Luego, años después de que dos hombres se batieran en duelo en un parque de diversiones en algún lugar perdido de la provincia del Chaco, lo sucedido entre ellos dos, gigantes violentos y de sangre caliente, a buen seguro se convertiría en leyenda entre las gentes del pueblo, engrandeciéndola, empoderándola. Y el lugar de las vísceras pasaría a convertirse en centro de peregrinación de morbosos y beatillas portadoras de velas. Los pequeños sucesos se transforman en mitos en los territorios donde nunca ocurre algo y devienen casi en historia viva en esos sitios donde Dios se dejó la razón y apostó por la locura el día en que creó a los humanos.
En un tiempo de hombres seducidos por los principios más animales, carcomidos por la necesidad de vengar un asesinato o la imposibilidad de matar al padre, la escritora argentina Selva Almada (Entre Ríos, 1973) enmarca su segunda novela, Ladrilleros (Editorial Lumen, 2014). Es la suya una narración plagada de poética violencia y de perfiles psicológicos creados con la precisión de un lutier que la entrerriana orquesta a la perfección. Dos padres: Tamai y Miranda. Dos hijos: Pajarito y Marciano. Enemigos los progenitores porque la vida los hiló entre sí, rivales los descendientes, que abren la novela agonizando en el suelo enlodado de una feria de arrabal, metáfora de unas vidas que estaban destinadas a comparecer juntas ante el mismo tribunal de los pecados.
Los Tamai y los Miranda habitan esos terruños, ya inseparables de la escritura de Almada, que pueden pertenecer a cualquier geografía donde se junte el polvo, la aridez de un clima que hace los caracteres más ásperos, el sudor del trabajo por unos pocos pesos, la curda de los hombres al anochecer y el silencio de las mujeres desde que nacieron. Padres e hijos, con atrezzo de esposas y una escenografía tan cruel como subyugante: quien la sobrevive puede con la orografía tozuda de la existencia.
Como tozuda y paciente es Selva Almada. «Madre» de la exitosa El viento que arrasa (Mardulce Editora, 2013), de Chicas muertas (Literatura Random House, 2014), Niños (Editorial Universidad de la Plata, 2005) o Mal de muñecas (Editorial Carne Argentina, 2003). La escritora publicó por vez primera tras veinte años de trabajo, confiada en su estilo y en su sello, horneado de a poco. Su larguísima melena funciona a modo de capa protectora de un discurso sereno y firme, de una cabeza más inclinada a la fecundidad de la escritura que a la promoción, de una sencillez que desarma, al contrario del prolijo vocabulario que puebla su Ladrilleros. Y de unos ojos aptos para la radiografía, la misma que practica en esta novela, ya un clásico en su país.
El escritor de una novela no puede juzgar a los personajes, simplemente tiene que presentarlos
Ladrilleros retrata perfectamente un tipo de psicología masculina, tendente a la violencia, a un descontento vital que se palia mediante la borrachera o la pelea; hombres encarados contra el mundo, que, en su mayoría, menosprecian a las mujeres. Hombres más de tierra que de cielo.
El escribir sobre esa tipología humana tiene que ver con los lugares de los que vengo, conozco a estos personajes desde que era pequeña. Ellos tienen mucho de mi familia, de mis vecinos, de la gente con la que yo me crie. Como vos decís, parece que les hubiera hecho un perfil psicológico, es algo que me sale naturalmente construido. Lo mismo ocurre con las mujeres. Son caracteres y biografías que conozco a la perfección desde chica. También por eso me gusta escribir de esos sitios. No porque crea que uno tiene que narrar solamente acerca de lo que conoce, eso no es así ya que para eso está la imaginación, pero sí son predios que tienen una potencia narrativa, una violencia desbordada, pocas veces contenida, que cabe muy bien en mi prosa. Me gusta mucho trabajar con el lenguaje propio de mi tierra. En Ladrilleros hay matices del habla popular de esa región, que a su vez resultan muy poéticos.
Usted presenta a los personajes sin maniqueísmos: no los juzga, deja al lector a su libre albedrío para que se encare con sus defectos, sus brutalidades, sus carencias, su parvedad. Y es sorprendente que, en el caso de Tamai, Pajarito, Miranda y Marciano uno llegue a comprenderles, pese a sus acciones extremas.
Creo que el escritor de una novela no puede juzgar a los personajes, simplemente tiene que presentarlos. Me gustan éstos cuando no son negros o blancos, sino contradictorios, buenos y malos a la vez. Incluso siendo crueles poseen algún rasgo que los hace queribles. En definitiva, todos los seres humanos somos así. Lo que le ocurre al lector es lo que decís, que acaba comprendiéndolos…Y el escritor también debe hacerlo, intentar no señalarlos con un dedo sino ponerse en sus zapatos y ver qué ocurre en esas vidas. Que tengan matices. Tamai, por ejemplo, es un tipo despreciable cuando le pega a sus hijos pero es admirable cuando planta al trabajo y al patrón y lo manda al diablo: ahí te sientes identificado con ese espíritu libre. La ambigüedad los hace mucho más atractivos que si yo, como escritora, simplemente propongo una personalidad absolutamente violenta que no para de ejercer el mal.
Frente a la brutalidad masculina, aparece la dulzura de las esposas y la operatividad subterránea que poseen. Celina, que vive bajo el yugo de Tamai, toma las riendas de la ladrillería cuando ve que él se apropia del término «hombre libre» y ella tiene que traer la comida a casa. Y Estela comprende la naturaleza de «cabeza hueca» de Miranda y se erige en matriarca implementando un taller de costura. Puras voluntades de hierro.
Me llaman mucho la atención estos personajes femeninos con los que trabajo. Asombra que en sociedades tan machistas y misóginas las que terminan siendo el sostén de la familia, las que llevan adelante la casa y la educación de los hijos son las mujeres. Féminas muy bravas que quizá no se dan cuenta de su fortaleza. Mujeres que podrían ser feministas pero que, pese a su fuerza diaria, sosteniendo techo, descendencia y maridos tarambanas, no se dan cuenta del potencial que tienen y siguen reproduciendo esa educación machista. Es algo que me sorprende, es muy paradójico. Lo único que les falta a ellas es que alguien les dé una clase de feminismo porque el arrojo ya lo tienen, solas pueden con el mundo y lo demuestran todo el tiempo. Pero las rodea ese discurso patriarcal, tan propio de la sociedad argentina, tan metido en su interior que no les deja ver claramente su propia realidad.
La naturalización de la violencia
convierte a la mujer en un ser inerme
A pesar de su fuerza, siguen siendo unas mujeres abocadas al maltrato porque así lo padecieron siempre y lo heredaron casi genéticamente. Celina, tan capaz, tan tremenda, justifica así una paliza de Tamai: «Alguna vez en la vida tu marido te pega».
Como te dije antes, suelo escribir sobre temas que despiertan mi curiosidad y para los que no tengo respuesta. Y me pasa con esta tipología de mujeres, sumamente duras por todo lo que soportan pero que se bancan una paliza del marido porque es lo que toca, es inherente a su condición. Es bastante espeluznante, pero es un discurso muy naturalizado. Además, la violencia de género atraviesa las capas sociales, el sometimiento al marido no entiende de clases. Puede aparecer entre estos marginales, que son los mundos que yo cuento, pero no me cabe duda de que ocurre en las élites, lo sé por gente que me lo ha contado. Es tremendo lo que pasa con el machismo en Argentina, en Latinoamérica y por lo que veo en España también. En todas las sociedades católicas. La soledad de la mujer en estos pueblos pequeños es enorme. No sólo hay menos información. Figúrate que la mujer decide denunciar. Probablemente, el policía que le toma nota es el mismo con el que el marido comparte cervezas en el bar. La mujer del interior del país está mucho más indefensa que la mujer de las ciudades, que es donde predominan los feminicidios. Pero en las provincias, la naturalización de la violencia convierte a la mujer en un ser inerme: tiene menos educación, menos conocimientos y, realmente, no sabe a quién acudir. Hay una absoluta falta de apoyo social. En los pueblos chicos todo se sabe pero nadie se hace cargo. Bien por no avasallar, bien por no meterse en donde no los han llamado, bien por no hacerse cargo de otro problema porque bastante tienen con los suyos.
Las familias que retrata en Ladrilleros o en El viento que arrasa son familias disfuncionales. ¿Son éstas más frecuentes de lo que creemos o de los que nos quieren vender?
A mí me atrae más ese tipo de familias donde siempre falta una pata, que no son tipo Ingalls, tan perfectos. En Argentina la familia es una institución muy fuerte, heredada de la inmigración italiana, del catolicismo. Pero, en la práctica, son mucho más comunes las familias quebradas, destrozadas o las monoparentales con una madre soltera encargada de todo. Las familias de las que hablo son más corrientes de lo que me gustaría pensar.
De hecho, los grandes secretos, los odios soterrados de los hijos hacia los padres (en el caso de Pajarito hacia Tamai), la sexualidad prohibida subyacen debajo de estas dos familias. Toda casa es un cajón de secretos.
Sí. Me parece que por eso tengo cierta desconfianza hacia esa imagen idílica de la familia. Es un lugar lleno de ocultamiento, las primeras decepciones las vive uno en su seno, la mayoría de los abusos infantiles ocurren en él. De ahí que haya que repensar la idea de familia, dejar de ser hipócritas respecto a ella.
Los padres antagonistas del libro viven una relación extraña, de amor-odio. De hecho, sorprende que, cuando Miranda es asesinado, la vida de su enemigo Tamai pierda el leitmotiv por el que existe.
Ya trabajé ese tema en la novela anterior, lo que ocurre es que acá el foco está mucho más puesto entre los hijos, entre Marciano y el Pájaro, pero también se puede transpolar a los padres. Son personajes espejo, uno es la imagen del otro. En El viento que arrasa el protagonista es un pastor fanático, religioso y su némesis un pastor que no cree en nada. Pero, al mismo tiempo, ambos personajes son espejos. En este caso también le pasa a Tamai: cuando desaparece el otro en el que se reflejaba, su vida pierde sentido. Todo aquello que lo movilizaba desaparece cuando lo hace su enemigo y eso no le trae alivio sino mucha angustia.
En Ladrilleros al principio lo que más importa es descubrir al asesino de Miranda, algo que se va olvidando al correr la historia. Con lo que logra atenazar al lector es con la sensación de que en cualquier momento va a estallar una bomba, poniéndolo al borde de un precipicio. ¿Es un juego literario premeditado?
Es verdad que en El viento que arrasa todo el tiempo se está anunciando que pasará algo terrible y finalmente no ocurre nada. En cambio, en ésta pasa de todo [risas]. Nunca sabremos quién mató a Miranda ni por qué. Lo que al principio es un gancho después se va perdiendo entre otras tramas. Esto tiene mucho que ver con cómo se resuelven las cosas en Argentina. O cómo no se resuelven. No lo escribí pensando en eso, pero viéndolo en la distancia, tiene mucha coherencia con cómo actúa allá la policía o la Justicia. Cuando ocurre una muerte violenta, los diarios y la televisión se vuelcan y si es en un pueblo con más razón. Pero después se diluye, todo se olvida, ya nadie se pregunta quién mató ni por qué. No resolví el tema del asesinato con esa intención pero se corresponde con esa maquinaria de cómo funcionan las cosas en determinados lugares.
A pesar de los padres que ambos tienen, se espera que los hijos no hereden sus caracteres. Y más, con esas dos madres que intentan contenerlos todo el rato. Hay una especie de deseo por parte del lector de que la genética se revoque.
En todo caso, hay, por parte de Pajarito, un rechazo a ser como su padre, aunque desde las primeras páginas ya sabemos que se llevaban mal porque eran iguales, porque el hijo se dio cuenta de que estaba hecho a imagen y semejanza del padre. Pero en el caso de Marciano hay una admiración y un amor enormes, no le importa que su padre sea una cabeza huera. De hecho, a él la violencia se le aparece porque no hay forma de vengar su asesinato. Lo suyo es pura rabia, la de Pajarito nace de toda una vida sufriendo a un progenitor cruel.
La localización del lugar donde ocurre Ladrilleros tiene un carácter universal, un tinte sureño. Podría estar en Texas, en Sonora, en el Chaco aunque el lenguaje sea de Corrientes o Entre Ríos. Es un arrabal que se ubicaría en cualquier parte del mundo. ¿Qué escasea más en esos lugares: la comida o la esperanza?
La esperanza, sin duda. Este paisaje de Ladrilleros está ubicado más al norte del Litoral donde todo es más seco, más árido. El mismo paisaje te obliga a una vida dura y a un carácter fuerte. Entre Ríos aparece como el vergel, el lugar donde el agua y los árboles se juntan para darle todo al hombre. Por eso Marciano lo tiene como un lugar mítico. Los lugares de la novela están abandonados de la mano de Dios y de la mano de los Gobiernos y la gente vive en condiciones violentas. Escasea más la posibilidad de salir de ahí que la comida. Preferí no darle una precisión geográfica, dejarlo en algún lugar de esa zona. Sin embargo, la anécdota de la que nace esta novela fue un duelo de dos familias en un parque de diversiones y en un pueblo del Chaco. Aunque su origen estuviera ahí, preferí no decirlo para que quedara indeterminado.
La escritura neutra no me provoca
nada más que mucho fastidio
¿Cree que en estos tiempos de novelas planas y jergas urbanas corre un riesgo como escritora al narrar con un vocabulario tan propio, procedente de sus orígenes?
Es un riesgo que me gusta correr. A mí la escritura neutra no me provoca nada más que mucho fastidio. A veces leo novelas de escritores latinoamericanos que están narradas como si fueran una traducción de Anagrama. No me convoca ese tipo de literatura. Sí quiero destacar que Lumen publicó el mismo texto que salió en Argentina, no hubo ningún cambio y estoy por ello muy agradecida a la editorial. Me parece algo buenísimo para mí como escritora y como línea editorial apoyar la enorme variedad de matices que tiene el español.
Al jugar con los flashbacks lo hace también con la esperanza del lector de una forma muy curiosa. Mientras que el presente en la novela es muy negro, no en vano hay dos hombres agonizando que evocan su pasado, ese pasado parece guardar para ellos cierta expectativa de mejora. A pesar de sus caracteres.
Yo sabía que la novela iba a empezar antes del final de la historia, ya con Pajarito y Marciano heridos de muerte. Quería que esa agonía se mantuviese a lo largo de la novela y como me gusta el flashback en el cine, la usé para describirla. Una agonía, eso sí, bastante alucinatoria: a Marciano, por ejemplo, se le aparece su padre muerto o ve su propio velorio cuando era un niño. Quería proponer sus finales como una alucinación. Y a través de los flashblacks iba a ir reconstruyendo cómo llegan a estar estos dos personajes heridos de muerte. Sólo tuve esa idea inicial, el resto de la novela se fue escribiendo sola. Después, por supuesto, corregí y corregí, pero lo que cuenta es que el proceso me resultó entretenido. Cuando escribo no pienso en los lectores, vaya por delante mi perdón para ellos. Pienso en lo que a mí me divierte, en lo que me puede atrapar de una novela. Después, ojalá eso funcione. Se va dando todo naturalmente, la novela empieza a aparecer mientras la voy escribiendo. Yo voy sintiendo que me atrae lo que escribo y que mantengo el interés. Confío en que eso después se transmita a los lectores.
También la muerte aparece como un personaje más en la novela, como si no hubiera puertas con el más allá. El folklore que la rodea es seductor, casi hermoso e interactúa con el día a día.
En el pueblo donde me crie convivía diariamente con el tema de las supersticiones, de las creencias. Por un lado, estaban la Iglesia y Dios pero eso habitaba con cuestiones más mágicas. Los llamábamos «secretos», por ejemplo «secretos» para curar. Se iba al médico pero también al curandero. Eso se alza pared con pared todo el tiempo en estos pueblos pequeños como si la realidad tuviese un doble fondo y ese fondo escondido estuviese lleno de sortilegios. La muerte está presente en esta novela y en otros relatos míos porque la muerte es parte de la vida, así como la violencia es parte de estos personajes. Es algo muy sugestivo: los ritos, los velorios, los pañuelos que se le ponen al niño muerto pidiendo favores para cuando suba al cielo y que es una práctica muy linda de las regiones del Norte. Muere un niño, figúrate qué tragedia, pero todos lo festejan de alguna forma y le mandan pedir cosas a Dios y le ponen alitas al cadáver… Me gusta incorporar todo este folklore a mis libros.
Usted es una escritora atípica: tardó mucho en publicar y su primera novela apareció con Mardulce, una editorial pequeña.
Sí, empecé a escribir a los veinte y el primer libro lo publiqué a los treinta, y ni siquiera fue un libro de narrativa, que era lo que producía durante ese periodo, sino de poesía. Yo creo en la paciencia y en que tarde o temprano las cosas llegan, pero no sin un trabajo que lo sostenga. Si me hubiese ido muy bien, como le fue a mi primera novela, y yo no hubiese tenido un recorrido anterior que la mantuviera y la respaldara, hubiera sido la única que hubiese escrito. Pero había mucho trabajo: hacía veinte años que estaba trabajando en lo literario. Eso me hace estar en un lugar distinto: sé que le fue muy bien a un libro pero mañana puede irle muy mal. Pero eso no tiene que cambiar mi manera de trabajar o esa relación más íntima que yo tengo con la escritura. Esto que te decía antes de que el lector no me importa significa que el lector es alguien que aparece cuando el libro se publica. Yo no pienso ni en agradar al lector ni al editor porque siempre trabajé así y, finalmente, me funcionó. No voy a cambiar ahora mi estilo después de tanto tiempo.
En la Literatura española, los críticos, los reseñistas continuamente están armando generaciones literarias. A usted la metieron dentro de la «Nueva Narrativa Argentina», un grupo que no tiene más en común que la edad de sus autores. ¿Le molestan las etiquetas?
Las etiquetas siempre son incómodas, uno nunca está conforme con la etiqueta que le ponen. La verdad es que esta exposición que tengo desde hace dos años me fastidia bastante porque viajo mucho y preferiría estar en mi casa. Este año he estado bastante afuera y eso me ha quitado tiempo para escribir. Leo todo lo que dice la crítica, las buenas y las malas. La crítica tiene que existir y es un género que en Argentina medio se ha perdido. Hace treinta años teníamos una crítica muy fuerte y muy lúcida. Eso tiene que volver. Más allá de que, a veces, haya recibido críticas súper negativas de los libros, es un género que yo defiendo, los escritores necesitamos a los críticos. Pero las etiquetas son fugaces: así como te las ponen, mañana te las sacan, trato de no complicarme o enojarme con eso.
De Madrid, el siguiente destino de Selva Almada es la Feria del Libro de Guadalajara (México). Allí volverá a dejar su sello y será embajadora fortuita de una tierra que se mantiene imborrable en la mente, basada en la cruda realidad de los márgenes del mundo. Como sus admirados Faulkner, McCullers o Cadwell, Almada convierte en leyenda los lugares malditos. Porque es inevitable querer pisar ese parque de diversiones donde empieza Ladrilleros y recrearse en el sitio donde dos chicos que pudieron ser hombres siguieron la costumbre familiar de convertirse en pequeños mitos de los extramuros del fin del mundo derramando su sangre.
Foto de cabecera: Mardulce Editora.
* Ladrilleros. Selva Almada.
Editorial Lumen (Barcelona, 2014).