En 2016 Sergio del Molino sorprendió a todos con un concepto que corrió como la pólvora: el de la «España vacía». Y no por ser un concepto que reflejase algo de lo que nadie hubiese oído hablar, sino porque vino a poner el foco de atención sobre una realidad que estaba ahí desde hacía mucho tiempo. Y, lo que fue aún más extraordinario, logró situarla en la agenda social y política de nuestro país.
La tesis de La España vacía. Viaje por un país que nunca fue (Turner, 2016) es de sobra sabida: la mayor parte de los habitantes españoles se concentra en pequeñas áreas urbanas, mientras que la otra parte vive en áreas despobladas que llegan a tener una densidad de población semejante a Siberia.
Con rigor histórico y con amenidad, el libro mostró que este fenómeno no es únicamente un problema estadístico, un mero baile de cifras de un lado a otro, sino que se trata de un complejo proceso demográfico, histórico, sociológico y político, que hunde sus raíces en el imaginario colectivo.
De todas estas cuestiones, que forman parte de la cultura de nuestro país, así como de un libro tan singular como este, de sus orígenes, de su proceso de creación, de sus modelos de referencia, de sus dificultades implícitas, tuvimos oportunidad de hablar con su autor, Sergio del Molino.
¿Cuál fue el origen de La España vacía?
Los libros no tienen un único origen, sino que maduran en la cabeza de sus autores durante mucho tiempo. La España vacía tuvo dos orígenes: uno remoto y otro directo. El origen remoto es la relación del paisaje peninsular con la tradición literaria española y con mis propios viajes. Este es un tema que a mí me intriga mucho. Con el paso del tiempo, todo eso va creando un discurso que acaba calando en la escritura.
El origen reciente se encuentra en mi libro Lo que a nadie le importa (Random House, 2014) en el que yo dialogaba con mi abuelo, que murió cuando yo tenía 17 años. Este libro consistía en un juego de espejos entre su vida y la mía: la figura de mi abuelo me permitía recorrer la historia del siglo XX de España. Pues bien, una de las líneas argumentales de este libro era la relación que tenía mi abuelo con el paisaje.
¿Cómo era esa relación?
Mi abuelo nació en un pueblo de Aragón en el que nunca vivió: tan solo pasó algún verano en él. Sin embargo, cuando se jubiló, invirtió todo su dinero en reformar una casa de aquel pueblo. Es decir, que de ser un empleado de El Corte Inglés pasó a convertirse en un campesino. Dentro de la familia, vivimos ese proceso de transformación entre anonadados y asustados: una persona que había sido completamente urbana y que ni siquiera había tenido un huerto, de repente, de la noche a la mañana, se convierte en un campesino que se viste con su boina, con sus botas de montaña, que cuida de su pequeña parcela de tierra, etcétera. Eso me dio la oportunidad de pensar en cómo los paisajes simbólicos y las mitologías familiares marcan nuestra identidad. Esta reflexión, sobre cómo nos condicionan ambos elementos, ya se encontraba en aquel libro.
¿Cómo fue el salto de ese germen contenido en Lo que a nadie le importa a lo que llegó a ser La España vacía?
Mi editora, Pilar Álvarez, se mostró muy interesada en que yo escribiese un ensayo a partir de aquella reflexión inicial. La España vacía la escribí en muy poco tiempo, porque tenía aquel trabajo previamente elaborado en el libro anterior. Solo me interesaba resaltar la relación con el paisaje.
Aunque se ha publicitado como un ensayo, en él podemos encontrar una mezcla de géneros que va desde el periodismo literario hasta el relato de viajes, pasando por la literatura testimonial, el análisis político o el documento histórico. ¿Cómo ha conseguido conjugar todos estos géneros?
Creo que con el ensayo ocurre como con la novela: ambos son categorías proteicas. Hay muchos tipos de ensayo, igual que hay muchos tipos de novela. Lo cierto es que en mi narrativa también me muevo entre la crónica, el ensayo, la historia, etcétera, y lo voy mezclando todo. Evidentemente, La España vacía no es un ensayo académico, no es un ensayo filosófico ni de reflexión; tampoco es un libro de Historia (a pesar de que tenga muchos elementos de Historia), sino que es un ensayo escrito por alguien que camina, que observa cosas y luego las junta.
También hay numerosas reflexiones políticas… ¿Cuáles son sus modelos de inspiración?
Me he inspirado mucho en el ensayo divulgativo de corte anglosajón. Por ejemplo, me gusta mucho Bill Bryson (William McGuire «Bill» Bryson, que a partir de una primera persona narrativa va dibujando un mundo muy particular. Ese tipo de ensayismo es el que me llama la atención y, sin embargo, se da muy poco en España. Aquí tenemos un ensayo que se mueve entre dos polos opuestos: entre lo muy académico o lo muy banal; no tenemos un término medio. Este es el espacio que a mí me gusta ocupar. Es evidente que mis libros no proceden del ensayo académico. Lo que me interesa es utilizar las herramientas de la crónica para llevarlas a ese nivel.
¿Cómo es el proceso de elaboración de un ensayo tan diverso como este: se diseña un plan para cada una de las partes o todos estos géneros fluyen cuando uno se sienta delante del ordenador?
Yo escribo para saber lo que pienso sobre lo que escribo. Eso quiere decir que no puede haber una tesis muy consolidada al principio. Tengo que dejar mucho espacio para que las ideas, los libros, las lecturas se vayan macerando y vayan dibujándome el libro. Es cierto que suelo tener algunas ideas previas sobre lo que quiero contar. Pero, sobre todo, tengo que ir aclarando la estrategia a medida que escribo: hasta dónde quiero involucrarme, hasta dónde quiero aparecer, cómo de invasivo va a ser lo que cuento, qué espacio va a ocupar, etcétera. Esto sí que es una especie de norma o de decálogo muy naíf que hago al principio, con el objetivo de saber los límites en los que debo moverme. Por supuesto me ocurrió con La España vacía, pero también con el libro siguiente, Lugares fuera de sitio (Espasa, 2018), cuyo concepto vehicular era el de frontera.
Hablemos un poco de este libro… ¿Qué importancia tiene el concepto de «frontera» en Lugares fuera de sitio?
El problema es que el término «frontera» es tan poroso, se puede utilizar como metáfora de tantas cosas y se puede escapar por tantos sitios, que había que acotarlo de alguna manera. De no haberlo hecho, hubiese resultado algo inabarcable tanto para mí como para el lector. La solución vino por la propia acotación física del concepto de «frontera»: la línea desde la que pasas de un país a otro. El libro gira en torno a esa idea concreta. Aunque después el texto se va construyendo de otra forma, es una norma que te impones para que el libro se mantenga bien acotado dentro de ese espacio conceptual.
Una de las características de su estilo es que pasa de una tercera persona impersonal a la primera persona, de una página a otra, o de un capítulo al otro, casi de manera inmediata. ¿Cómo logra esa fluidez?
Con mucho oficio: forjándote y limando mucho el texto. De hecho, creo que eso es lo menos interesante de la escritura, porque es lo que se puede aprender. Esto es una mera cuestión técnica: son trucos de prestidigitador que se pueden aprender. Pero lo que me interesa de la literatura es precisamente aquello que no es una mera cuestión técnica, lo que no se puede aprender.
¿Por ejemplo?
Por ejemplo, encontrar el tono y la voz, que no se pueden reducir a una cuestión técnica, y mediante los cuales se puede decir cualquier cosa (por reiterativa que parezca o por ya sabida), pero de una manera que parezca nueva. Conseguir que parezca nueva e importante tiene un punto de magia chamánica que es difícil de explicar: lo consigues o no lo consigues. Tiene que ver con ciertas estrategias de seducción. No hay forma de averiguar cómo ni por qué sucede.
¿Se considera un periodista que describe «objetivamente» la realidad o un novelista que «pone el foco» en aquello que más le interesa?
Es que un periodista (ni nadie, si vamos al caso) no puede describir «objetivamente» la realidad. Solo se puede escribir de forma «subjetiva». Los escritores no pueden trascender su punto de vista para adoptar algo así como el punto de vista de Dios.
Pero en sus libros hay muchas referencias y muchos datos, digamos, «objetivos», que no dependen del punto de vista del autor.
Un dato no significa nada en sí mismo, sino que significa «algo» en función de cómo lo relaciones con otros datos, de cómo lo sitúes en un determinado contexto. No hay nada «objetivo» en manejar datos: estás cortando, sesgando, ampliando o reduciendo el foco, y eso implica intervenir subjetivamente en los datos. Reivindico la subjetividad: no hay otra forma de narrar. Me parece la única forma honesta de comunicar literariamente. Es como decirle al lector: «este soy yo, con mis virtudes, con mis limitaciones, con mis defectos, etcétera, pero soy yo el que te estoy contando estas cosas». Como escritor, tengo que jugarme la credibilidad, la confianza del lector, y esto solo puede lograrse desde una subjetividad radical.
Al escribir La España vacía, ¿se sentía más como un periodista o como un ensayista?
Como un narrador que utiliza distintas estrategias según conviene a sus fines. Ese narrador puede utilizar tanto las estrategias de un periodista como las de un ensayista, o puede combinarlas al mismo tiempo, en función de lo que quiere contar y de la estrategia a seguir en su libro. Yo nunca elijo un único género, sino una combinación de ellos. En el caso de La España vacía, me interesaba un libro que apelara a los lectores, que generase un debate. Las novelas no generan ningún debate, porque no puedes discutir con ellas, pero puedes discutir con un libro como este. Por eso elegí ese formato con él: para poder utilizarlo en un debate o en una discusión, para poder polemizar. Lo escribí desde la posición de un narrador que lee, que reflexiona, que cuenta historias.
En el libro hay multitud de referencias no solo literarias, sino también cinematográficas o artísticas. ¿Cómo fue el proceso de documentación?
Hay muchas referencias que tenía desde hacía mucho tiempo. También hay documentación nueva, que tuve que trabajar de forma más sistemática. Intentas leer toda la bibliografía disponible, igual que con cualquier otro tema sobre el que quieras escribir. No tiene ningún misterio. Lo importante es saber dónde hay que buscarla.
El lector puede quedarse un poco sorprendido al comprobar que hay referencias tanto al Quijote como a Extremoduro…
Lo importante no es la cantidad de referencias que puedes encontrar, ni su procedencia, sino cómo eres capaz de relacionarla. La baja y la alta cultura forman parte del mismo paisaje, inciden en la sociedad de la misma forma. Algunos dirán que no es lo mismo cualquier rap que Tristán e Isolda, pero ambos forman parte de la misma cultura. Lo que me interesa es cómo se relacionan ambas visiones de la realidad, cómo contribuyen a dibujar una identidad. Dicho de otra manera, me interesa cómo las identidades se van configurando a través de esos mitos. Hay una unión arquetípica entre el Quijote y Expediente X que no debería sorprendernos. Lo que realmente cuesta es relacionarlos conceptualmente.
¿Cómo se consigue conciliar toda esa documentación tan diferente entre sí?
Como te digo, no es arduo acceder a esa documentación. Sobre todo, si tenemos en cuenta las facilidades que existen en la actualidad, como los préstamos digitales de las bibliotecas. Ahora tienes un acceso casi ilimitado a toda la información: únicamente tienes que sentarte, leerla y vaciarla. El trabajo intelectualmente duro es relacionar unas referencias con otras.
También se ha definido el libro como una especie de crónica periodística. ¿Está de acuerdo con esa categoría?
Supongo que sí tiene muchos elementos de crónica, pero trato de no definirlo demasiado. Básicamente me limito a asentir o a negar lo que se ha dicho sobre él. No me importa demasiado cómo lo etiquetan los demás.
¿Cómo lo etiquetaría usted?
Como un ensayo, porque es lo suficientemente elástico como para englobar muchos elementos diferentes.
Parece que el libro ha conseguido conectar con una sensibilidad muy actual, que es el abandono del campo español por las administraciones públicas. ¿Cree que esta circunstancia ha ayudado a la difusión del libro o, por el contrario, que la publicación del libro ha ayudado a visibilizar este problema?
Más bien creo que ha sido lo segundo: que el éxito del libro ha trascendido lo meramente literario para instalarse en el discurso social y político. Estos temas no parecían interesar a nadie: las editoriales no tenían el menor interés en publicar nada parecido, en los medios de comunicación no aparecía nada y en los programas electorales de los partidos políticos no se hacía ninguna mención al respecto.
Fue a partir del éxito del libro cuando, en primer lugar, cambió la sensibilidad del mundo cultural, que pasó de despreciar esos temas a publicar muchos libros relacionados con ellos (libros que antes se publicaban en editoriales muy pequeñas, que nadie les hacía mucho caso o que directamente no se publicaban). Ahora hay muchos autores que han pasado de la marginalidad al primer plano. Y, desde el ámbito cultural, el tema fue pasando a otros ámbitos, como el de la política.
¿Cómo ha contribuido el libro a visibilizar la despoblación de las zonas rurales?
Este es un problema que siempre ha estado presente en el ámbito cultural y político, aunque de forma local y académica. Nunca estuvo en la agenda, digamos, de los debates parlamentarios. Los centros de investigación demuestran que había un debate académico. El problema era que este debate no conseguía trascender los muros de la universidad: nunca se veía en los medios de comunicación; y, cuando se veía en ellos, era en medios locales, pertenecientes a los lugares directamente afectados por esta problemática.
Otra cuestión importante a raíz de la publicación del libro es cómo ha cambiado la forma de enfocar el discurso. Ha pasado de provocar rechazo, posiblemente por ser un discurso excesivamente folclorista, etnológico o endogámico, encerrado en sí mismo, muy volcado en la nostalgia, a ser un discurso sin esas consideraciones negativas. En el último capítulo del libro menciono una lista de autores españoles que ya estaban trabajando sobre la memoria rural desde hacía algún tiempo, de una forma completamente distinta a la tradicional, desde un enfoque que no tenía nada que ver con la indagación autobiográfica. Lo que caracteriza a estos autores es que utilizan esa memoria mitológica y la llevan a otro discurso. Ese cambio de discurso ha evidenciado que los enfoques anteriores estaban muy gastados y no interesaban a nadie. De repente, todo eso se ha renovado y se ha refrescado.
¿Es consciente de haber creado casi una nueva categoría, una nueva etiqueta, la de «La España vacía», que está en boga?
La verdad es que todo esto abruma un poco, sobre todo, porque ha pasado muy poco tiempo para digerirlo. Literariamente hablando, incluso hay una bibliografía nueva que se ha publicado después del libro, que ha encontrado acomodo a partir de él. Soy consciente de ello, pero solamente en parte, porque he seguido trabajando y publicando otros libros después de La España Vacía. En este sentido, intento seguir todo esto desde cierta distancia y ser tan espectador como cualquier otra persona. Me parece absurdo tutelar permanentemente todo lo que ocurre. Pero, como simple espectador, me sorprende mucho la repercusión que ha logrado.
¿Se inclina por la expresión «la España vacía» o, como se ha escuchado en algunas ocasiones, por «la España vaciada»?
Por «la España vacía», sin duda alguna. «La España vaciada» es una hipercorrección del término que, además de ser estilísticamente muy fea (es cacofónica), intenta subrayar lo peor del movimiento contra la despoblación: el victimismo. Y lo hace, incluso, desde un punto de vista de la conspiración. Es cierto que la despoblación es consecuencia de una serie de medidas políticas (también adoptadas en otros países, aunque con menor fiereza que aquí), pero no se basa únicamente en eso: también es consecuencia de unas inercias económicas, de un sistema social, de un contexto cultural, de unos complejos procesos demográficos, etcétera. «La España vaciada» parece ser el resultado de unos señores, vestidos de negro, que se reunieron en algún momento y tomaron la decisión de «vaciar» el campo en contra de sus habitantes, y esto en absoluto fue así.
Por muy tentador que resulte desde el punto de vista militante, este me parece un planteamiento muy infantil, maniqueo y reduccionista. Y además me parece que puede convertirse en parte del problema, en lugar de ser parte de la solución: lo único que va a conseguir es redundar en el victimismo y recluir el movimiento en el mismo lugar en el que estaba antes, que es la irrelevancia.
El diagnóstico del libro es demoledor: la brecha que separa «la España vacía» de «la España de los centros urbanos» sigue creciendo. ¿Cree que existe alguna posibilidad de conciliarlas?
Es muy difícil. Para que eso suceda, tendría que cambiar nuestro modo de vida. Y no solo el nuestro, sino en todas partes. No solo es muy improbable que eso suceda, sino que incluso habría que plantearse si es deseable: no sé si revertir este proceso compensaría el sacrificio que implicaría para todos los ciudadanos. Todos los expertos señalan que se trata de un fenómeno totalmente irreversible.
Una vez asumida la situación, la acción política que habría que lograr es que los habitantes de «la España vacía» no se sientan ciudadanos de segunda. Es indudable que este problema exige un requerimiento democrático: el hecho de que sea un proceso irreversible no quiere decir que las instituciones se queden cruzadas de brazos. Hay muchas cosas que hacer y ahí es donde la política tiene que intervenir.
¿Qué cosas habría que hacer?
Para empezar, hay que incorporar el relato a la primera línea política. Y luego hay que restaurar el principio de igualdad a todos los habitantes de «la España vacía», que son en torno a los nueve millones. Al margen de que las zonas afectadas se puedan volver a poblar o a reactivar económicamente, estos son dos imperativos políticos. En este sentido, la inactividad o la pasividad política son inexcusables.
¿Cree que el libro ha contribuido a derribar algunos prejuicios relacionados con los recelos con los que se miran los habitantes de ambas zonas, la rural y la urbana?
Lo de «derribar» prejuicios puede que sea una afirmación un poco excesiva. Quizás sea más adecuado decir que ha contribuido a ponerlos encima de la mesa. Algo que me sorprendió al escribir el libro fue darme cuenta de lo persistentes que son los prejuicios, cómo aguantan las pilas de datos y las evidencias que los contradicen: el prejuicioso es completamente inmune a la información que le pongas delante. No creo que el libro haya contribuido a «derribarlos», entre otras cosas, porque los prejuicios son muy placenteros: la gente suele vivir muy a gusto con ellos. En todo caso, los prejuicios se superan de generación a generación. No es una cuestión individual, sino evolutiva: los prejuicios que tienes a los veinte años sigues teniéndolos a los noventa. Es muy difícil que te los «derriben».
Quizás sea mejor decir que el libro ha ayudado a fomentar el debate, o a plantear el debate desde cero. Lo que no me parece acertado es ponernos a debatir desde el prejuicio. Si queremos plantear la cuestión en serio, hay que empezar el debate desde el principio democrático de que todos los ciudadanos somos iguales.
¿Cuál le gustaría que fuese el mensaje recordado por el lector tras leer La España vacía?
Eso es algo muy subjetivo. Nunca esperé que el libro fuese a tener una lectura tan emocional como la que ha tenido. Muchos lectores han sentido que el libro está hablando de su memoria personal, de su pueblo, de su mitología familiar, etcétera. Es como si se hubiese convertido en una vindicación especial, muy íntima para ellos. Esta reacción me sorprendió porque, al tratarse de un ensayo, concebía el libro como algo de acceso un poco difícil, con unas conclusiones un poco antipáticas. Pero muchos lectores ajenos al discurso literario lo han trasladado a su territorio personal. Más allá de eso, no soy capaz de prever las reacciones de los lectores.
Parece que desde hace un tiempo asistimos a una especie de «boom» del ensayo español, muy cercano al periodismo literario, de tintes autobiográficos, con autores y autoras como Jorge Carrión, Marta Rebón, Álex Chico, Remedios Zafra, etcétera. ¿Qué opina de este fenómeno?
Es cierto que el ensayo parece encontrarse en un período de renovación, pero el concepto de «boom» no me parece el más adecuado, porque creo que quedó invalidado justo después del propio «boom» latinoamericano. Mi editorial, Turner, antes de publicarme a mí, apenas tenía en su catálogo ensayistas jóvenes. Tenían a ensayistas de corte más académico, de cierta edad, como Carlos García Gual, pero muy pocas incorporaciones de autores españoles más jóvenes. Apenas existía la categoría de «ensayo español», y encima era un ensayo muy diverso, muy subjetivo, especialmente vinculado a la narrativa.
Aunque hablar de «boom» me parezca excesivo, es cierto que hay un proceso de renovación del ensayo español. Y también un cambio en los gustos de los lectores. Hasta hace muy poco tiempo los gustos de los lectores eran muy monolíticos: no podías sacarlos del ámbito de la novela convencional. En la actualidad, aunque la novela convencional sigue dominando el panorama, parece que se ha abierto una brecha en los escaparates de las librerías para otro tipo de libros, no solo ensayísticos, sino libros híbridos, que mezclan muchos géneros. Ni siquiera creo que sea un fenómeno que pueda reducirse únicamente a la literatura en español, sino que se trata de un proceso más amplio, casi una tendencia de la literatura occidental: esa mezcla entre crónica, autobiografía, ensayo, etcétera. Mezclas todos estos elementos y escribes libros que son únicos. Creo que esta tendencia sintoniza con una sensibilidad del lector que antes no existía. Podríamos decir que existe un cierto agotamiento del lector de novelas mainstream, de raigambre decimonónica, y que ese nuevo lector busca nuevas lecturas.
¿Por qué cree que se está produciendo este cambio en la sensibilidad del lector?
Teniendo en cuenta que la novela es la que domina el mercado, creo que los lectores buscan en este otro tipo libros una verdad que no son capaces de transmitir los artilugios de ficción. Sin que podamos hablar de algo así como una crisis, es cierto que se han abierto algunas brechas tanto por parte de las editoriales como por parte de los lectores, así como de la crítica literaria e incluso de las librerías. Y esto era algo que antes no ocurría: había libros que estaban condenados de antemano a la marginalidad. Esos mismos libros que antes no interesaban, o que interesaban a muy poca gente, ahora tienen lectores. Pero este fenómeno no está abriendo una vía de agua a la narrativa, por decirlo de alguna manera. En todo caso, ambas tendencias conviven pacíficamente.
Este cierto auge del ensayo del que estamos hablando, ¿diría que es una moda pasajera o tiene voluntad de permanencia?
Ojalá que haya venido para quedarse. Venimos de una sociedad cuyas tasas de analfabetismo eran escandalosas hasta hace muy poco tiempo. Lo mismo que el porcentaje mínimo de personas con estudios universitarios. Conviene tener en cuenta que España se ha incorporado muy tarde a la cultura de masas, cuando el resto del mundo (o, sin ir tan lejos, el resto de Europa) ya se había incorporado a la industria cultural desde hacía tiempo. Del mismo modo que esta incorporación se produjo tarde, la sofisticación del gusto también ha llegado más tarde que en otros países.
Por mucho que nos entren ganas de llorar cada vez que se publican las estadísticas de los índices de lectura, el auge del ensayo es un síntoma de un público cada vez más cultivado y más exigente. Los editores sostienen que nunca se ha leído en España como ahora, igual que nunca ha habido esa masa de lectores con capacidad para llegar a este tipo de libros. Esto es un síntoma de madurez, un aspecto muy positivo de la cultura, mucho más significativo que quejarnos siempre porque en nuestra sociedad no lee nadie. La mejor prueba de ello es que un autor como yo, no solo consigue publicar lo que escribe, sino que además tiene una masa de lectores. En la España de los años cincuenta hubiese sido algo impensable.
¿Podría decirse que la literatura venidera será una literatura que profundice en esta idea del mestizaje, de la mezcla de géneros?
Al menos, será la literatura que pretenda decir algo importante, o que pretenda llegar a los lectores. Hay que tener en cuenta que la narrativa convencional ahora está en manos de otros discursos distintos de la literatura, como las series de televisión, que están sustituyendo el hueco antes ocupado por la ficción literaria.
Creo que la literatura intentará buscar acomodo en esos discursos híbridos, formados por mezclas de géneros. En ese terreno es imbatible. Una plataforma digital puede competir con cualquier narración de ficción, pero no puede hacerlo con un libro con características como las que hemos mencionado. Y los lectores van a ir a buscarlo, porque remite a un principio emocional que únicamente la literatura te puede ofrecer. Es la única forma de que la literatura consiga sobrevivir.
*Fotografías: ©Nieves Delgado.