos lle­va­ra ani­llo. Todos están muer­tos, cla­ro, menos el señor Whi­te, a quien 007 encuen­tra escon­di­do en una cho­za y con el que man­tie­ne una char­la en la que el tipo le repi­te lo que ya le dijo en Quan­tum of Sola­ce: que los malos están por todas par­tes y que el MI6 no tie­ne ni idea de lo que está pasan­do. Bond le va pre­gun­tan­do al esti­lo San­dro Rey, a ver si acier­ta algo, has­ta que, tiran­do del hilo, se ente­ra de que Whi­te tie­ne un hijo (no, una hija) psi­quia­tra que tra­ba­ja en una clí­ni­ca en los Alpes sui­zos y sabe cosas. Al agen­te ya le va bien por­que le encan­ta la nie­ve y se ha que­da­do algo mus­tio des­pués de lo de la viu­da ita­lia­na. No diré lo que le pasa a Whi­te, pero sos­pe­cho que no sal­drá en más películas.

El señor White es el único que no ha pasado por el departamento de estilismo.

El señor Whi­te es el úni­co que no ha pasa­do por el depar­ta­men­to de estilismo.

Total, que 007 se acer­ca un rato a los Alpes a cono­cer a la psi­quia­tra que, para qué enga­ñar­nos, en lo físi­co sigue el patrón esté­ti­co de la cien­tí­fi­ca nuclear Christ­mas Jones (de El mun­do nun­ca es sufi­cien­te), es decir, toda muy rea­lis­ta, muy «de ver­dad». La chi­ca no es ton­ta, sabe mucho de todo, has­ta lo de Spec­tra, y pare­ce que Bond no le hace ascos a que lo acom­pa­ñe el res­to de la pelí­cu­la, des­pués de que la Belluc­ci en su papel de viu­da, la ver­dad, como que no.

Motivo por el que el personaje de la viuda se quedó en ná.

Moti­vo por el que el per­so­na­je de la viu­da se que­dó en ná.

Para no alar­gar­me dema­sia­do, resul­ta que el tipo incor­dio de la reu­nión del cas­ti­llo es Franz Oberhau­ser, un maja­re­ta que coin­ci­dió con Bond cuan­do el héroe per­dió a sus padres. Era esa épo­ca difí­cil en la que tie­nes acné y polu­cio­nes noc­tur­nas. Aho­ra, con otro nom­bre, ha regre­sa­do para ven­gar­se por­que de niño se lo hizo pasar mal y, ya pues­tos, va a con­tro­lar la segu­ri­dad del mun­do y a pla­near muchas mal­da­des. En un des­cui­do, el gra­nu­ja atra­pa a Bond y a la doc­to­ra Made­lei­ne Swann, que así se lla­ma la chi­ca, se los lle­va al crá­ter de un vol­cán don­de tie­ne mon­ta­do el chi­rin­gui­to, que mira tú si no habría otros sitios más a mano y, por raro que parez­ca, a pun­to están de morir y todo. Si que­réis saber cómo se resuel­ve el lío lo mejor es ir a ver­la y aguan­tar has­ta los últi­mos vein­te minu­tos, que son los que no os cuento.

VALORACIÓN

A Bond nunca se le arruga el traje.

A Bond nun­ca se le arru­ga el traje.

Han pasa­do nue­ve años des­de el estreno de Casino Roya­le (Mar­tin Camp­bell, 2006), pri­me­ra obra de la tetra­lo­gía bon­dia­na pro­ta­go­ni­za­da por Daniel Craig, ciclo que, si no cam­bia la direc­ción del vien­to y aumen­tan los ceros de su che­que, ya pode­mos dar por fini­qui­ta­do. Ha sido el perio­do de mayo­res cam­bios de la fran­qui­cia, influen­cia­dos por los esti­los vigen­tes en el cine de acción de nues­tros días, de la mis­ma mane­ra que en su tiem­po la eti­que­ta «007» repre­sen­tó un cam­bio en la con­cep­ción de la narra­ti­va fíl­mi­ca en su géne­ro. La cin­ta ini­cial de esta penúl­ti­ma épo­ca lle­gó lacra­da por las pau­tas que Doug Liman, Tony Gil­royPaul Green­grass defi­nie­ron en la serie de otro «J. B.» lite­ra­rio, Jason Bour­ne, mos­tran­do una cru­de­za y vero­si­mi­li­tud fue­ra de dis­cu­sión en sus momen­tos álgi­dos, lo que ya de por sí mar­ca­ba dife­ren­cias con las locu­ras que había­mos vis­to en las adap­ta­cio­nes del per­so­na­je crea­do por Ian Fle­ming, y que lle­ga­ron al paro­xis­mo en esa gran bou­ta­de que es Mue­re otro día (Lee Tamaho­ri, 2002). El Casino Roya­le de Camp­bell ya está con­si­de­ra­do como un clá­si­co por exce­len­cia, solo supe­ra­do en la serie por Gold­fin­ger (Guy Hamil­ton, 1964), film de la épo­ca dora­da de Sean Con­nery que defi­nió la fór­mu­la duran­te años. La mete­du­ra de pata que repre­sen­tó la, por otra par­te, orgá­ni­ca Quan­tum of Sola­ce (Marc Fors­ter, 2008), secue­la direc­ta de Casino Roya­le, no fue tan desas­tro­sa como para no con­fiar en remon­tar con un nue­vo pro­yec­to en el que enre­da­ron a un cineas­ta bien con­si­de­ra­do, Sam Men­des, que hizo de Sky­fall (2012) un relan­za­mien­to enco­mia­ble, acu­ñan­do de nue­vo las señas de iden­ti­dad de los per­so­na­jes ya cono­ci­dos, es decir, rese­tean­do la fran­qui­cia con todas las de la ley bajo las direc­tri­ces esti­lís­ti­cas que el, tie­rra­trá­ga­me, sobre­va­lo­ra­do Chris­topher Nolan ha hecho suyas a mayor glo­ria de sí mis­mo y del cine mayes­tá­ti­co. Den­tro de unos años, cuan­do a la fil­mo­gra­fía de Nolan se le abran las cos­tu­ras y nos demos cuen­ta del relleno que lle­va, se des­ta­pa­rá la esta­fa que nos ha cola­do y vere­mos enton­ces en qué que­da­rán las pro­duc­cio­nes que siguie­ron su este­la. A Sky­fall le pasa­rá fac­tu­ra el halo tras­cen­den­tal here­da­do del direc­tor de Incep­tion (2010), el toni­llo de «¡mirad que gran­de lo que esta­mos hacien­do, así nace un clá­si­co!» que Men­des asu­mió como pro­pio, con la com­pli­ci­dad de unos pro­duc­to­res en horas bajas a cau­sa del pati­na­zo de Quan­tum, moti­vo por el que acep­ta­ron nue­vas ideas que pudie­ran garan­ti­zar el éxi­to man­te­nien­do, así, su esta­tus. Pero qui­zás se sal­ve de la que­ma al haber sabi­do ges­tio­nar el pro­duc­to con­ser­van­do esa férrea dis­ci­pli­na que EON ha con­ver­ti­do en mar­ca de fábri­ca para que los direc­to­res no se les des­man­den. Tal vez fue­ra el des­fa­se nola­niano lo que moti­vó a los jefes, los her­ma­nas­tros Bar­ba­ra Broc­co­liMichael G. Wil­son, a ence­rrar a sus guio­nis­tas para escri­bir algu­nas de las esce­nas de la nue­va entre­ga aspi­ran­do helio.

«Hola, soy Bond, James Bond. Pero también podría ser Dom Cobb. O Leonard Shelby. O Bruce Wayne». Gracias, Nolan.

«Hola, soy Bond, James Bond. Pero sufro tan­to que tam­bién podría ser Dom Cobb. O Leo­nard Shelby. O Bru­ce Way­ne». Gra­cias, Nolan.

En el cie­rre de Sky­fall, John Logan, Neal Pur­vis y Robert Wade, artí­fi­ces del libre­to, nos deja­ron cla­ro que las aguas regre­sa­ban a su cau­ce: el MI6 vol­vía a tener a un «M» varón, quien ade­más ocu­pa­ba el des­pa­cho de siem­pre; Money­penny se situa­ba detrás del escri­to­rio; cono­cía­mos al arti­lle­ro «Q»; y 007, har­to de sufrir, asu­mía al fin su papel con la inten­ción de pasar­lo bien sedu­cien­do, matan­do y pidien­do mar­ti­nis. Todo que­da­ba nique­la­do para avan­zar un paso más hacia la recu­pe­ra­ción de los ele­men­tos comu­nes des­de 1962.

Hacien­do memo­ria, duran­te la pro­mo­ción del ante­rior títu­lo, y qui­zás cons­cien­tes de que se les había ido la pin­za con la dra­ma­tur­gia, los res­pon­sa­bles de la pro­duc­ción insis­tie­ron en que no nos preo­cu­pá­ra­mos dema­sia­do, que 007 no se iba a con­ver­tir en Tito Andró­ni­co, y que esta­ba pre­vis­to que la siguien­te cin­ta tuvie­ra más humor sin lle­gar a trans­for­mar el MI6 en la casa de la gua­sa, no nos vaya­mos a pasar. Efec­ti­va­men­te, Spec­tre reci­cla la (in)formalidad de las pelí­cu­las clá­si­cas, me atre­vo a afir­mar que rei­vin­di­can­do tan­to al Bond de Con­nery como, y aquí lo des­ta­ca­ble, al de Roger Moo­re, que ya está bien de cri­ti­car a quien sos­tu­vo la serie duran­te sie­te pelí­cu­las, suman­do un taqui­lla­zo detrás de otro y man­te­nien­do el nego­cio para que otros nue­vos ros­tros, inclu­so el de Craig, pudie­ran venir des­pués. Es cier­to que el dis­pa­ra­te, en algu­nas de las tra­ve­su­ras de Moo­re, fue tre­men­do, pero no lo es menos que las ocu­rren­cias mar­cia­nas, los chas­ca­rri­llos ton­tos y la acción de tebeo que tan­to se le cri­ti­can a las pelis diri­gi­das, en su mayo­ría, por John Glen, son los mis­mos recur­sos uti­li­za­dos aho­ra por Men­des, de tal modo que casi pare­ce que hayan recu­rri­do al copy­pas­te de los anti­guos guio­nes. He com­pro­ba­do que mucho públi­co se sigue mean­do de la risa con las nue­vie­jas pari­das de Bond, así que tan mal no lo debie­ron hacer en aque­llos años. O eso, o es que la gen­te se ha que­da­do con­ge­la­da en los ochen­ta. Tenien­do en cuen­ta lo que se ve, se lee y se vota, no creo estar apun­tan­do dema­sia­do bajo. Esto que­da refle­ja­do, sin ir más lejos, en la absur­da secuen­cia mexi­ca­na de los pre­tí­tu­los, con plano secuen­cia inclui­do (qué manía le estoy empe­zan­do a tener a esas tomas, ya sean reales o tru­ca­das; pare­ce obli­ga­do que en cual­quier pelí­cu­la haya una y, lo que es peor, que se des­ta­que siem­pre que se hable de ella. Inclu­so yo aca­bo de caer en la tram­pa). Los pri­me­ros minu­tos remi­ten a las ton­tu­nas de Moo­re, por mucho que Tho­mas New­man nos pre­ten­da enga­ñar con su músi­ca orques­tal y el mon­ta­je de Lee Smith jue­gue al disi­mu­lo dan­do caña a los momen­tos aéreos.

James Bond pensando en lo fácil que resulta todo cuando los vehículos no son tuyos.

James Bond pen­san­do en lo fácil que resul­ta todo cuan­do los vehícu­los no son suyos.

Ya pues­tos a tirar de archi­vo, tam­bién hay lugar para refe­ren­cias al Bond de Geor­ge Lazenby —la clí­ni­ca en la que tra­ba­ja la hija de Whi­te es un cal­co de la de Blo­feld en 007 Al Ser­vi­cio Secre­to de su Majes­tad (Peter Hunt, 1969) — ; al de Timothy Dal­ton (a Craig tam­bién le revo­can la licen­cia para matar); y al más recien­te de Pier­ce Bros­nan, en no pocos momen­tos. Es posi­ble que cier­to pasa­je recuer­de al encuen­tro en el tren con Ves­per Lynd de Casino Roya­le. Si es que todo está inven­ta­do, gen­te. Hay que reci­clar. Por cier­to, no se han olvi­da­do de recu­pe­rar el esti­lo de las silhouet­tes en los títu­los de cré­di­to, crea­das ori­gi­nal­men­te por Mau­ri­ce Bin­der, res­pe­tan­do de paso la rotu­la­ción tan carac­te­rís­ti­ca des­de Dr. No (Teren­ce Young, 1962) y que los fie­les echá­ba­mos de menos. Lás­ti­ma de can­ción prin­ci­pal, eso sí os lo admi­to. ¡Ah! Y la gun barrel regre­sa a su sitio como ele­men­to intro­duc­to­rio, y no como des­pe­di­da. Para que no fal­te de nada, has­ta han des­em­pol­va­do las cacha­rras a motor de otros tiem­pos (me pare­ce oír a Michael G. Wil­son gri­tan­do «¡llo­rad, nos­tál­gi­cos! ¡Muuuaaahahahaha!»): Que si el Aston Mar­tin reple­to de palan­cas, que si el Rolls Roy­ce de Auric Gold­fin­ger, que si la lan­cha sub­ma­ri­na con la que el doble cero nave­ga por el Táme­sis. Sin olvi­dar el gad­get más tra­di­cio­nal y soco­rri­do, el reloj de pul­se­ra con sor­pre­sa que, menu­da ocu­rren­cia, tam­bién da la hora.

Sí, es él.

Sí, es él.

En cuan­to al malo malo­so, ya sabía­mos de qué palo iba el per­so­na­je de Chris­toph Waltz por mucho que inten­ta­ran ocul­tar su iden­ti­dad bajo el nom­bre de Franz Oberhau­ser y que el pro­pio actor, pre­ten­dien­do des­pis­tar, nega­ra una y mil veces en sus entre­vis­tas con la pren­sa que fue­ra a resu­ci­tar al innom­bra­ble. Sólo con ver las fotos de la carac­te­ri­za­ción, con ese uni­for­me de cue­llo Mao y la pose de «te voy a leer la car­ti­lla ¡Y LO SABES!», fue sufi­cien­te para enten­der a quién está­ba­mos con­tem­plan­do. ¿Hace fal­ta decir más? Lo que no se acla­ra es en qué que­da Quan­tum, aque­lla orga­ni­za­ción que nos inten­ta­ron ven­der en las tres entre­gas ante­rio­res, una vez tene­mos a Spec­tra en cir­cu­la­ción. Decir de Waltz que cal­za muy bien al per­so­na­je en sus ape­nas tres apa­ri­cio­nes bre­ves, que ya son más de las que tie­ne la viu­da a la que encar­na Moni­ca Belluc­ci, quien se limi­ta a entre­gar­se a Bond y adiós muy bue­nas. Quie­nes acu­san el poco par­ti­do que se le saca al archi­ene­mi­go de 007, no deben estar al corrien­te de que en las pri­me­ras entre­gas ape­nas se le veían las manos aca­ri­cian­do al gato per­sa blan­co mien­tras sol­ta­ba su dis­cur­so en una bre­ví­si­ma esce­na. O que la pri­me­ra vez que des­cu­bri­mos su jeta, que fue la de Donald Plea­sen­ce, fue casi de refi­lón y para decir ape­nas un «Ola k ase» (por cier­to, qué «gui­ño» más aplau­di­ble le han hecho en Spec­tre). Tam­po­co es que Dave Bau­tis­ta, asu­mien­do la inter­pre­ta­ción de Mr. Hinx, se luz­ca en exce­so como matón de turno, ins­pi­ra­do, más que en el Jaws de Richard Kiel, ese con­tra­pun­to cómi­co que ha enve­je­ci­do fatal, en Odd­job, encar­na­do por el lucha­dor Harold Saka­ta en Gold­fin­ger, un bru­to­te con tra­je capaz de borrar­te la son­ri­sa de un bofe­tón con la mano abierta.

La boina de Mr. Hinx no rebana pes­cue­zos, pero déjate abra­zar y reba­ja­rás diez tallas.

La boi­na de Mr. Hinx no reba­na pes­cue­zos, pero déja­te abra­zar por él y reba­ja­rás diez tallas.

Pero enton­ces, ¿la damos por bue­na? Pues sí. Todo es big­ger en la 24ª pelí­cu­la de la serie ofi­cial. Bond no des­fa­lle­ce por mucha caña que le den, y es indi­fe­ren­te por dón­de lo hagan —tie­rra, aire o mar — . ¿Que nada tie­ne sen­ti­do? ¿Que los per­so­na­jes entran y salen sin expli­car­se y sin pro­fun­di­zar en ellos, de tal mane­ra que pare­cen crea­dos por Geor­ge R. R. Mar­tin des­pués de pasar una noche loca con, por ejem­plo, el equi­po de Shark­na­do? ¿Que la tra­ma tie­ne más aris­tas que la For­ta­le­za de Hie­lo? Pero a ver, alma de cán­ta­ro, ¿qué par­te del uni­ver­so Bond no has entendido?

Con el estreno de Spec­tre y sus eSPEC­TRA­cu­la­res cifras en taqui­lla, no hay duda de que vol­ve­re­mos a pasar por el supli­cio de los rumo­res, fomen­ta­dos por las casas de apues­tas, res­pec­to a posi­bles acto­res que pue­dan reto­mar el rol del agen­te secre­to al que, según nos con­ta­ron, amó una espía. Siem­pre en el caso de que Craig tome las de Villa­die­go. Y así has­ta que comien­ce a fun­cio­nar la cade­na de mon­ta­je otra vez. ¿Quién pue­de resis­tir­se a esto?

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«SPECTRE» (Sam Mendes, 2015)

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