Un poeta en tiempos de revolución

«El deseo de inda­gar y el ansia de des­cu­brir me han con­du­ci­do a la poe­sía, a la cual me ata mi insa­tis­fac­ción del mun­do. Debo el hábi­to de vol­car­me en la pala­bra a la pre­sun­ción de ser libre y con­tri­buir a la liber­tad cuan­do escri­bo. Es que sien­to y ejer­zo la poe­sía como una libe­ra­ción —sin desa­fío, sin heroís­mo, sin ambi­cio­nes: una autén­ti­ca liberación».

Manuel Díaz Mar­tí­nez, Sólo un leve ras­gu­ño en la sola­pa.

Decía Gabriel Gar­cía Már­quez al comien­zo de sus memo­rias que «la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuer­da y cómo la recuer­da para con­tar­la». Y esto es, pre­ci­sa­men­te, lo pri­me­ro que le vie­ne a uno a la cabe­za al ter­mi­nar de leer la auto­bio­gra­fía de Manuel Díaz Mar­tí­nez, Sólo un leve ras­gu­ño en la sola­pa, un com­pen­dio de recuer­dos per­so­na­les mar­ca­dos por lo mejor y lo peor de la revo­lu­ción cubana.

Lo mejor, por­que Díaz Mar­tí­nez per­te­ne­ció a esa gene­ra­ción de cuba­nos que no duda­ron en abra­zar la lle­ga­da de la revo­lu­ción como un nue­vo hori­zon­te fren­te a los des­ma­nes ante­rio­res, en la épo­ca de Batis­ta. Y lo peor, por­que no tar­dó en pade­cer la cara más sinies­tra de aquel movi­mien­to revo­lu­cio­na­rio —que pos­te­rior­men­te aca­bó con­vir­tién­do­se en una férrea dic­ta­du­ra— en el que bue­na par­te de la pobla­ción había depo­si­ta­do sus espe­ran­zas de cambio.

Pero antes de lle­gar al momen­to de los sue­ños rotos y la decep­ción, en los pri­me­ros capí­tu­los de sus memo­rias, se des­plie­ga el tiem­po color sepia de la infan­cia: el recuer­do ama­ble y nos­tál­gi­co de sus padres y de sus abue­los, de las casas en las que trans­cu­rrió su niñez en com­pa­ñía de su familia.

Lle­va­dos de la mano por la habi­li­dad de un cro­nis­ta con­su­ma­do, tam­bién asis­ti­mos al tiem­po aven­tu­re­ro de la juven­tud, en el que pare­ce que el mun­do toda­vía está por hacer y que todo es posi­ble por el mero hecho de desear­lo. En este pun­to de la narra­ción ya hay deta­lles de lo que va a ser uno de los ejes ver­te­bra­do­res en la vida de Díaz Mar­tí­nez: su anhe­lo inque­bran­ta­ble de saber, la volun­tad de con­tem­plar la exis­ten­cia con la mira­da pues­ta en los detalles.

La poe­sía como búsqueda.

En el cen­tro de ese afán de cono­ci­mien­to, se encuen­tra la crea­ción de un len­gua­je poé­ti­co que con­si­ga dar cuen­ta de una reali­dad plu­ri­for­me y cam­bian­te, siem­pre estimulante.

«Creo que la poe­sía no es un mun­do apar­te, sino una par­te del mun­do. Y pien­so que la gran­de­za de un poe­ta estri­ba en la fuer­za reve­la­do­ra del idio­ma con que res­pon­de a la pro­vo­ca­ción de las cosas, en la ampli­tud de su capa­ci­dad de res­pues­ta a los infi­ni­tos estí­mu­los con que las infi­ni­tas cosas lo aco­san», pode­mos leer en uno de los párra­fos de estas memo­rias que tra­za una poé­ti­ca impro­vi­sa­da, la con­cep­ción que tie­ne el poe­ta tan­to de su queha­cer coti­diano como de la lucha que enta­bla con el len­gua­je en esa bús­que­da de la pala­bra exacta.

El poe­ta no pue­de dejar nun­ca de ser­lo, ni siquie­ra cuan­do tem­po­ral­men­te deja de fago­ci­tar ver­sos para escri­bir su auto­bio­gra­fía. Se nota en el esti­lo pul­cro y con­ci­so que uti­li­za para narrar lo acon­te­ci­do, lejos de super­fi­cia­li­da­des, de digre­sio­nes gra­tui­tas que con­duz­can al lec­tor por sen­de­ros que no son los impres­cin­di­bles. Se nota en los párra­fos tra­ba­ja­dos con la peri­cia de un escul­tor que con­si­gue escul­pir a tra­vés de pala­bras las imá­ge­nes que se le agol­pan en la cabeza.

Habría que seña­lar tres carac­te­rís­ti­cas en el esti­lo de Díaz Mar­tí­nez que lo con­vier­ten en un poe­ta muy acce­si­ble, a la mane­ra de Ángel Gon­zá­lezLuis Gar­cía Mon­te­ro, con una mane­ra de expre­sar muy a pie de calle, que tie­ne la vir­tud de huma­ni­zar todo lo que cuenta.

La pri­me­ra es un sen­ti­do del humor sabia­men­te repar­ti­do a lo lar­go del tex­to, a menu­do camu­fla­do en una soca­rro­ne­ría implí­ci­ta. Ade­más de fomen­tar el jue­go lite­ra­rio con el lec­tor, podría infe­rir­se que la uti­li­za­ción de esta fina iro­nía res­pon­de a la nece­si­dad del autor de tomar una cier­ta dis­tan­cia fren­te a los hechos que des­cri­be; tam­bién de para­pe­tar­se ante las decep­cio­nes del mundo.

La segun­da carac­te­rís­ti­ca lla­ma­ti­va es el tono con­ver­sa­cio­nal del libro. Qui­zás por haber cre­ci­do su obra al abri­go de la revo­lu­ción, con su acen­tua­da defen­sa de un esti­lo acce­si­ble para los lec­to­res de cual­quier con­di­ción, lo cier­to es que su pro­sa res­pon­de fiel­men­te al man­da­to de «escri­bir para la vida». Una pro­sa nada her­mé­ti­ca ni ensi­mis­ma­da en sus pro­pias mie­les, sino al ser­vi­cio de todo aquel que desee acer­car­se a ella.

Como últi­ma carac­te­rís­ti­ca, cabría des­ta­car el recur­so cons­tan­te a la anéc­do­ta, que per­mi­te des­car­gar al tex­to de un dra­ma­tis­mo exce­si­vo, sobre todo duran­te la des­crip­ción de los acon­te­ci­mien­tos más luc­tuo­sos de la per­se­cu­ción política.

Y es que como buen cubano, cari­be­ño al fin y al cabo, Díaz Mar­tí­nez no des­apro­ve­cha nin­gu­na oca­sión para colar un chas­ca­rri­llo, algu­na anéc­do­ta jugo­sa, a menu­do con un pun­to pro­vo­ca­ti­vo, cada vez que las cir­cuns­tan­cias lo requie­ren. Y en este libro, como se verá a con­ti­nua­ción, hay muchas que así lo aconsejan.

Heber­to Padi­lla (foto: Vas­co Szinetar).

El «caso Padilla».

Como una libe­ra­ción inte­rior, pero tam­bién como una for­ma de con­so­li­dar el espa­cio de la liber­tad. Podría decir­se que así es como con­ci­be Díaz Mar­tí­nez su voca­ción, su idea del ofi­cio: «Lo del poe­ta es crear su pro­pio códi­go des­de la liber­tad, a par­tir de sus con­vic­cio­nes y dudas, de sus espe­ran­zas y temo­res, y poner­lo en el mun­do como se pone en cir­cu­la­ción una moneda».

En este sen­ti­do, Sólo un leve ras­gu­ño en la sola­pa no es solo un tes­ti­mo­nio per­so­nal, sino tam­bién, y lo que no es menos impor­tan­te —sobre todo en los tiem­pos que corren, con el fan­tas­ma de los tota­li­ta­ris­mos cam­pan­do a sus anchas en el esce­na­rio polí­ti­co de todo el glo­bo — , una refle­xión acer­ca de la opre­sión en los esta­dos autoritarios.

Para el caso, poco impor­ta dis­cu­tir si el gobierno de esos Esta­dos son de izquier­das o de dere­chas, pues no se tra­ta de hacer pro­se­li­tis­mo polí­ti­co, sino de denun­ciar que cuan­do se radi­ca­li­zan, ambos mode­los de Esta­do aca­ban siem­pre con el mis­mo resul­ta­do: la supre­sión radi­cal de las liber­ta­des individuales.

Si hubie­se que ele­gir, de entre todos los suce­sos rela­ta­dos en el libro, aque­llos en los que el régi­men cas­tris­ta mos­tró su ver­sión más deplo­ra­ble y sinies­tra, segu­ra­men­te esta­ría­mos per­sua­di­dos de seña­lar los siguien­tes como los tres más estremecedores.

El pri­me­ro de ellos ocu­rre cuan­do Díaz Mar­tí­nez for­ma par­te de un jura­do de poe­sía y la orto­do­xia del régi­men inten­ta, pri­me­ro ale­jar­lo de ese jura­do ale­gan­do todo tipo de pre­tex­tos, y lue­go coac­cio­nar­lo para que no vota­se a favor el poe­ma­rio que a todas luces se sabía gana­dor por su cali­dad literaria.

El moti­vo adu­ci­do por los fun­cio­na­rios del régi­men en aque­lla oca­sión —que pos­te­rior­men­te se con­ver­ti­ría en una de las más céle­bres debi­do a su reper­cu­sión inter­na­cio­nal— era que el jura­do iba a pre­miar a un escri­tor supues­ta­men­te contrarrevolucionario.

Corría el año 1968 y los «cua­dros» del régi­men se mos­tra­ban tan ner­vio­sos como asus­ta­dos por el ambien­te de aper­tu­ra polí­ti­ca que se esta­ba pro­pa­gan­do en algu­nas repú­bli­cas con­tro­la­das por el ban­do sovié­ti­co y que des­em­bo­có en acti­tu­des abier­ta­men­te desa­fian­tes como la «Pri­ma­ve­ra de Praga».

Con la inten­ción de impe­dir posi­bles cona­tos de des­obe­dien­cia, o sim­ple­men­te movi­dos por una sos­pe­cha para­noi­ca, poco antes del fallo del pre­mio lite­ra­rio, los altos car­gos del régi­men diri­gi­dos por Raúl Cas­tro —en la actua­li­dad pri­mer man­da­ta­rio de la nación — , hicie­ron cir­cu­lar el rumor de que si se con­ce­día el pre­mio a ese escri­tor habría «con­se­cuen­cias» para los que vota­ran a favor del poemario.

A estas altu­ras, muchos lec­to­res ya habrán iden­ti­fi­ca­do esta his­to­ria amplia­men­te cono­ci­da como el tris­te­men­te céle­bre «caso Padi­lla», el cual, ade­más de gene­rar fuer­tes ten­sio­nes den­tro de la isla entre los inte­lec­tua­les y el régi­men, pro­vo­có dos hechos memo­ra­bles en la his­to­ria de la lite­ra­tu­ra, si bien por cau­sas opuestas.

Por un lado, con­vo­có la que pro­ba­ble­men­te haya sido una de las lis­tas más lar­gas de escri­to­res —entre los que se encon­tra­ban nom­bres como Susan Son­tag, Jean-Paul Sar­tre, Simo­ne de Bea­voir, Luis Goy­ti­so­lo, Car­los Fuen­tes, Mario Var­gas Llo­sa y otros escri­to­res de reco­no­ci­do pres­ti­gio a nivel mun­dial — , que fir­ma­ron un mani­fies­to para mos­trar su apo­yo a Padi­lla y, de paso, defen­der la liber­tad de expre­sión y la auto­no­mía de los creadores.

Por otro lado, y aun­que este hecho solo se men­cio­na en el libro por enci­ma, sem­bró la «man­za­na de la dis­cor­dia» entre los inte­gran­tes del lla­ma­do «boom» de la lite­ra­tu­ra his­pa­no­ame­ri­ca­na, sepa­ran­do en dos ban­dos irre­con­ci­lia­bles a sus miem­bros más cons­pi­cuos: el ban­do que siguió apo­yan­do a la revo­lu­ción, aun­que con reti­cen­cias más o menos explí­ci­tas, for­ma­do por Julio Cor­tá­zar y Gabriel Gar­cía Már­quez; y el ban­do que rom­pió inme­dia­ta­men­te su com­pro­mi­so con ella, inte­gra­do por Car­los Fuen­tes y Mario Var­gas Llosa.

Manuel Díaz Mar­tí­nez for­mó par­te de aquel jura­do y, a pesar de las pre­sio­nes ins­ti­tu­cio­na­les y de los con­se­jos de los ami­gos, votó por el poe­ma­rio de Padi­lla, que fue ele­gi­do gana­dor por unanimidad.

Del «rea­lis­mo socia­lis­ta» al «socia­lis­mo realista».

El segun­do momen­to álgi­do se pro­du­ce en 1971, tres años des­pués del fallo del pre­mio, con el acto de arre­pen­ti­mien­to esce­ni­fi­ca­do por Padi­lla para incul­par­se a sí mis­mo y a sus com­pa­ñe­ros de letras por los «erro­res» con­tra la revo­lu­ción come­ti­dos en el pasa­do. Ni que decir tie­ne que aque­llo no fue más que una far­sa orques­ta­da por el régi­men dig­na del mejor dra­ma­tur­go, para lavar­se la cara ante la opi­nión inter­na­cio­nal y, de paso, des­acre­di­tar públi­ca­men­te a sus opo­si­to­res más acérrimos.

Tam­po­co hará fal­ta seña­lar que entre los nom­bres de aque­llos com­pa­ñe­ros men­cio­na­dos por Padi­lla en su ejer­ci­cio de «auto­crí­ti­ca» —resul­tan gro­tes­cos los eufe­mis­mos que uti­li­zan las dic­ta­du­ras para maqui­llar sus atro­pe­llos— se encon­tra­ba el de su ami­go Manuel Díaz Mar­tí­nez, quien, a su vez, en aquel mis­mo acto, cul­pó de todo aquel des­afue­ro a la diri­gen­cia polí­ti­ca por no haber sabi­do pro­pi­ciar un diá­lo­go edi­fi­can­te entre ellos y los intelectuales.

En medio de toda aque­lla «caza de bru­jas», mere­ce la pena seña­lar el férreo blin­da­je que ins­ta­lan los secua­ces del régi­men alre­de­dor de Díaz Mar­tí­nez y de su queha­cer lite­ra­rio: de su labor como perio­dis­ta, des­pués de haber sido des­ti­tui­do de su car­go como direc­tor de un impor­tan­te perió­di­co; de su acti­vis­mo como poe­ta, tras haber sido apar­ta­do de la Unión Nacio­nal de Escri­to­res y Artis­tas de Cuba (UNEAC); e inclu­so, de su pro­pia voca­ción de poe­ta, al haber sido con­fi­na­do a una vida semi­clan­des­ti­na y casi anó­ni­ma duran­te más de die­ci­séis años, sin poder publi­car sus libros ni fir­mar los artícu­los que escri­bía ni par­ti­ci­par en los actos lite­ra­rios que se orga­ni­za­ban tan­to den­tro como fue­ra de las fron­te­ras de su país.

Segu­ra­men­te, como él mis­mo lo ha expre­sa­do en varias oca­sio­nes, aquel perío­do de su vida posi­ble­men­te fue la cons­ta­ta­ción más pal­pa­ble de que una cosa era el «rea­lis­mo socia­lis­ta» y otra muy dis­tin­ta el «socia­lis­mo realista».

Camino del exilio.

El ter­cer y últi­mo epi­so­dio en esta his­to­ria de repre­sión se cen­tra en los actos de repu­dio que comen­za­ron a sufrir, en el año 1991, los fir­man­tes de la «Car­ta de los Diez», una decla­ra­ción en la que un gru­po de inte­lec­tua­les cuba­nos de La Haba­na pedían al gobierno un pro­ce­so de diá­lo­go, con la par­ti­ci­pa­ción de repre­sen­tan­tes de todas las corrien­tes ideo­ló­gi­cas, con el obje­ti­vo de lle­gar a un con­sen­so sobre las posi­bles sali­das a la cri­sis nacional.

Aquel tex­to insis­tía en los pro­ble­mas de la nación —algo que la ofi­cia­li­dad del régi­men no esta­ba dis­pues­ta a admi­tir — , y recla­ma­ba la rea­li­za­ción de un refe­rén­dum demo­crá­ti­co —una opción des­car­ta­da de plano — , al tiem­po que apos­ta­ba por el plu­ra­lis­mo polí­ti­co, la liber­tad de pren­sa y el res­pe­to a los dere­chos civi­les. De nue­vo, el nom­bre de Manuel Díaz Mar­tí­nez figu­ra­ba entre los inclui­dos al pie de aque­lla declaración.

A par­tir de ahí se vol­vie­ron sis­te­má­ti­cos con­tra muchos de aque­llos fir­man­tes los actos de repu­dio, eje­cu­ta­dos abier­ta­men­te o de for­ma subrep­ti­cia, fomen­ta­dos de mane­ra direc­ta o sim­ple­men­te tole­ra­dos por el régi­men: se estre­cha­ba el cer­co sobre los inte­lec­tua­les, se ali­men­ta­ban las pre­sio­nes y las humi­lla­cio­nes, se fomen­ta­ban las vejaciones.

De todo ello da cuen­ta Díaz Mar­tí­nez no solo en esta auto­bio­gra­fía, sino tam­bién en un artícu­lo publi­ca­do fue­ra de las fron­te­ras de Cuba, en el perió­di­co El País, «Cró­ni­ca de un deli­to anun­cia­do», que denun­cia lo que era un secre­to a voces para la comu­ni­dad inter­na­cio­nal des­de hacía mucho tiem­po: la per­se­cu­ción polí­ti­ca y el escar­nio públi­co como prác­ti­cas habi­tua­les del régimen.

El ambien­te pla­ga­do de ten­sio­nes y de des­es­pe­ran­za que se ins­ta­ló des­pués de la «Car­ta de los Diez» sig­ni­fi­có para Manuel Díaz Mar­tí­nez la deci­sión de par­tir al exi­lio. Tras una bre­ve estan­cia en la ciu­dad de Cádiz en el año 1992, Díaz Mar­tí­nez reca­ló en Gran Cana­ria, otra isla igual que la suya, tam­bién baña­da por el Atlán­ti­co. Quién sabe si para aho­rrar­se algu­nas de las nos­tal­gias de la distancia.

Retra­to de Manuel Díaz Mar­tí­nez: © Nie­ves Delgado.

. Sólo un leve ras­gu­ño en la sola­pa. Manuel Díaz Martínez.
AMG-RGP Edi­to­res (Logro­ño, 2002).

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