Selva Almada

Lue­go, años des­pués de que dos hom­bres se batie­ran en due­lo en un par­que de diver­sio­nes en algún lugar per­di­do de la pro­vin­cia del Cha­co, lo suce­di­do entre ellos dos, gigan­tes vio­len­tos y de san­gre calien­te, a buen segu­ro se con­ver­ti­ría en leyen­da entre las gen­tes del pue­blo, engran­de­cién­do­la, empo­de­rán­do­la. Y el lugar de las vís­ce­ras pasa­ría a con­ver­tir­se en cen­tro de pere­gri­na­ción de mor­bo­sos y bea­ti­llas por­ta­do­ras de velas. Los peque­ños suce­sos se trans­for­man en mitos en los terri­to­rios don­de nun­ca ocu­rre algo y devie­nen casi en his­to­ria viva en esos sitios don­de Dios se dejó la razón y apos­tó por la locu­ra el día en que creó a los humanos.

En un tiem­po de hom­bres sedu­ci­dos por los prin­ci­pios más ani­ma­les, car­co­mi­dos por la nece­si­dad de ven­gar un ase­si­na­to o la impo­si­bi­li­dad de matar al padre, la escri­to­ra argen­ti­na Sel­va Alma­da (Entre Ríos, 1973) enmar­ca su segun­da nove­la, Ladri­lle­ros (Edi­to­rial Lumen, 2014). Es la suya una narra­ción pla­ga­da de poé­ti­ca vio­len­cia y de per­fi­les psi­co­ló­gi­cos crea­dos con la pre­ci­sión de un lutier que la entre­rria­na orques­ta a la per­fec­ción. Dos padres: Tamai y Miran­da. Dos hijos: Paja­ri­to y Mar­ciano. Enemi­gos los pro­ge­ni­to­res por­que la vida los hiló entre sí, riva­les los des­cen­dien­tes, que abren la nove­la ago­ni­zan­do en el sue­lo enlo­da­do de una feria de arra­bal, metá­fo­ra de unas vidas que esta­ban des­ti­na­das a com­pa­re­cer jun­tas ante el mis­mo tri­bu­nal de los pecados.

Los Tamai y los Miran­da habi­tan esos terru­ños, ya inse­pa­ra­bles de la escri­tu­ra de Alma­da, que pue­den per­te­ne­cer a cual­quier geo­gra­fía don­de se jun­te el pol­vo, la ari­dez de un cli­ma que hace los carac­te­res más áspe­ros, el sudor del tra­ba­jo por unos pocos pesos, la cur­da de los hom­bres al ano­che­cer y el silen­cio de las muje­res des­de que nacie­ron. Padres e hijos, con atrez­zo de espo­sas y una esce­no­gra­fía tan cruel como sub­yu­gan­te: quien la sobre­vi­ve pue­de con la oro­gra­fía tozu­da de la existencia.

Como tozu­da y pacien­te es Sel­va Alma­da. «Madre» de la exi­to­sa El vien­to que arra­sa (Mar­dul­ce Edi­to­ra, 2013), de Chi­cas muer­tas (Lite­ra­tu­ra Ran­dom Hou­se, 2014), Niños (Edi­to­rial Uni­ver­si­dad de la Pla­ta, 2005) o Mal de muñe­cas (Edi­to­rial Car­ne Argen­ti­na, 2003). La escri­to­ra publi­có por vez pri­me­ra tras vein­te años de tra­ba­jo, con­fia­da en su esti­lo y en su sello, hor­nea­do de a poco. Su lar­guí­si­ma mele­na fun­cio­na a modo de capa pro­tec­to­ra de un dis­cur­so sereno y fir­me, de una cabe­za más incli­na­da a la fecun­di­dad de la escri­tu­ra que a la pro­mo­ción, de una sen­ci­llez que des­ar­ma, al con­tra­rio del pro­li­jo voca­bu­la­rio que pue­bla su Ladri­lle­ros. Y de unos ojos aptos para la radio­gra­fía, la mis­ma que prac­ti­ca en esta nove­la, ya un clá­si­co en su país.

El escri­tor de una nove­la no pue­de juz­gar a los per­so­na­jes, sim­ple­men­te tie­ne que presentarlos

Ladri­lle­ros retra­ta per­fec­ta­men­te un tipo de psi­co­lo­gía mas­cu­li­na, ten­den­te a la vio­len­cia, a un des­con­ten­to vital que se palia median­te la borra­che­ra o la pelea; hom­bres enca­ra­dos con­tra el mun­do, que, en su mayo­ría, menos­pre­cian a las muje­res. Hom­bres más de tie­rra que de cielo.

El escri­bir sobre esa tipo­lo­gía huma­na tie­ne que ver con los luga­res de los que ven­go, conoz­co a estos per­so­na­jes des­de que era peque­ña. Ellos tie­nen mucho de mi fami­lia, de mis veci­nos, de la gen­te con la que yo me crie. Como vos decís, pare­ce que les hubie­ra hecho un per­fil psi­co­ló­gi­co, es algo que me sale natu­ral­men­te cons­trui­do. Lo mis­mo ocu­rre con las muje­res. Son carac­te­res y bio­gra­fías que conoz­co a la per­fec­ción des­de chi­ca. Tam­bién por eso me gus­ta escri­bir de esos sitios. No por­que crea que uno tie­ne que narrar sola­men­te acer­ca de lo que cono­ce, eso no es así ya que para eso está la ima­gi­na­ción, pero sí son pre­dios que tie­nen una poten­cia narra­ti­va, una vio­len­cia des­bor­da­da, pocas veces con­te­ni­da, que cabe muy bien en mi pro­sa. Me gus­ta mucho tra­ba­jar con el len­gua­je pro­pio de mi tie­rra. En Ladri­lle­ros hay mati­ces del habla popu­lar de esa región, que a su vez resul­tan muy poéticos.

Usted pre­sen­ta a los per­so­na­jes sin mani­queís­mos: no los juz­ga, deja al lec­tor a su libre albe­drío para que se enca­re con sus defec­tos, sus bru­ta­li­da­des, sus caren­cias, su par­ve­dad. Y es sor­pren­den­te que, en el caso de Tamai, Paja­ri­to, Miran­da y Mar­ciano uno lle­gue a com­pren­der­les, pese a sus accio­nes extremas.

Creo que el escri­tor de una nove­la no pue­de juz­gar a los per­so­na­jes, sim­ple­men­te tie­ne que pre­sen­tar­los. Me gus­tan éstos cuan­do no son negros o blan­cos, sino con­tra­dic­to­rios, bue­nos y malos a la vez. Inclu­so sien­do crue­les poseen algún ras­go que los hace que­ri­bles. En defi­ni­ti­va, todos los seres huma­nos somos así. Lo que le ocu­rre al lec­tor es lo que decís, que aca­ba comprendiéndolos…Y el escri­tor tam­bién debe hacer­lo, inten­tar no seña­lar­los con un dedo sino poner­se en sus zapa­tos y ver qué ocu­rre en esas vidas. Que ten­gan mati­ces. Tamai, por ejem­plo, es un tipo des­pre­cia­ble cuan­do le pega a sus hijos pero es admi­ra­ble cuan­do plan­ta al tra­ba­jo y al patrón y lo man­da al dia­blo: ahí te sien­tes iden­ti­fi­ca­do con ese espí­ri­tu libre. La ambi­güe­dad los hace mucho más atrac­ti­vos que si yo, como escri­to­ra, sim­ple­men­te pro­pon­go una per­so­na­li­dad abso­lu­ta­men­te vio­len­ta que no para de ejer­cer el mal.

Fren­te a la bru­ta­li­dad mas­cu­li­na, apa­re­ce la dul­zu­ra de las espo­sas y la ope­ra­ti­vi­dad sub­te­rrá­nea que poseen. Celi­na, que vive bajo el yugo de Tamai, toma las rien­das de la ladri­lle­ría cuan­do ve que él se apro­pia del tér­mino «hom­bre libre» y ella tie­ne que traer la comi­da a casa. Y Este­la com­pren­de la natu­ra­le­za de «cabe­za hue­ca» de Miran­da y se eri­ge en matriar­ca imple­men­tan­do un taller de cos­tu­ra. Puras volun­ta­des de hierro.

Me lla­man mucho la aten­ción estos per­so­na­jes feme­ni­nos con los que tra­ba­jo. Asom­bra que en socie­da­des tan machis­tas y misó­gi­nas las que ter­mi­nan sien­do el sos­tén de la fami­lia, las que lle­van ade­lan­te la casa y la edu­ca­ción de los hijos son las muje­res. Fémi­nas muy bra­vas que qui­zá no se dan cuen­ta de su for­ta­le­za. Muje­res que podrían ser femi­nis­tas pero que, pese a su fuer­za dia­ria, sos­te­nien­do techo, des­cen­den­cia y mari­dos taram­ba­nas, no se dan cuen­ta del poten­cial que tie­nen y siguen repro­du­cien­do esa edu­ca­ción machis­ta. Es algo que me sor­pren­de, es muy para­dó­ji­co. Lo úni­co que les fal­ta a ellas es que alguien les dé una cla­se de femi­nis­mo por­que el arro­jo ya lo tie­nen, solas pue­den con el mun­do y lo demues­tran todo el tiem­po. Pero las rodea ese dis­cur­so patriar­cal, tan pro­pio de la socie­dad argen­ti­na, tan meti­do en su inte­rior que no les deja ver cla­ra­men­te su pro­pia realidad.

La natu­ra­li­za­ción de la violencia
con­vier­te a la mujer en un ser inerme

A pesar de su fuer­za, siguen sien­do unas muje­res abo­ca­das al mal­tra­to por­que así lo pade­cie­ron siem­pre y lo here­da­ron casi gené­ti­ca­men­te. Celi­na, tan capaz, tan tre­men­da, jus­ti­fi­ca así una pali­za de Tamai: «Algu­na vez en la vida tu mari­do te pega».

Como te dije antes, sue­lo escri­bir sobre temas que des­pier­tan mi curio­si­dad y para los que no ten­go res­pues­ta. Y me pasa con esta tipo­lo­gía de muje­res, suma­men­te duras por todo lo que sopor­tan pero que se ban­can una pali­za del mari­do por­que es lo que toca, es inhe­ren­te a su con­di­ción. Es bas­tan­te espe­luz­nan­te, pero es un dis­cur­so muy natu­ra­li­za­do. Ade­más, la vio­len­cia de géne­ro atra­vie­sa las capas socia­les, el some­ti­mien­to al mari­do no entien­de de cla­ses. Pue­de apa­re­cer entre estos mar­gi­na­les, que son los mun­dos que yo cuen­to, pero no me cabe duda de que ocu­rre en las éli­tes, lo sé por gen­te que me lo ha con­ta­do. Es tre­men­do lo que pasa con el machis­mo en Argen­ti­na, en Lati­noa­mé­ri­ca y por lo que veo en Espa­ña tam­bién. En todas las socie­da­des cató­li­cas. La sole­dad de la mujer en estos pue­blos peque­ños es enor­me. No sólo hay menos infor­ma­ción. Figú­ra­te que la mujer deci­de denun­ciar. Pro­ba­ble­men­te, el poli­cía que le toma nota es el mis­mo con el que el mari­do com­par­te cer­ve­zas en el bar. La mujer del inte­rior del país está mucho más inde­fen­sa que la mujer de las ciu­da­des, que es don­de pre­do­mi­nan los femi­ni­ci­dios. Pero en las pro­vin­cias, la natu­ra­li­za­ción de la vio­len­cia con­vier­te a la mujer en un ser iner­me: tie­ne menos edu­ca­ción, menos cono­ci­mien­tos y, real­men­te, no sabe a quién acu­dir. Hay una abso­lu­ta fal­ta de apo­yo social. En los pue­blos chi­cos todo se sabe pero nadie se hace car­go. Bien por no ava­sa­llar, bien por no meter­se en don­de no los han lla­ma­do, bien por no hacer­se car­go de otro pro­ble­ma por­que bas­tan­te tie­nen con los suyos.

LadrillerosLas fami­lias que retra­ta en Ladri­lle­ros o en El vien­to que arra­sa son fami­lias dis­fun­cio­na­les. ¿Son éstas más fre­cuen­tes de lo que cree­mos o de los que nos quie­ren vender?

A mí me atrae más ese tipo de fami­lias don­de siem­pre fal­ta una pata, que no son tipo Ingalls, tan per­fec­tos. En Argen­ti­na la fami­lia es una ins­ti­tu­ción muy fuer­te, here­da­da de la inmi­gra­ción ita­lia­na, del cato­li­cis­mo. Pero, en la prác­ti­ca, son mucho más comu­nes las fami­lias que­bra­das, des­tro­za­das o las mono­pa­ren­ta­les con una madre sol­te­ra encar­ga­da de todo. Las fami­lias de las que hablo son más corrien­tes de lo que me gus­ta­ría pensar.

De hecho, los gran­des secre­tos, los odios sote­rra­dos de los hijos hacia los padres (en el caso de Paja­ri­to hacia Tamai), la sexua­li­dad prohi­bi­da sub­ya­cen deba­jo de estas dos fami­lias. Toda casa es un cajón de secretos.

Sí. Me pare­ce que por eso ten­go cier­ta des­con­fian­za hacia esa ima­gen idí­li­ca de la fami­lia. Es un lugar lleno de ocul­ta­mien­to, las pri­me­ras decep­cio­nes las vive uno en su seno, la mayo­ría de los abu­sos infan­ti­les ocu­rren en él. De ahí que haya que repen­sar la idea de fami­lia, dejar de ser hipó­cri­tas res­pec­to a ella.

Los padres anta­go­nis­tas del libro viven una rela­ción extra­ña, de amor-odio. De hecho, sor­pren­de que, cuan­do Miran­da es ase­si­na­do, la vida de su enemi­go Tamai pier­da el leit­mo­tiv por el que existe.

Ya tra­ba­jé ese tema en la nove­la ante­rior, lo que ocu­rre es que acá el foco está mucho más pues­to entre los hijos, entre Mar­ciano y el Pája­ro, pero tam­bién se pue­de trans­po­lar a los padres. Son per­so­na­jes espe­jo, uno es la ima­gen del otro. En El vien­to que arra­sa el pro­ta­go­nis­ta es un pas­tor faná­ti­co, reli­gio­so y su néme­sis un pas­tor que no cree en nada. Pero, al mis­mo tiem­po, ambos per­so­na­jes son espe­jos. En este caso tam­bién le pasa a Tamai: cuan­do des­apa­re­ce el otro en el que se refle­ja­ba, su vida pier­de sen­ti­do. Todo aque­llo que lo movi­li­za­ba des­apa­re­ce cuan­do lo hace su enemi­go y eso no le trae ali­vio sino mucha angustia.

En Ladri­lle­ros al prin­ci­pio lo que más impor­ta es des­cu­brir al ase­sino de Miran­da, algo que se va olvi­dan­do al correr la his­to­ria. Con lo que logra ate­na­zar al lec­tor es con la sen­sa­ción de que en cual­quier momen­to va a esta­llar una bom­ba, ponién­do­lo al bor­de de un pre­ci­pi­cio. ¿Es un jue­go lite­ra­rio premeditado?

Es ver­dad que en El vien­to que arra­sa todo el tiem­po se está anun­cian­do que pasa­rá algo terri­ble y final­men­te no ocu­rre nada. En cam­bio, en ésta pasa de todo [risas]. Nun­ca sabre­mos quién mató a Miran­da ni por qué. Lo que al prin­ci­pio es un gan­cho des­pués se va per­dien­do entre otras tra­mas. Esto tie­ne mucho que ver con cómo se resuel­ven las cosas en Argen­ti­na. O cómo no se resuel­ven. No lo escri­bí pen­san­do en eso, pero vién­do­lo en la dis­tan­cia, tie­ne mucha cohe­ren­cia con cómo actúa allá la poli­cía o la Jus­ti­cia. Cuan­do ocu­rre una muer­te vio­len­ta, los dia­rios y la tele­vi­sión se vuel­can y si es en un pue­blo con más razón. Pero des­pués se dilu­ye, todo se olvi­da, ya nadie se pre­gun­ta quién mató ni por qué. No resol­ví el tema del ase­si­na­to con esa inten­ción pero se corres­pon­de con esa maqui­na­ria de cómo fun­cio­nan las cosas en deter­mi­na­dos lugares.

A pesar de los padres que ambos tie­nen, se espe­ra que los hijos no here­den sus carac­te­res. Y más, con esas dos madres que inten­tan con­te­ner­los todo el rato. Hay una espe­cie de deseo por par­te del lec­tor de que la gené­ti­ca se revoque.

En todo caso, hay, por par­te de Paja­ri­to, un recha­zo a ser como su padre, aun­que des­de las pri­me­ras pági­nas ya sabe­mos que se lle­va­ban mal por­que eran igua­les, por­que el hijo se dio cuen­ta de que esta­ba hecho a ima­gen y seme­jan­za del padre. Pero en el caso de Mar­ciano hay una admi­ra­ción y un amor enor­mes, no le impor­ta que su padre sea una cabe­za hue­ra. De hecho, a él la vio­len­cia se le apa­re­ce por­que no hay for­ma de ven­gar su ase­si­na­to. Lo suyo es pura rabia, la de Paja­ri­to nace de toda una vida sufrien­do a un pro­ge­ni­tor cruel.

La loca­li­za­ción del lugar don­de ocu­rre Ladri­lle­ros tie­ne un carác­ter uni­ver­sal, un tin­te sure­ño. Podría estar en Texas, en Sono­ra, en el Cha­co aun­que el len­gua­je sea de Corrien­tes o Entre Ríos. Es un arra­bal que se ubi­ca­ría en cual­quier par­te del mun­do. ¿Qué esca­sea más en esos luga­res: la comi­da o la esperanza?

La espe­ran­za, sin duda. Este pai­sa­je de Ladri­lle­ros está ubi­ca­do más al nor­te del Lito­ral don­de todo es más seco, más ári­do. El mis­mo pai­sa­je te obli­ga a una vida dura y a un carác­ter fuer­te. Entre Ríos apa­re­ce como el ver­gel, el lugar don­de el agua y los árbo­les se jun­tan para dar­le todo al hom­bre. Por eso Mar­ciano lo tie­ne como un lugar míti­co. Los luga­res de la nove­la están aban­do­na­dos de la mano de Dios y de la mano de los Gobier­nos y la gen­te vive en con­di­cio­nes vio­len­tas. Esca­sea más la posi­bi­li­dad de salir de ahí que la comi­da. Pre­fe­rí no dar­le una pre­ci­sión geo­grá­fi­ca, dejar­lo en algún lugar de esa zona. Sin embar­go, la anéc­do­ta de la que nace esta nove­la fue un due­lo de dos fami­lias en un par­que de diver­sio­nes y en un pue­blo del Cha­co. Aun­que su ori­gen estu­vie­ra ahí, pre­fe­rí no decir­lo para que que­da­ra indeterminado.

La escri­tu­ra neu­tra no me provoca
nada más que mucho fastidio

Selva Almada (foto: Guillermo Valdez/Agencia Literaria CBQ).

Sel­va Alma­da (foto: Gui­ller­mo Valdez/Agencia Lite­ra­ria CBQ).

¿Cree que en estos tiem­pos de nove­las pla­nas y jer­gas urba­nas corre un ries­go como escri­to­ra al narrar con un voca­bu­la­rio tan pro­pio, pro­ce­den­te de sus orígenes?

Es un ries­go que me gus­ta correr. A mí la escri­tu­ra neu­tra no me pro­vo­ca nada más que mucho fas­ti­dio. A veces leo nove­las de escri­to­res lati­no­ame­ri­ca­nos que están narra­das como si fue­ran una tra­duc­ción de Ana­gra­ma. No me con­vo­ca ese tipo de lite­ra­tu­ra. Sí quie­ro des­ta­car que Lumen publi­có el mis­mo tex­to que salió en Argen­ti­na, no hubo nin­gún cam­bio y estoy por ello muy agra­de­ci­da a la edi­to­rial. Me pare­ce algo bue­ní­si­mo para mí como escri­to­ra y como línea edi­to­rial apo­yar la enor­me varie­dad de mati­ces que tie­ne el español.

Al jugar con los flash­backs lo hace tam­bién con la espe­ran­za del lec­tor de una for­ma muy curio­sa. Mien­tras que el pre­sen­te en la nove­la es muy negro, no en vano hay dos hom­bres ago­ni­zan­do que evo­can su pasa­do, ese pasa­do pare­ce guar­dar para ellos cier­ta expec­ta­ti­va de mejo­ra. A pesar de sus caracteres.

Yo sabía que la nove­la iba a empe­zar antes del final de la his­to­ria, ya con Paja­ri­to y Mar­ciano heri­dos de muer­te. Que­ría que esa ago­nía se man­tu­vie­se a lo lar­go de la nove­la y como me gus­ta el flash­back en el cine, la usé para des­cri­bir­la. Una ago­nía, eso sí, bas­tan­te alu­ci­na­to­ria: a Mar­ciano, por ejem­plo, se le apa­re­ce su padre muer­to o ve su pro­pio velo­rio cuan­do era un niño. Que­ría pro­po­ner sus fina­les como una alu­ci­na­ción. Y a tra­vés de los flash­blacks iba a ir recons­tru­yen­do cómo lle­gan a estar estos dos per­so­na­jes heri­dos de muer­te. Sólo tuve esa idea ini­cial, el res­to de la nove­la se fue escri­bien­do sola. Des­pués, por supues­to, corre­gí y corre­gí, pero lo que cuen­ta es que el pro­ce­so me resul­tó entre­te­ni­do. Cuan­do escri­bo no pien­so en los lec­to­res, vaya por delan­te mi per­dón para ellos. Pien­so en lo que a mí me divier­te, en lo que me pue­de atra­par de una nove­la. Des­pués, oja­lá eso fun­cio­ne. Se va dan­do todo natu­ral­men­te, la nove­la empie­za a apa­re­cer mien­tras la voy escri­bien­do. Yo voy sin­tien­do que me atrae lo que escri­bo y que man­ten­go el inte­rés. Con­fío en que eso des­pués se trans­mi­ta a los lectores.

Tam­bién la muer­te apa­re­ce como un per­so­na­je más en la nove­la, como si no hubie­ra puer­tas con el más allá. El fol­klo­re que la rodea es seduc­tor, casi her­mo­so e inter­ac­túa con el día a día.

En el pue­blo don­de me crie con­vi­vía dia­ria­men­te con el tema de las supers­ti­cio­nes, de las creen­cias. Por un lado, esta­ban la Igle­sia y Dios pero eso habi­ta­ba con cues­tio­nes más mági­cas. Los lla­má­ba­mos «secre­tos», por ejem­plo «secre­tos» para curar. Se iba al médi­co pero tam­bién al curan­de­ro. Eso se alza pared con pared todo el tiem­po en estos pue­blos peque­ños como si la reali­dad tuvie­se un doble fon­do y ese fon­do escon­di­do estu­vie­se lleno de sor­ti­le­gios. La muer­te está pre­sen­te en esta nove­la y en otros rela­tos míos por­que la muer­te es par­te de la vida, así como la vio­len­cia es par­te de estos per­so­na­jes. Es algo muy suges­ti­vo: los ritos, los velo­rios, los pañue­los que se le ponen al niño muer­to pidien­do favo­res para cuan­do suba al cie­lo y que es una prác­ti­ca muy lin­da de las regio­nes del Nor­te. Mue­re un niño, figú­ra­te qué tra­ge­dia, pero todos lo fes­te­jan de algu­na for­ma y le man­dan pedir cosas a Dios y le ponen ali­tas al cadá­ver… Me gus­ta incor­po­rar todo este fol­klo­re a mis libros.

Usted es una escri­to­ra atí­pi­ca: tar­dó mucho en publi­car y su pri­me­ra nove­la apa­re­ció con Mar­dul­ce, una edi­to­rial pequeña.

Sí, empe­cé a escri­bir a los vein­te y el pri­mer libro lo publi­qué a los trein­ta, y ni siquie­ra fue un libro de narra­ti­va, que era lo que pro­du­cía duran­te ese perio­do, sino de poe­sía. Yo creo en la pacien­cia y en que tar­de o tem­prano las cosas lle­gan, pero no sin un tra­ba­jo que lo sos­ten­ga. Si me hubie­se ido muy bien, como le fue a mi pri­me­ra nove­la, y yo no hubie­se teni­do un reco­rri­do ante­rior que la man­tu­vie­ra y la res­pal­da­ra, hubie­ra sido la úni­ca que hubie­se escri­to. Pero había mucho tra­ba­jo: hacía vein­te años que esta­ba tra­ba­jan­do en lo lite­ra­rio. Eso me hace estar en un lugar dis­tin­to: sé que le fue muy bien a un libro pero maña­na pue­de irle muy mal. Pero eso no tie­ne que cam­biar mi mane­ra de tra­ba­jar o esa rela­ción más ínti­ma que yo ten­go con la escri­tu­ra. Esto que te decía antes de que el lec­tor no me impor­ta sig­ni­fi­ca que el lec­tor es alguien que apa­re­ce cuan­do el libro se publi­ca. Yo no pien­so ni en agra­dar al lec­tor ni al edi­tor por­que siem­pre tra­ba­jé así y, final­men­te, me fun­cio­nó. No voy a cam­biar aho­ra mi esti­lo des­pués de tan­to tiempo.

En la Lite­ra­tu­ra espa­ño­la, los crí­ti­cos, los rese­ñis­tas con­ti­nua­men­te están arman­do gene­ra­cio­nes lite­ra­rias. A usted la metie­ron den­tro de la «Nue­va Narra­ti­va Argen­ti­na», un gru­po que no tie­ne más en común que la edad de sus auto­res. ¿Le moles­tan las etiquetas?

Las eti­que­tas siem­pre son incó­mo­das, uno nun­ca está con­for­me con la eti­que­ta que le ponen. La ver­dad es que esta expo­si­ción que ten­go des­de hace dos años me fas­ti­dia bas­tan­te por­que via­jo mucho y pre­fe­ri­ría estar en mi casa. Este año he esta­do bas­tan­te afue­ra y eso me ha qui­ta­do tiem­po para escri­bir. Leo todo lo que dice la crí­ti­ca, las bue­nas y las malas. La crí­ti­ca tie­ne que exis­tir y es un géne­ro que en Argen­ti­na medio se ha per­di­do. Hace trein­ta años tenía­mos una crí­ti­ca muy fuer­te y muy lúci­da. Eso tie­ne que vol­ver. Más allá de que, a veces, haya reci­bi­do crí­ti­cas súper nega­ti­vas de los libros, es un géne­ro que yo defien­do, los escri­to­res nece­si­ta­mos a los crí­ti­cos. Pero las eti­que­tas son fuga­ces: así como te las ponen, maña­na te las sacan, tra­to de no com­pli­car­me o eno­jar­me con eso.

De Madrid, el siguien­te des­tino de Sel­va Alma­da es la Feria del Libro de Gua­da­la­ja­ra (Méxi­co). Allí vol­ve­rá a dejar su sello y será emba­ja­do­ra for­tui­ta de una tie­rra que se man­tie­ne imbo­rra­ble en la men­te, basa­da en la cru­da reali­dad de los már­ge­nes del mun­do. Como sus admi­ra­dos Faulk­ner, McCu­llersCad­well, Alma­da con­vier­te en leyen­da los luga­res mal­di­tos. Por­que es inevi­ta­ble que­rer pisar ese par­que de diver­sio­nes don­de empie­za Ladri­lle­ros y recrear­se en el sitio don­de dos chi­cos que pudie­ron ser hom­bres siguie­ron la cos­tum­bre fami­liar de con­ver­tir­se en peque­ños mitos de los extra­mu­ros del fin del mun­do derra­man­do su sangre.

Foto de cabe­ce­ra: Mar­dul­ce Editora.

* Ladri­lle­ros. Sel­va Almada.
Edi­to­rial Lumen (Bar­ce­lo­na, 2014).

DOS GENERACIONES

Entrevista de Beatriz Sarlo para «Revista Ñ»


Entre­vis­ta de la escri­to­ra Bea­triz Sar­lo para Revis­ta Ñ publi­ca­da en dos par­tes (sin fecha de publicación).

SI TE HA GUSTADO, ¡COMPÁRTELO!