El escritor no anda a la busca de historias: escribe porque las ha encontrado y está seguro de que vale la pena contarlas. Antonio Muñoz Molina, Pura alegría. |
Al principio de El invierno en Lisboa, hay un narrador innominado y un tanto misterioso del que se sabe muy poco o casi nada, tan sólo que le gusta alternar hasta altas horas de la madrugada por bares donde el jazz es el elemento protagonista.
Se sabe de la amistad entre ese narrador misterioso, que se mantiene anónimo durante toda la novela, y un famoso pianista de jazz, Santiago Biralbo, que se encuentra en un imparable proceso de decadencia profesional y personal: una caída en picado hacia un abismo insondable cuya única tabla de salvación parece ser su devoción por la música, que interpreta todas las noches en locales de nombres exóticos y cosmopolitas.
A lo largo de una trama que crece como en una espiral a través de constantes viajes al pasado, el lector descubre que este pianista de jazz se enamora de una mujer enigmática y seductora, Lucrecia, una especie de femme fatale casada con un oscuro traficante de arte que está enredado en negocios de dudosa legalidad.
Además descubre que Lucrecia también acaba enamorándose perdidamente del pianista, pero que se ve obligada a huir inesperadamente de alguna contingencia relacionada con los asuntos turbios de su marido, algo que no se menciona claramente pero que se intuye grave y decisivo.
Ya avanzada la novela, el lector finalmente se entera de que la huida precipitada de Lucrecia y su alejamiento del pianista están relacionados con el robo de un valioso cuadro de Cézanne, no sólo codiciado por su marido, sino también, y lo que es mucho más peligroso, por unos matones que la persiguen para recuperar el lienzo.
Con estos mimbres característicos de una novela negra, Antonio Muñoz Molina construye una historia de amor imposible que trasciende con creces los límites y los cánones del género para ingresar directamente en las mejores páginas de la literatura. Porque más allá de este eje argumental se encuentra todo lo que hace que la historia sea sugerente desde la primera hasta la última línea.
Y es que en la narrativa de Muñoz Molina a menudo es mucho más importante lo que se esconde o se intuye detrás de la trama principal, y que le sirve de excusa para desarrollar originales reflexiones paralelas a ella, que la historia que el novelista muestra explícitamente a los lectores.
Se trata de pequeñas digresiones cuyos temas oscilan entre la experiencia estética del músico enfrentado al oficio que le proporciona sentido a su existencia, hasta la concepción del arte como salvación individual ante la mediocridad y la rutina, pasando por el papel de la amistad en vidas asediadas por la frustración y el desconsuelo, la posibilidad de la justicia en un mundo envilecido, la fragilidad de una felicidad esquiva y traicionera, el espejismo embaucador de los recuerdos o la persecución incansable del amor.
Además de estas reflexiones diseminadas a lo largo de la narración, otra de las cualidades más destacables de Muñoz Molina es la recreación mítico-poética de los espacios, algo que consigue a través de un estilo depurado, una prosa sinuosa y envolvente y un lenguaje cargado de simbolismo. Descripciones minuciosas y profundas que se dilatan a lo largo de algunas páginas de extremada belleza, que se alejan del tópico fácil y de los lugares comunes, para crear espacios únicos y singulares.
Hablamos, por ejemplo, de los ambientes tan bohemios y decadentes en esos bares donde suele trabajar el protagonista, Santiago Biralbo: cementerios anónimos de almas sin rumbo que ahogan sus miserias a ritmo de música y de alcohol en medio de una soledad autárquica y sin matices, como la que exhibe el propio narrador innominado de la historia.
Pero también hablamos de la reinvención mítico-poética de espacios exteriores, como los que pertenecen a las tres ciudades principales donde se desarrolla la trama: Madrid, San Sebastián y Lisboa. Ciudades vistas por el autor como lugares desapacibles, inhóspitos y huraños en los que casi siempre hace frío o llueve, en los que la gente camina forrada en sus gabardinas hasta el cuello por las calles desiertas.
Ciudades desdibujadas por la niebla y el desamparo, especialmente en la recreación de una Lisboa misteriosa y taciturna, con su entramado de calles laberínticas y desvencijadas que parecen mimetizar, como si de un espejo del alma se tratase, la soledad de los protagonistas.
La propia presentación fragmentada e inconexa de los acontecimientos, incluso alucinada en ocasiones, la superposición sucesiva de escenarios, tiempos y protagonistas, contribuyen a fomentar ese ambiente fantasmagórico que predomina en toda la novela.
Como recordar es un ejercicio anárquico y desestructurado, la narración del pasado, evocado por del narrador sin demasiado orden ni concierto, como si fuesen fogonazos espontáneos de la memoria, se mezcla sin solución de continuidad con los personajes y las acciones del presente, e incluso del futuro inmediato.
Pero si hay una presencia apabullante e ineludible en la novela es el jazz, que se erige casi como un modo de vida o una forma de entender el mundo, tanto para los músicos que lo interpretan con una pasión insobornable, como para los oyentes que lo disfrutan con la devoción de una liturgia pagana.
Una música que se desliza sin querer, que se deja oír a lo largo de las páginas como por arte de magia, como si ninguno de ellos, intérpretes y oyentes, pudiesen vivir al margen de ese consuelo espiritual, casi religioso, que el jazz les proporciona.
Una característica que recuerda en más de una ocasión al relato «El perseguidor» de Julio Cortázar, en el que también un narrador externo trata de transmitir al lector la magia y la atracción de una música que parece sólo apta para iniciados.
Afirmar que al interpretar sus partituras los músicos de jazz se abstraen de los problemas y las preocupaciones de la realidad, sería un reduccionismo grosero que no hace justicia a la profundidad, la comunión con la belleza, la catarsis espiritual que tanto Julio Cortázar como Antonio Muñoz Molina tratan de transmitirnos a través de sus personajes.
Se trata, por tanto, de algo más grave y al mismo tiempo más sutil e indescriptible: una suerte de regocijo estético en el que todo permanece en suspenso, como si el tiempo de repente dejara de transcurrir, en el que no parece existir en el mundo nada más importante para ellos que la música que interpretan.
Casi al final de la novela hay una escena impactante en la que el protagonista corre desesperadamente por las calles de Lisboa mientras es perseguido por uno de los matones que quiere apresarle.
La sensación de riesgo inminente y de tragedia, la angustia del que se sabe acorralado y sin salida, la dilatación elegíaca de una escena que parece una pesadilla a cámara lenta, la precisión de los detalles visuales, la fuerza del lenguaje simbólico, parecen elementos combinados para crear una sensación de amenaza perpetua. Un peligro que acecha constantemente la encrucijada en la que se ha convertido la vida de los protagonistas, como si un invierno eterno formara parte de ellos.
* Ilustración de cabecera: «Jazz nocturne» (Ailsa Craig, 2011).
ESTUDIO
La música, motivo constitutivo de la trama amorosa de «El invierno en LisboaActa firmada por María-Teresa Ibáñez de Ehrlich, correspondiente al XII Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, celebrado en la Universidad de Birmingham del 21 al 26 de agosto de 1995 (Fuente: Centro Virtual Cervantes).
CONFERENCIA
«Los límites de la ficción»
Conferencia impartida el miércoles 3 de diciembre de 2008, dentro del ciclo «Escritores en la Biblioteca» organizado por el Foro Complutense de la Fundación General UCM en el salón de actos de la Biblioteca Histórica «Marqués de Valdecilla». El escritor es presentado por el Decano de la Facultad de Filología, Dámaso López García, y por la Directora del Foro Complutense, Rosa Falcón Araña.