En su diagnóstico del momento que vivimos, Reyes Mate no se ahorra ningún aspecto desagradable o escabroso de la sociedad actual: vivimos en una crisis de civilización caracterizada por el agotamiento de los recursos naturales, el deterioro imparable del clima, el establecimiento del beneficio económico como único factor de crecimiento, la sustitución de la competencia por la competitividad.
Una crisis de valores que, en definitiva, ha provocado el envilecimiento de la sociedad y la colocación del planeta al borde del abismo. Para colmo de males, nos hemos contagiado del «síndrome de Casandra»: el hecho de no querer ver lo que está pasando, la ceguera voluntaria.
Para invertir esta tendencia hacia la catástrofe y propiciar las condiciones de un cambio global, Reyes Mate propone «recuperar el concepto de ciudadanía como horizonte político», subraya la necesidad del cambio en cada uno de nosotros —«sin un cambio en el propio ciudadano, es muy difícil un cambio de rumbo en la sociedad»— y apuesta por tres valores cívicos fundamentales.
En primer lugar, reivindica el papel de la tolerancia, basada en dos convicciones complementarias: por un lado, la de que somos iguales, antes que diferentes; y por el otro, la de que el ser humano nunca podrá poseer la verdad, aunque sea lícito su empeño en buscarla. Porque si bien es cierto que todos somos diferentes, también lo es que todos podemos superar las diferencias; porque la diferencia debería servir para enriquecer y no para diferenciar.
En segundo lugar, defiende la responsabilidad moral, proyectada tanto hacia el futuro, si pensamos que las generaciones futuras merecen un mundo mejor que el nuestro, como proyectada hacia el pasado, para reparar en la medida de lo posible el sufrimiento de las víctimas de la historia.
Y por último, propone la construcción de una paz duradera y estable, para que el progreso no signifique «pisotear algunas florecillas al borde del camino», que era como denominaba Hegel al sacrificio de las víctimas de la historia.
Lo que está en juego, según Reyes Mate, no es cualquier cosa, sino el colapso de la civilización occidental tal y como la conocemos. Y añade que esta situación necesita un «rearme moral» para que el futuro deje de ser una predicción funesta y se convierta en un horizonte mucho más esperanzador.
El olvido convierte a los vencidos
en el botín de los vencedores
La importancia de la memoria es fundamental en su obra, hasta el punto de afirmar que es necesario repensar todas nuestras relaciones sociales a partir de ella. ¿Podría explicar en qué consiste este cometido de la memoria?
En el pensamiento occidental hay una categoría que es el logos, la razón, y siempre hemos pensado que interpretar el mundo, explicar lo que acontece, depende del buen uso de la razón. Lo que ha caracterizado esa razón era su atemporalidad: se pensaba que una explicación era mejor cuanto más tiempo durase y resistiese los avatares de las circunstancias, es decir, que valiese para todos los tiempos y para todos los lugares.
En cambio, la memoria es reivindicar una razón que tenga sentido del tiempo. Esto no quiere decir que sea una razón temporal, en el sentido de que solo valga para un momento, sino que las buenas interpretaciones y explicaciones son aquellas que tienen en cuenta el tiempo y el espacio. Esta es la novedad respecto al pasado.
¿Por qué la memoria se ha elevado a la categoría de deber?
La humanidad ha vivido una experiencia impensable debido a su enormidad, que fue el Holocausto: ese proyecto de destrucción física del pueblo judío, y también destrucción metafísica, porque los nazis además pretendían acabar con la contribución de los judíos a la historia de la humanidad. Pero cuando ocurre lo que no hemos sido capaces de pensar, entonces aparece la memoria.
La memoria es una forma de decir a la especie humana que hay mucho que se le escapa al conocimiento y a la razón y que, sin embargo, ocurre. Y si ocurre, hay que tenerlo en cuenta, aunque no haya podido ser pensado. Por tanto, la memoria es el reconocimiento de los límites del conocimiento, es entender que eso que ha ocurrido es el punto de partida del pensar, es entender que el hombre puede hacer lo que no es capaz de pensar, y es retrotraernos a lo que ha sido impensado para pensar ahora nuestro tiempo.
Sin embargo, la incorporación de la memoria dentro de la ética es un fenómeno relativamente reciente. ¿Por qué poner en estos momentos el foco de atención sobre la memoria?
Porque las víctimas se han hecho visibles y han levantado la voz. Este fenómeno, que ni siquiera empieza con el final de la II Guerra Mundial, es muy reciente. Contra lo que pudiera parecer, al final de la II Guerra Mundial hay una etapa de olvido: las potencias vencedoras no querían que los alemanes perdieran energías confrontándose con su pasado, sino que lucharan contra el comunismo; por su parte, el comunismo quería que los alemanes tampoco se enfrascaran en su pasado, sino que lucharan contra el enemigo capitalista; y por parte de los propios judíos, hay un sentimiento de vergüenza, que se traduce en consignas del tipo «no habléis de lo ocurrido» o «eso no interesa a nadie». Frente a esta primera etapa de olvido, ahora vivimos una en la que se produce este proceso de visibilización de las víctimas. Pero creo que todavía estamos lejos de conocer todas las causas que intervienen en este fenómeno.
La memoria es el reconocimiento
de los límites del conocimiento
¿Por eso, como usted ha afirmado, «la historia se ha construido sobre muchos silencios»?
La historia está construida sobre silencios porque se basa en los hechos, que son la parte triunfante de la realidad, aquello que acaba siendo, que acaba tomando forma. Los alemanes tienen una palabra para los hechos, cuya traducción es «lo que quiso ser y ha llegado a ser». Pero hay muchos proyectos que han querido ser y no han podido ser. Para los historiadores, estos proyectos son «no-hechos». Los historiadores cuentan los hechos en virtud de la parte triunfante, y esa otra historia derrotada también la cuentan en virtud de la parte triunfante. Por eso la historia está construida sobre silencios.
Desde su punto de vista, ¿nuestra cultura sufre de amnesia?
En la cultura occidental el prestigio lo tenía el olvido. Con esto no quiero decir que nuestra cultura haya despreciado el conocimiento del pasado, como muestran la Historia o la Arqueología, sino que es amnésica, porque no le ha dado importancia ni significación al pasado. Hegel es perfectamente consciente de que la historia se ha construido sobre víctimas, pero no le da ninguna importancia porque, para él, ese es el precio del progreso. Precisamente eso es el olvido.
El olvido no es tanto ignorar el pasado como despreciarlo. Por ejemplo, en la Transición hubo olvido, no porque no se supiese lo que ocurrió en la Guerra Civil, sino porque no quisimos darle importancia política a ese pasado. Por eso, la memoria no es sólo conocer el pasado, sino darle su justa significación en el presente.
¿A quién puede beneficiar esa amnesia cultural?
A los vencedores de siempre. Eso lo dice Walter Benjamin. Lo que llamamos «patrimonio cultural» no es más que el relato de los vencedores. Los vencidos siempre han sido el botín de los vencedores. Esta estrategia de olvido beneficia al vencedor, porque si tomáramos en cuenta la memoria de las víctimas, entonces cuestionaríamos todo el presente construido por los vencedores de este momento. Por eso el olvido convierte a los vencidos en el botín de los vencedores.
¿Vivimos en una sociedad a la que no le interesa depurar responsabilidades?
Clarísimamente. Y más en España. Hay una relación entre fenómenos aparentemente tan dispares como que los políticos corruptos no renuncien, que los deportistas no reconozcan el dopaje o que los intelectuales no admitan su pasado. Posiblemente esto se deba a que vivimos en una sociedad en la que no se perdona al culpable. Tenemos un concepto mítico de la culpa, opuesto al de la tradición bíblica, en la que culpa y libertad, culpa y salvación, van unidos.
En cambio, nosotros unimos culpa y condena. Por eso tenemos esa protección que es el buen nombre, la fama, el honor. Si perdemos esto, parece que nos quedamos desnudos. Esto tiene que ver con la cultura católica, que ha despreciado el valor de la conciencia a favor de la mediación, de este perdón privado que concede la Iglesia.
La memoria ocupa un papel predominante en escritores como Jorge Semprún o Primo Levi, que fueron prisioneros en campos de concentración nazis. ¿De qué manera puede contribuir la literatura a reparar la injusticia?
La misión de la literatura no es hacer justicia: el escritor no es un juez. Pero es evidente que la literatura tiene como campo privilegiado la memoria del pasado, básicamente porque es un relato. Relato, memoria y pasado son conceptos que se implican. Aunque el escritor no sea un juez, puede hacer justicia en la medida en que nos hace presentes historias pasadas a través de sus relatos. La narración de una injusticia, que suele ser el fondo de todo relato literario, es una forma modesta pero necesaria de justicia. En última instancia, el escritor es un testigo.
En la cultura occidental
el prestigio lo tenía el olvido
¿Por qué, según su opinión, «la mayoría de las teorías sobre la justicia se han basado en el olvido»?
Porque hemos confundido intencionadamente desigualdad con injusticia. La diferencia entre estos dos conceptos es que la desigualdad es algo neutro que está ahí, algo cuya genealogía no nos interesa, mientras que la injusticia analiza el origen de la desigualdad y apunta a responsables. Las teorías de la justicia priman el valor moral del sujeto que se enfrenta a la desigualdad, pero que no quiere preguntarse por el origen de las desigualdades porque ahí podría estar él o el mundo al que pertenece. Precisamente por eso repugna tanto levantar la alfombra: porque aparecerían responsabilidades muy relacionadas con ese sujeto culto y moderno, un poco superior, y de esta manera quedaría degradado.
¿Y por qué ha afirmado que «nuestro contrato social canjea las injusticias por la libertad»?
Esto lo digo a propósito de Rousseau. Él es consciente de que las desigualdades existentes no son naturales, sino que son el resultado de acciones humanas y, por tanto, son injusticias. Según él, en el «estado de naturaleza» todos los hombres son iguales, pero cuando surge la sociedad, desaparece la igualdad y aparecen las desigualdades. Esto se produce por decisiones de los seres humanos. La cuestión es cómo organizamos la sociedad partiendo de esas desigualdades y de nuestro conocimiento del pasado. Lo que cabría esperar es la construcción de una sociedad en la que saldemos las injusticias pasadas.
Pero lo que Rousseau propone en su «contrato social» es olvidarnos de lo que ha pasado para construir una sociedad en la que todos seamos iguales, una sociedad en la que todos podamos decidir en igualdad de condiciones. Nos dice: «si queréis hacer uso de la libertad, olvidaros de la justicia». Y es ahí donde yo afirmo que Rousseau trueca libertad por justicia.
También ha declarado que el perdón «es gratuito, pero no es gratis». ¿Podría aclarar el significado de esta afirmación?
El perdón es gratuito en el sentido de que nadie puede exigir a la víctima que perdone. El victimario está obligado a perdonar si quiere sanarse moralmente, pero la víctima no está obligada a hacerlo. También es gratuito en el sentido de que el perdón que se concede nunca se puede comprar con el arrepentimiento: arrepentirse es una condición necesaria, pero no suficiente para otorgar el perdón. Al mismo tiempo, el perdón no es gratis, porque el victimario tiene que reconocer la dimensión del daño que se ha hecho y, por tanto, reconocer su culpa.
¿Qué le faltó a la Transición para cumplir el objetivo de rehabilitar a las víctimas de la Guerra Civil?
Este es un país tan poco objetivo que nos cuesta valorar cada momento. Pienso que en la Transición se hizo lo que se pudo y por eso no soy un crítico radical de la misma. Hay que tener en cuenta que fue una Transición muy condicionada. Que [Adolfo] Suárez diera el paso del Movimiento Nacional a la democracia supuso una gran hipoteca para la sociedad española, porque las últimas decisiones que tomó el Consejo de Estado antes de la caída del Régimen, decisiones como que en el futuro España sea una monarquía constitucional o que las Cortes sean bicamerales o una «Ley electoral» todavía vigente, condicionaron la negociación de la Constitución y el orden actual.
Cada paso que se daba suponía también un precio. Una de las cosas que no se podía pedir entonces era mirar al pasado. Y aún así los líderes políticos consiguieron hacer cosas muy positivas. Por eso creo que el problema no fue tanto la Transición como lo que vino después de la Transición, porque en la medida en la que hemos podido asumir ese pasado no lo hemos hecho. Y las veces que se ha intentado ha acabado bastante mal, como en el caso del juez Garzón.
El filósofo debe iluminar su tiempo
para el resto de los ciudadanos
Parece que la filosofía se ha reducido a un asunto exclusivamente académico. ¿Qué parte de culpa han tenido los propios filósofos en ese alejamiento de la sociedad?
Muchísima. Es cierto que la LOMCE ha reducido el papel de la materia de Filosofía, pero siempre he pensado que el problema no era la reducción del tiempo, sino lo que los filósofos hacían con el tiempo que les quedaba. Hemos contribuido muy poco a ganar adeptos para la filosofía, entre otros motivos porque los programas son muy exigentes, y porque los propios profesores parecen preparados para transmitir conocimientos pero no para enseñar a pensar. El resultado de todo esto es catastrófico. Todo esto es muy complicado y también tiene relación con la Guerra Civil.
¿En qué sentido?
España tenía un nivel de filosofía muy importante en tiempos de la República. No era el nivel francés o alemán, pero sí era un nivel europeo. Eso se trunca totalmente con la Guerra Civil. Hay un exilio tanto de Barcelona como de Madrid de figuras señeras del pensamiento filosófico, que se van a México, Argentina, Venezuela o Chile, y que levantan el nivel de la filosofía en esos países —lo que ocurrió en México fue espectacular—. Eso supuso aquí un empobrecimiento de maestros que se agrava con el Franquismo. Aquí se impuso una filosofía acorde con el Régimen, que algunos hemos denominado el «tomismo-leninismo». Eso tuvo unos efectos desastrosos porque duró mucho tiempo y porque impidió que hubiese filosofía.
Cuando mi generación consigue liberarse, se va al extranjero y se pone al corriente de lo que se está haciendo, se produce otro efecto pernicioso: que en el fondo no volvemos, aunque regresemos. Es decir, regresamos físicamente, pero muchos siguen pendientes de esos lugares en los que han estudiado y siguen vibrando con los temas que estudiaron en aquellas universidades extranjeras, sin darse cuenta de que esos temas allí tienen un contexto político y social, pero aquí no. Al final lo que es produce es una generación de filósofos eruditos que se han leído todos los libros, pero que no han pensado su tiempo. Creo que esta es una de las desgracias de la filosofía española: que está muy bien informada, pero no es nada creativa.
¿Qué pueden hacer los filósofos para atraer a la ciudadanía al discurso filosófico?
Pensar. Yo creo que la filosofía es muy importante y uno de los problemas que tenemos en estos momentos es que, al socaire de la crisis, se están tomando medidas que están matando la filosofía. No solo se están limitando las horas lectivas y se están reduciendo las plazas en las universidades, sino que están imponiendo condiciones económicas, que quizás pueda cumplir un laboratorio de investigación, una materia que se pueda vender, pero no un Seminario de Filosofía, que además se vende muy mal. Mejor dicho, nadie la compra. La sociedad se está desprendiendo de todo el pensamiento crítico, y esta es una forma de ellas.
Se pide a los filósofos que sean fieles a la tradición a la que pertenecen. Los filósofos se han especializado en algo muy diverso pero tienen en común lo mismo: pensar su tiempo y, de esa manera, iluminarlo para el resto de los ciudadanos. El sentido de las cosas no es aparente, sino que escapa a la mirada inmediata. La humanidad ha hecho un esfuerzo enorme para desentrañar ese sentido. El filósofo es el receptor de ese patrimonio cultural y eso debería habilitarle para encontrarle sentido a los problemas de su tiempo. Si eso se apaga, desaparece una gran luz.
¿Cree que existe futuro para la filosofía?
El futuro lo veo cada vez más oscuro para todos, no sólo para la filosofía. Más que hablar del futuro de la filosofía, me parece más importante que la humanidad pensara en su propio futuro. Hemos avanzado mucho en la destrucción del futuro, hemos dado pasos de gigante para evitar que la humanidad tenga futuro. Hay sectores clave de nuestro tiempo que llaman la atención sobre el momento peligroso que estamos viviendo. Tenemos interiorizado el «síndrome de Casandra»: estamos dispuestos a no creer las malas noticias. Si queremos evitar ese final hacia el que avanzamos por la lógica del crecimiento actual, nadie va a tener futuro.
Fotos de Reyes Mate: Rubén Benítez Florido.
CONFERENCIA
Día Internacional de la Memoria del Holocausto (22 de enero de 2013)Conferencia inaugural del seminario del Día Internacional de la Memoria del Holocausto celebrado los días 22 y 23 de enero de 2013 en Casa de América (Madrid): «La memoria prohíbe guardar silencio, pero manda guardar al silencio».