Hasta que leí la historia de «Lili Marleen», creía que no existía ninguna canción capaz de resumir gran parte de un siglo. Tampoco pensé que una canción que siempre consideré cursi o anclada en una época muy concreta pudiera contener tal cantidad de anécdotas, nombres, embrollos, intrigas, disparates y claroscuros; no hasta que di con esta Canción de amor y muerte que Rosa Sala Rose publicó en Global Rhythm primero, y puso a disposición vía Seebook después, ante la imposibilidad de encontrar ejemplares en papel de aquella magnífica colección en tapa dura sobre biografías musicales (de autores y de obras).
Entre los hilos de los que tira el libro, me interesaba especialmente el relacionado con el papel de la radio en un momento en el que este invento suponía el mayor avance tecnológico y el medio de información principal. Así que me sumergí en esta indagación (los libros de Rosa tienen ese estilo detectivesco) sobre cómo el relato de una espera bajo una farola (manchada de inocencia en muchas escuchas) pasó a tener esa condición de las grandes creaciones artísticas: la apropiación y carga simbólica, según la ideología y el talante de quien la enarbola. Todo ello sobre el fondo de un tiempo de oscuridad y delirio.
Germanista, ensayista y traductora, Rosa Sala Rose nació en Barcelona, de madre alemana y un apellido español atrapado en una declinación, según sus palabras por culpa de «un antipático funcionario franquista del registro civil tras revisar el santoral, pues no le constaba que hubiera ninguna santa con el nombre alemán que mi padre había propuesto». Desde sus inicios aplica un trabajo de investigación exhaustivo sobre sus temas de estudio, sea el mito de Medea (fue el objeto de su tesis doctoral) o el Diccionario crítico de mitos y símbolos del nazismo (Acantilado, 2003) con el que ahondó en las raíces de la construcción ideológica del nacionalismo alemán, tratando paralelamente de poner sentido a una lengua y una cultura aprendidas desde la cuna, pero que incluso tras su licenciatura en filología alemana, continuaban precisando de un sentido personal. De aquel terreno explorado en su primer libro surgió El misterioso caso alemán, donde analiza la literatura alemana desde el siglo XVIII, a la caza de los tópicos y pistas que puedan participar de esta construcción.
Aproximadamente en este momento fue cuando conocí su obra, a través de las conferencias que impartió en la Fundación Juan March, sobre este caso y sobre figuras literarias clásicas como Goethe (de cuya autobiografía Poesía y Verdad fue traductora y editora) o Thomas Mann. A partir de aquí, se sumerge en la profundidad de los archivos históricos que dio como resultado el ensayo Lili Marleen. Canción de amor y muerte (la excusa para esta entrevista), la reconstrucción biográfica de una veintena de personas que trataron de esquivar los campos de concentración españoles (en el fascinante y laberíntico La penúltima frontera. Fugitivos del nazismo en España) y más recientemente, El marqués y la esvástica, en un ensayo de enfoque periodístico escrito a cuatro manos con el periodista Plàcid Garcia-Planas, con la premisa de las turbias andanzas de César González Ruano por la Francia ocupada, pero con un objetivo más complejo: «tras tres años y medio dando vueltas por los archivos de media Europa y un sinfín de aventuras y anécdotas que explicar y que han quedado en gran medida reflejadas en el libro, celebro que Plàcid lograra meterme en esta aventura vital e intelectual. Por el camino, de archivo en archivo y siguiendo siempre el hilo que nos había marcado Pons-Prades, hemos encontrado a una hija ilegítima de Alfonso XIII, a un poeta checo que activó el surrealismo clandestino del París ocupado, a un sastre armenio enamorado de una resistente, aun contrabandista andorrano que disfrazaba a sus judíos de porteadores, a un mecenas gordito de origen argentino y nombre inglés…, decenas de vidas trágicas, malvadas o grotescas, pero absolutamente reales, a las que hemos devuelto su nombre y parte de su relato».
En lo personal, mi encuentro con Rosa fue a partir del proyecto Seebook, gracias al cual pude distribuir mi western Lágrimas por un muerto por medio de un sistema intermedio entre lo físico y lo digital (hasta hoy me parece la mejor alternativa a Amazon y otros servicios similares). Se ofreció a llevar mi texto a la plataforma Manuscritics, un recomendador de libros para editores donde pueden participar lectores exigentes, y a raíz de un café pendiente (que finalmente se transformó en aperitivo) y un intercambio de ideas y proyectos que necesitábamos compartir con alguien, propuse formularle unas cuantas preguntas sobre este libro que pasea entre el periodismo cultural, el ensayo histórico, el análisis musical y literario, el informe bélico y la avidez por la restauración biográfica.
Rosa tiene la capacidad de intuir historias y hallar cosas nuevas detrás de cada elemento cultural, además de la generosidad para hablar una y otra vez de sus ideas y ausencia de miedo ante los lugares comunes. Fue tras su descripción de la costumbre de Goethe de escribir sobre las ruinas que recordé un tiempo olvidado de mi adolescencia que pasé garabateando mis poemas sobre superficies naturales. También posee una curiosidad incansable y una inteligencia despierta, rasgos comunes entre las personas por las que guardo un aprecio especial y de las que intento aprender continuamente. Y por supuesto (característica que valoro tanto como las anteriores) sabe mantener viva y añadir riqueza a cualquier conversación.

Hans Leip, autor del poema original «Lili Marleen» (Foto: Google Images).
Una de las primeras cosas que sentí al leer tu libro fue el peso de la propia canción.
Desde luego fue un fenómeno sociológico. También fue un extraño triunfo, no premeditado, de la cultura que se creó durante el Tercer Reich. Está aquella famosa cita de Steinbeck: «posiblemente sea la única contribución positiva de los nazis al mundo», que nos da una idea de su repercusión. Aunque una de las cuestiones centrales del libro trata de dilucidar si realmente puede considerarse una canción nazi.
¿Lo es?
A pesar de ser un producto cultural característico del Tercer Reich, fue la única creación relevante que consiguió eludir todos los mecanismos de censura, que eran muy férreos. Por lo tanto, es un producto nacido en la época, pero que tuvo una vida propia.
No es propaganda.
No, para nada.
¿Se puede decir que hay un nazismo en el consumo? Quiero decir, ¿el nazismo llevó a un modo de consumir la cultura?
Sí, desde luego. Por ejemplo, las películas de escapismo del cine nazi, que aquí en España fueron menos conocidas, son películas de propaganda, muy melodramáticas, que filtraban ciertos valores de forma sutil y cuyo objetivo principal era distraer a la población de los desastres y los horrores de la guerra. Por entonces, muchas ciudades alemanas estaban siendo bombardeadas, la situación de la guerra en dos frentes presagiaba un mal resultado, y estas películas eran propaganda en la medida en que favorecían el escapismo del público, para que no se rebelara, ni hubiera ningún afán crítico, ni revuelta…, se formaban colas tremendas en los cines.
¿Y durante los primeros años, los del ascenso de Hitler al poder?
Los productos que llevaban una esvástica vendían millones de ejemplares. Había pastas de dientes y hasta bolas de Navidad con la esvástica. Se fabricaron masivamente bustos en bronce de Hitler. El símbolo representaba algo muy cool, hasta que por 1934 – 35 se frenó por parte de Goebbels cualquier tipo de banalización o de consumo masivo. A partir de ahí se controló meticulosamente la figura del dictador.
Y se ha llegado a banalizar ahora.
Son objetos de coleccionismo. Hay un mercado de coleccionistas que no suelen darse a conocer, y que no necesariamente son seguidores del nazismo en cuanto a ideología. Muchos de ellos sienten un extraño morbo por esta clase de objetos, como por ejemplo una acuarela de Hitler muy mediocre. Aunque esto nos aleja de la canción.
Sí, pero me interesa cómo nos aproximamos a todo lo que tiene que ver con la cultura de aquella época. De hecho, y por aquí quería ir, todo lo relacionado con la canción tiene en mi opinión la cualidad de hacer que quieras apropiártela casi para cualquier cosa.
Antes decíamos que la canción es ambigua, en el sentido de que tiene un «yo» lírico masculino pero interpretada por una mujer, tiene elementos militaristas (la versión original incluye un toque de corneta) pero a la vez es romántica, es una canción surgida en tiempos de guerra y muy cantada por los soldados, pero en la que el soldado acaba muriendo… Es antigua…, perdón, ambigua…
Bueno, también es antigua.
Sí [risas]…, ambigua y de difícil interpretación, creada en una época de extremos, de ideologías muy marcadas. Tengo la teoría de que en esos momentos de extremos, precisamente sea la ambigüedad la clave para el éxito comercial. De todos modos, es una de estas teorías que no se pueden demostrar.
Para no cargar más de tópicos la canción, ¿qué tendríamos que quitarnos de encima, qué prejuicios necesitamos eliminar a la hora de escucharla?
Un tópico que me había propuesto combatir, de un origen tal vez más alemán, y perteneciente a una generación anterior (dado que aquí no se conoce demasiado la historia de la canción), era el de la supuesta inocencia que la rodea. Acabar con esa sensación de que «bueno, al menos los nazis hicieron esto bien», esa suerte de redención del nacionalsocialismo, a través de una canción que también cantaron los aliados. Para la generación de aquellos que combatieron en la guerra era una necesidad encontrar algo a lo que agarrarse cuando aceptaron que, en efecto, no había nada de bueno en ese régimen. La canción ha sobrevivido como un elemento de esa época que pudiera recordarse sin sentir culpa. Y como mínimo quería cuestionar ese principio de buscar algo bueno, lo que sea, dentro del horror. No se puede decir que «Lili Marleen» sea una canción nazi, pero desde luego no es inocente.
Existe esa leyenda de que la canción detenía las batallas en el frente en cuanto la ponían.
Sí, el propio hijo del compositor renegaba de esa historia.

Norbert Schultze, el compositor que adaptó la partitura original de Rudolf Zink para la versión más conocida de «Lili Marleen» (Foto: Günay Tulun).
¿El éxito se debía a la letra, o más a la melodía?
Ese es otro misterio de la canción. Entre los aliados, el éxito empezó por el frente de África, debido según la teoría a la expansión de las ondas de sonido que llegaban más lejos cruzando el desierto. Los soldados en general necesitan distraerse: en el caso de los británicos, la música que ofrecía la BBC no les distraía, porque tenía una marcada intención ilustrativa; los americanos, al contrario, y por las diferencias que había entre las dos formas de hacer radio, tuvieron claro desde el principio que había que poner más música, sobre todo más swing. ¿Qué pasó entonces? Hartos de su emisora, los británicos consiguieron escuchar desde tan lejos las melodías de los enemigos. No entendían las letras en alemán, pero la música les gustaba. Crearon nuevas versiones con letras distintas, y no tardaron en tener incluso versiones pornográficas. La canción era indomable: no solo fue imposible ponerle coto en Alemania, sino que a la inteligencia británica tampoco le interesaba que sus soldados cantaran una pieza que hubiese triunfado entre los alemanes.
¿Qué hicieron los británicos para parar ese contagio?
Tuvieron un giro genial dentro de la propaganda, una gran ocurrencia: la convirtieron en botín de guerra. En los documentales de los cines mencionaron que, entre tanques, granadas, y los prisioneros que fueran, se habían apoderado de «Lili Marleen». A partir de ese momento, se oficializó el derecho a que los británicos la cantaran, y más tarde los americanos.
Aunque el rock y el jazz no permitirían que fuese tan conocida en EE.UU.
No, desde luego tuvo más éxito entre los británicos. Entre los estadounidenses la versión que cuajó fue la de Marlene Dietrich, con un cambio en la letra hacia un mayor optimismo.
No se podría haber hecho con otras canciones que fueran… digamos de guerra…
Fue la radio quien dio su verdadera fama a esta pieza. Sin la historia de la radio de aquella época sería inconcebible todo lo que la rodea.
El auge de la radio como medio de comunicación de masas no tenía parangón.
Fue un gran instrumento de propaganda. Para poder transmitir los mensajes nazis a cada hogar Goebbels mandó fabricar radios muy baratas, de forma masiva, algo que antes era un objeto al alcance de muy pocos.
El apodo de las Volksempfänger tenía que ver con Goebbels… la nariz…
El hocico de Goebbels, sí. Nadie llamaba a la radio por su modelo o su título oficial, literalmente escuchabas lo que decía la «Goebbels-Schnauze». Eran unos trastos fáciles de trasladar, y venían sintonizadas de fábrica, para que no tuvieras la tentación de escuchar otras emisoras. Por supuesto, hubo quien consiguió trucarlas, pero era peligroso que te descubrieran escuchando la BBC.
¿Y por qué querrías escuchar la BBC, siendo alemán?
Porque así te enterabas de lo que realmente sucedía en el frente. Las radios alemanas ponían, además de los boletines y los partes de guerra (muchos falseados), música ligera.
La evasión como propaganda. ¿Y «Lili Marleen» se popularizó en Alemania a través de estas radios?
En realidad se comenzó a emitir desde Belgrado, desde una radio militar que tenía un gran alcance. Desde esta emisora, que también alcanzaba a los civiles, la canción tuvo (y eso sí está respaldado por gran cantidad de testimonios) un papel de unión entre los soldados del frente y sus familia. De algún modo, ha quedado marcada por las historias de los combatientes que de alguna forma sabían que cuando escuchaban la canción en la radio, sus familiares estarían con toda seguridad recibiendo las mismas notas y en ese mismo momento, siempre dos minutos antes de las diez de la noche en hora alemana.
Da la impresión de que fue una pequeña conquista para los que de verdad vivían la guerra.
Lo más cerca que estuvo el ejército alemán de amotinarse y causar una revolución fue el día que Radio Belgrado dejó de emitir «Lili Marleen». Empezaron a llegar miles de cartas desde el frente, exigiendo que volvieran a ponerla. Creo que fue el único conato de rebelión. Imagino que los altos mandos del ejército cedieron al dar a los soldados ese pequeño capricho, tachado de derrotista, a cambio de evitar males mayores.
La muerte del soldado, con esa imagen de la farola alumbrando el sitio donde se espera que debe aparecer, solo aparece en la versión alemán, ¿verdad?
Sí, desde el momento en que la Dietrich la hace suya, se transforma el final romántico para apostar por una visión de reconstrucción… y luego cada país ha insertado sus propios tópicos al adaptarla, como esa versión tan chabacana que se puso de moda entre la División Azul [risas].
¿Es posible analizar la música alemana en su conjunto sin separarnos de esta época?
No, en absoluto. La capacidad de influencia de la ideología en prácticamente todos los niveles de la vida hace muy difícil entrar en un juicio puramente estético o hacer divisiones. Por ejemplo, las canciones populares de las películas de escapismo (música y letra casi siempre escritas por judíos), que mi madre recordaba muy bien de su infancia (ella tenía trece años cuando acabó la guerra) se han considerado muy superficiales; sin embargo, tenían un trasfondo completamente ligado a la situación del momento. Una de las canciones de este estilo más famosas y más bonitas, «Sé que, algún día, sucederá un milagro»[1], una pieza fundamental en la tradición de este cine (que por cierto, era principalmente musical), fue escrita bajo unas condiciones brutales de aislamiento y tortura, en veinticuatro horas, por un judío homosexual y bajo la mentira de que la victoria de Alemania sería inminente. En la música clásica también está la casi omnipresencia de Wagner, y su antisemitismo que cada vez más está fuera de toda duda.
El jazz tampoco se escuchaba…
Pero Goebbels sí que coqueteó con él, como vehículo de propaganda.

Lale Andersen, primera intérprete de «Lili Marleen» (Imagen: eurovision.de).
No deja de sorprenderme el hecho de que todo el peso de un momento histórico parezca recaer sobre una única canción.
Cuando empecé a profundizar en la investigación, pensé que una cancioncilla me permitía hablar de la historia del siglo XX: la letra es de la Primera Guerra Mundial. La música pertenece a un compositor nazi. Lale Andersen, la cantante que la lleva a la fama, era apolítica pero estaba enamorada de un judío que vivía exiliado en Suiza [Rolf Liebermann], luego Marlene Dietrich, que consolida la, digamos leyenda, representa a los que huyeron a Estados Unidos… Es decir, que la canción, con todo lo simple que es, y hasta cierto punto intrascendente, traza una línea completamente transversal y tensa por la Europa del siglo pasado y acaba con la interpretación, muy interesante y quizá menos conocida, de la película de Fassbinder [2].
También en el movimiento hippie existió como referencia.
Con una simplificación horrible de «Lili Marleen» como una especie de canción pacifista. Llegaron a salir versiones de Lili en su boda [risas].
Está la tecnología también.
Claro, trazas una línea desde las lámparas de gas hasta la historia de la radio. Luego abre camino para hablar de los frentes bélicos… Es como una especie de pompa de jabón que recorre el siglo y al final se rompe sola, por puro agotamiento. Es curioso además que sea tan desconocida, que mucha gente no sepa ni la melodía, ni siquiera recuerdo cuándo la escuché por primera vez.
¿Tienes algún recuerdo asociado a la canción?
A un día de intensísimo calor en Alemania. Estaba un domingo en Baviera, de turismo, y lo único que encontré abierto fue una librería de viejo. Tenía tanto tiempo y aburrimiento que miré todo con mucha calma. Uno de los libros que encontré fue la autobiografía de Lale Andersen, que estaba bastante inflada de contenido, pero en esencia era verdad. Me interesó lo que decía la solapa respecto a que toda la carrera musical de Andersen se sostenía por una única canción. Así que en el viaje de vuelta en tren me leí el libro con la idea de desmitificar, o matizar, esa historia, que tenía mucho potencial pero estaba contada con demasiados adornos y llena de contradicciones. Y poco a poco fui recopilando todo el material sobre la canción que cayera en mis manos.
¿Qué versión de «Lili Marleen» te gusta más?
La de Rudolf Zink, el primer compositor que tuvo la letra. Es el gran perdedor de la historia. Acabó olvidado, llevándose lo peor de la guerra en el frente ruso, perdió su casa y su trabajo de banquero. Fue la víctima, y eso que era el preferido de Lale Andersen. Sin embargo, la música que hoy todos conocemos es obra de Norbert Schultze, quien realizó una versión completamente distinta, menos lírica que la de Zink, más rítmica y desfilable (hay quien dice que copiando la melodía de un anuncio publicitario radiofónico de pasta dentífrica). Este era un tipo que estaba entre los preferidos de Hitler (en su lista con los que eran exonerados de ir al frente por su importancia cultural), y logró esquivar todo el juicio posterior al nazismo. Murió con buenas rentas, tranquilo, en su casa de Mallorca, a los ochenta y tantos años.
Vaya personaje.
Este acabó como presidente de la GEMA, que viene a ser algo así como la SGAE de Alemania [risas].
Era una cancioncita menor, ¿pero funcionó igual que otros referentes culturales de los años 30, tenía esa condición de algo perdido y más profundo que la nostalgia?
No, no llegaba a tanto. Es lo que decíamos antes, que nunca fue muy importante desde el punto de vista estético, estrictamente musical. De todas formas, yo pienso que la versión de Dietrich tiene un grado de belleza y un poder evocador que no percibo con otras de mismo momento, o con «La Marsellesa», o «Mambrú se fue a la guerra», por citar algunas. Fíjate cuando canta la Dietrich lo estudiado que está todo. La entonación de los lugares en los que cantó la canción, al principio, su pathos trágico en las últimas estrofas… A mí me parece genial.
¿Se puede medir el impacto del pasado en un país, más allá de la historia cultural?
Creo que sí, sé que hay varias maneras. Por ejemplo, me pareció muy original el descubrimiento de algo que en sociología llaman la «curva de Adolf». Imagínate que tienes un niño que nace en 1934 y le pones de nombre Adolf. ¿Qué estás diciendo con ello? No es un nombre inocente en esa época de ascenso del nazismo, y tampoco fue nunca un nombre común, como Iván, para que te hagas una idea. Ese niño Adolf, nacido en 1939, hace todavía más evidente la inclinación política de los padres. Por lo visto hubo una caída increíblemente brusca de Adolfs en las partidas de nacimiento desde 1943. Lo fuerte es que, desde entonces, nadie en Alemania tiene la idea de poner a su hijo Adolf.
En cuanto a la cultura como medida de impacto, creo que en el caso de la música ha perdido parte de ese fenómeno colectivo que fue en otros tiempos. Hoy los descubrimientos son más individuales, la repercusión en una sociedad de eso que ahora llamamos «contenidos» es diferente. Sí tenemos fenómenos globalizados, y por supuesto un acceso más inmediato, pero hace tiempo que un «producto» cultural no es codiciable, como lo fue esta canción.
NOTAS
[1] «Ichweiß, es wirdeinmalein Wundergescheh’n», compuesta por Bruno Balz, formaba parte de la película Die Große Liebe (Rolf Hansen, 1942), patrocinada por la UFA y protagonizada por la cantante y actriz sueca Zarah Leander, que vino a suplantar a Marlene Dietrich y Greta Garbo cuando se exiliaron a los Estados Unidos, y acabó ocupando el corazón del Tercer Reich. Hay una curiosa versión de esta melodía realizada por la deliciosamente decadente Nina Hagen bajo el simple título de «Zarah». No confundir el título de la película de Hansen con la opera prima de Otto Preminger, muy anterior (1931), y ambientada en la I Guerra Mundial.
[2] Lili Marleen, de R. W. Fassbinder (1980) estaba basada en la autobiografía novelada de Lale Andersen (Der Himmelhatviele Farben), encarnada (cómo no) por Hanna Schygulla con el nombre de Willie.
Fotografía de Rosa Sala Rose: rosasalarose.com.
* Lili Marleen. Canción de amor y muerte. Rosa Sala Rose.
Seebook (Barcelona, 2015).
PLAYLIST
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