Resumen: Partiendo de una (para mí) desconcertante frase de Holden Caulfield en la novela principal de J. D. Salinger, me puse a indagar sobre la desconfianza ante el cine como medio narrativo.
Al inicio de El guardián entre el centeno, el narrador Holden Caulfield revela uno de los rasgos más llamativos de su personalidad: «Si hay algo que de verdad odio es el cine. Ni me lo nombren». Considerando en paralelo a su creador, J. D. Salinger, no es descabellado imaginar que la inquina hacia el celuloide debe ser un dato compartido por ambos. Recuerdo que cuando leí el libro por primera vez, a los catorce años, me impactó mucho leer esto. Entonces no entendí que una clave para entender a Salinger estaba en aquella forma de sacar a la luz las fobias de su personaje; no había oído hablar de los Angry Young Men; no había asimilado que Caulfield era una especie de cascarrabias encerrado en un cuerpo de púber; ni había pasado por ciertos momentos de mi biografía personal en los que, en efecto, era posible odiar el cine, entre otros motivos por su tendencia a exprimir libros sin compasión y por moldear personajes que nunca debieron ser liberados de la sintaxis o los argumentos donde vivían.
Es un lugar común hablar de las pocas adaptaciones cinematográficas que hacen justicia a su fuente primaria; la reflexión acerca de la literatura traspasada a la pantalla es tan antigua como el mismísimo séptimo arte. Con todo, recuerdo la novela por esta inquietante afirmación. En mi adolescencia odié un poco a Caulfield por decir aquello (siempre se queja de cualquier cosa), y eso que aún no había recorrido el resto de su viaje a la casa familiar. Ahora lo empiezo a entender, cuando siento en mi propio cuerpo la llamada del cascarrabias, cuando busco entre las novelas personajes peligrosos que, como Caulfield, son capaces de removernos las entrañas con sus ideas y sus preferencias, y se convierten en universales sin dejarse vencer por el populismo o por constituir un resumen de lo que fue su época. Creo que, si por algo pervive este libro, es por detalles como el que da excusa para este estudio.
Dejando a un lado la asistencia al cine como acto social y otras experiencias estéticas relacionadas que pudieran incordiar la sensibilidad del prosista neoyorquino, analicemos el ámbito narrativo, donde se localiza el foco del odio de Holden/Salinger, delicioso prodigio de la literatura escandalizado por su pasado que, en palabras de Ian Hamilton, «había enfocado su carrera literaria en dos ciudadelas claves: Nueva York y Hollywood», huyendo del concepto académico de los guionistas y escritores para el mundo del espectáculo y desviando su interés hacia la literatura. De tal manera que, según cuenta su hija Margaret en su biografía, Jerome David era un hombre que decidió su profesión de escritor con diecisiete años, y «no consideraba que el acto de escribir se pudiera separar de la búsqueda de la iluminación […], que tenía la intención de dedicar toda su vida a escribir una gran obra, y que esa obra sería su vida… no habría distinción entre una cosa y otra».
Eso sí, aventurémonos con precaución, pues para Salinger entrar en su obra y perturbar esa búsqueda supone un grave sacrilegio.

J. D. Salinger (©Paul Adao).
Para empezar, la década cinematográfica que enmarca el libro fue la que acabó con la edad dorada de la Babilonia del Celuloide, si bien nadie podía predecirlo. Por la época de aparición del libro en forma de serie, Faulkner firmó su gran guion para El sueño eterno (Howard Hawks, 1946), John Huston se fue a cazar elefantes, Welles apareció fugazmente como El tercer hombre (Carol Reed, 1949), los actores de la época muda se sacrificaban como bestias (El crepúsculo de los dioses, Billy Wilder, 1950), Hitchcock sentó las bases de la perfección formal que comenzó con Encadenados (1946) y culminó con De entre los muertos (Vértigo) (1958), el cine europeo dejó de ser exótico para aparecer con luz propia (con De Sica, Malle, Lodz, Fellini, Truffaut o Clouzot), Buñuel se quedó trabajando en México (Los olvidados, 1950), irrumpía un poderoso Kurosawa (Rashomon, 1950), se reinventaba el western (Solo ante el peligro —Fred Zinneman, 1952 — ; Centauros del desierto, John Ford, 1956)… todo ello cocinado en el caldo recalentado de la caza de brujas (La ley del silencio, Elia Kazan, 1954). A pesar de estas y otras docenas de obras maestras, el cine se convirtió, paradójicamente, en un abismo fagocitador que destruía poco a poco el planteamiento clásico de la estructura narrativa. En cierto modo ese proceso era necesario, pues para el público general ya no era un aliciente meterse unas horas en una sala llena de desconocidos; era ciertamente difícil llegar hasta él. Para entenderlo, digamos que se produjo tal ebullición que hubo que retirar la olla del fuego: los directores se llamaban autores, las innovaciones técnicas mejoraban cada día, surgieron subgéneros de breve esplendor, la televisión empezó a introducir las películas en los hogares, el cine se comprometía socialmente, la psicología vigilaba de cerca los medios de comunicación de masas, la censura se institucionalizó; se escribía sobre cine más que nunca, se pensaba en las películas como nunca antes, se fantaseaba y se imaginaba con un cierto atrofiado voyeurismo, pues cada vez se enseñaba más. El sistema se hacía complejo y al mismo tiempo se acomplejaba. Los creadores tenían que buscar nuevas fórmulas… pero ¿de qué y para qué? Como anota Donald J. Drew en Imágenes del hombre en el cine moderno:
Hoy en día las películas se hacen más a base de ideologías que por una idea; y los postulados dominan la trama. Debido al cambio operado en la epistemología y en los postulados básicos, muchas películas se proyectan no tanto en un cine como tal sino en un cine que es un laboratorio […] con mucho, el espectador medio es lo suficientemente apático y abúlico como para dejarse absorber totalmente por lo que está viendo en la pantalla.
Incluso narradores portentosos del cine como el mismo Hitchcock afirmaban en ocasiones que «rodar a veces es un aburrimiento, porque se vuelve a reproducir lo que antes ya he visualizado en mi mente al redactar el guion». He aquí el cansancio del creador completo que ya ha visto su obra antes de dotarla de apariencia física. Los espectadores llenaban salas y los intelectuales tomaron el mando. Pero jamás había suficientes espectadores, y siempre sobraban intelectuales.
En el ojo de este huracán, el libro de Salinger (publicado en un tomo por Little, Brown and Co. en 1951) parece influir en la conciencia colectiva con su aterradora capacidad para agitar a la población. Y de fondo esa fobia, que no parece decir nada bueno a la juventud, pero en realidad es totalmente creativa y liberadora: «si hay algo que de verdad odio es el cine». De nuevo, preguntamos ¿por qué? Para mi son dos razones principales en lo concerniente al aparato narrativo.
Salinger ya imagina la contradicción de un mundo inundado de imágenes pero vacío de contenido; es decir, el corporativismo propio de la publicidad moderna que, en efecto, germina en esta década. Ya no se emplea solo el concepto; peor aún, el concepto, la historia, la idea primitiva apoyada sobre una intención, deja de ser campo de trabajo de los pensadores y los narradores y los agentes publicitarios se apropian de él. Para Holden, el cine sirve en bandeja fuegos fatuos para ser vendidos. No está cómodo en un ambiente controlado o institucionalizado. Reniega de lo nuevo tanto como de lo viejo: detesta a las monjas, el olor a crema untada para el resfriado de su profesor anciano, la maquinilla de afeitar de su compañero de habitación. Está asqueado del modo de vida de la residencia de estudiantes donde ha pasado el último curso, pero los lugares por los que pasa no son mejores. Caulfield se rebela ante cualquier idealización, no está dispuesto a la nostalgia, no quiere nuevas sensaciones, nada le asombra. Y nostalgia, sensaciones y asombro son materias primas del lenguaje publicitario… especialmente el actual.
Al narrar su historia, Holden no puede evitar llenarla de imágenes con gran fuerza, pero al mismo tiempo percibimos cómo el escritor que hay detrás las rechaza; tiene que hacerlo, es la base de su profundidad y el motor de avance de la narración. No hablamos de algo nuevo, desde luego, ni exclusivo de Salinger que «se lea como si estuviésemos viendo lo que acontece en una pantalla que hay dentro de nuestra cabeza». Por citar un ejemplo que no tiene en absoluto que ver con esto, en una introducción a La doma de la furia de Shakespeare, su traductor al español José María Valverde, nos dice que «hemos de ir montando y escuchando en nuestra imaginación el espectáculo que las páginas ofrecen pálidamente sugerido». Está en el hombre del siglo XX, no digamos ya en el del siglo XXI, leer en imágenes antes que en palabras. Y Salinger se rebela contra esto. Personalmente, creo que Salinger anticipó que esta característica del lector contemporáneo suponía un serio problema para la literatura, en detrimento de la cual el cine se imponía como medio cultural predilecto. ¿Significa esto que en la actualidad nos va peor, que no hay dignidad literaria ni cinematográfica? No creo que haya que llegar tan lejos. Holden Caulfield es un pequeño antídoto para este conflicto entre imagen y palabra. Como si fuese consciente de su tremendismo, Salinger dota a su personaje del genio de la composición. Nótese que empleo el término composición (referencia a un lenguaje abstracto) y no adjetivación, poética o estética.
Caulfield es un experto componiendo párrafos, un prodigio versado en la precisión de la escritura. De ahí que cuando elige el objeto de su descripción para hacer un favor a su compañero de habitación, se detiene en algo tan cotidiano como un guante de béisbol: le permite ser minucioso, contener su prosa, naturalizar un símbolo, cargar a la palabra de sentido. Al tiempo, el autor pone una trampa para quien se sienta tentado de leer el libro como si de una película se tratase, por mucho que nos encontremos con una redacción en principio sencilla y plagada de situaciones cinematográficas. Holden Caulfield odia el cine porque atacaba a la palabra; pero también por la tendencia creciente a presenciar el mundo a través de imágenes previamente codificadas, fáciles de manipular, susceptibles de ser consumidas y vaciadas de sentido.
Holden Caulfield, a pesar de la forma fantasmagórica de desplazarse, de ser un incordio y un insoportable niñato; además de poner en evidencia los problemas propios de su encorsetada sociedad, es un creyente del valor de la palabra. Afirma Stanley Cavell, filósofo norteamericano que ha centrado su atención en el cine como herramienta moral y la palabra como emboscada, que «la palabra nos autoriza, o nos obliga, a distinguir entre el bien y el mal, entre lo justo y lo injusto, es decir, nos obliga a juzgar el valor de las cosas y de los acontecimientos, ante todo el valor de hallar algo que merezca ser dicho, destaca el hecho de que las palabras nos atan que somos responsables de ser ante todo inteligibles los unos para los otros». Es posible que esto no sean sino conjeturas mías, pero por otra parte me niego a sostener que uno de los personajes capitales de la literatura del siglo XX adquiera tal consideración por el solo hecho de ser un soez y un borde recalcitrante. No es así, pues Holden ama la inocencia, representada en su hermana pequeña Phoebe. Y tampoco estoy solo en estas conjeturas, en defender al cine como cine y a la novela como novela. Lo decía Francisco Ayala: «el mundo de la novela es de una riqueza incomparablemente mayor que el del cine; su técnica artística, casi inconmensurable». Sean o no conjeturas, tengo claro que las sentencias de Holden Caulfield no son inofensivas.

Nueva York, 20 de noviembre de 1952: J. D. Salinger frente a su novela «El guardián entre el centeno» (Fotografía de Antony Di Gesu. Propiedad de: San Diego Historical Society/Hulton Archive Collection).