Tras la apariencia de un título tan irreverente y provocador como ¡Me cago en Godard! (Arpa, 2019), Pedro Vallín hace un repaso por la historia del cine bajo una premisa muy explícita: el cine de Hollywood no es tan intrascendente, ni se encuentra tan alejado de las circunstancias sociales, y ni siquiera tiene un talante tan reaccionario, tal y como la crítica europea marxista ha interpretado el cine procedente del otro lado del Atlántico.
Sin embargo, el libro tampoco constituye una crítica al «cine de autor», del que Pedro Vallín se declara entusiasta, sino más bien un reproche a la crítica cinematográfica que desprecia el cine de Hollywood (etiquetado despectivamente como «cine de masas»), como si este no fuese más que un producto de fácil digestión, carente de mensaje y diseñado para adoctrinar en valores reaccionarios a consumidores poco exigentes.
Con estos mimbres, y con profusión de ejemplos cinematográficos (películas, directores, escuelas y corrientes de cine), el libro trata de mostrar que si hay un tipo de cine ególatra y conservador, fuertemente descontextualizado, ensimismado en las obsesiones personales de sus creadores y contaminado de valores hegemónicos, ese es el «cine de autor», y no el que se ha realizado tradicionalmente en Hollywood.
Basándose en las teorías sobre el concepto de «autoría» de Walter Benjamin (narrador versus autor), y la defensa que hace Fernando Savater de los relatos tradicionales, como formas narrativas de proporcionar sentido a los valores de una comunidad, Pedro Vallín propone que el espectador interprete la evolución del cine desde presupuestos más flexibles, libres de prejuicios dominantes y de corsés culturales, y más allá de la histórica oposición entre «cine de autor» y «cine de masas».
A propósito de ¡Me cago en Godard!, hemos tenido la oportunidad de conversar con su autor sobre todos estos temas. Y también, debido a su trabajo como periodista, hemos aprovechado para hablar del momento en el que se encuentra la crítica cinematográfica, del cometido de la prensa cultural, de la relación entre los críticos y los espectadores, así como de la evolución de los géneros cinematográficos y de los nuevos hábitos de los consumidores.
Sin olvidar que, desde hace un tiempo, todos estos temas se encuentran en medio de un profundo proceso de transformación provocado por la irrupción de las plataformas digitales en la industria cinematográfica, un mercado que siempre ha sido muy permeable a los avances tecnológicos.
El cine es magia inventada por la ciencia
Aunque el título parezca sugerir lo contrario, ¡Me cago en Godard! no es una crítica al «cine de autor», sino a un sector de la crítica cinematográfica hegemónica (europea y de izquierdas, en su mayoría), que acusa al cine norteamericano de ser intrascendente («cine de palomitas»), descomprometido con la realidad circundante y de talante político reaccionario. ¿Cómo fue el proceso de gestación de esta premisa?
El título del libro ha funcionado como reclamo y también como bandera. Desde el principio me gustaba esa idea de que el título pareciese un argumento en contra del «cine de autor» (que está muy caricaturizado), pero en realidad el libro (o, al menos, su parte más seria) es una revisión de la historia de Hollywood durante el siglo XX.
La idea del libro siempre fue explicar que el cine de Hollywood es progresista de forma mucho más acentuada que el «cine de autor», que gira en torno a valores burgueses. No pretendía impugnar el «cine de autor», ni restarle valor. Esto sería equivalente a negar mi propia biografía: siempre he sentido una devoción absoluta por las películas de Eric Rommer, por ejemplo. Es cierto que tengo muy mala relación con el Godard posterior a los años 80: me parece un cineasta continuamente enfadado, que siempre está anunciando la muerte del cine, aunque reconozco que sus primeras películas me gustan mucho.
Mientras lo escribía, ¿no pensaba que iba a ponerse en contra de buena parte de sus compañeros de profesión?
En realidad, me ha sorprendido la buena acogida que ha tenido el libro, y no solo entre el público, sino también entre los compañeros de profesión, incluidos los que no están de acuerdo con su tesis principal. Lo cierto es que ha cosechado muy buenas reseñas, y entre ellas incluyo las que estaban escritas desde la discrepancia con las ideas contenidas en él. La intención era sacudir algunos lugares comunes y generar discusión en torno a ellos, para testar aquellas ideas que dábamos por ciertas sin cuestionarlas.
La tesis del libro es que el cine de Hollywood es progresista, comprometido y de izquierdas. En este sentido, es un libro escrito a contracorriente de la opinión hegemónica…
Es que el objetivo del libro era combatir algunos lugares comunes, como la distinción entre «producto» (que hace Hollywood) y «obra» (que hace el cine europeo), que no responde a la evidencia material de la creación cinematográfica. Por eso digo que nunca quise hacer una crítica al «cine de autor», sino una revisión justa del cine de Hollywood.
El problema es que el cine de Hollywood es tan amplio que podría servirte de ejemplo para sostener cualquier tesis, siempre que citases los títulos adecuados. Este es uno de los motivos por el que únicamente menciono películas muy conocidas: para que el lector pueda contrastar fácilmente las tesis del libro con las películas que ya ha visto.
Pero el libro va mucho más allá que esta revisión del cine de Hollywood, para hablar también de la distinción tradicional entre «alta cultura» y «cultura de masas», o entre «artistas» y «artesanos»…
La denominada «cultura de masas», mucho más que «alta cultura», tiende a ser un reflejo de la sociedad, de sus incertidumbres, de sus ansiedades y de sus deseos. En este sentido, una empresa como el cine, que es la expresión cultural hegemónica del siglo XX, más que cualquier otra forma artística, es un espejo del progreso de la sociedad. En torno a la difusión de la cultura hay algunos debates que, lejos de lo que se pudiera pensar a simple vista, están cerrados en falso o directamente no están cerrados, y que afectan tanto a los creadores, como a los gestores de cultura y a los periodistas culturales. Lo voy a expresar con una pregunta que se podría lanzar a cualquier ministro de cultura: usted, ¿para quién gestiona los recursos: para los creadores o para los consumidores de su país?, ¿cuál sería el objetivo final de una buena gestión cultural: que el consumidor pueda acceder a la cultura o que el creador pueda ejercer su trabajo? Es una pregunta que nadie se hace porque todo el mundo sobreentiende que un Ministerio de Cultura debe trabajar para facilitar las cosas a los creadores o a los productores culturales, y desatiende la otra parte: la de los consumidores culturales. Otra pregunta interesante: ¿debería figurar entre las tareas del gobierno el hecho de que hubiese suficientes traducciones literarias? Este cuestionamiento debería alcanzar también al periodismo, y preguntarnos si este debería servir a la construcción de una industria cultural sana o a la formación de las personas que consumen esos productos culturales. Se trata de elegir entre dos roles diferentes del periodista cultural: si este debería ser un «descubridor de tesoros» que encuentra la pieza rara, o si debería ser un mero intérprete de la cultura en cualquier momento.
¿Cómo se traslada esto al día a día de un periodista cultural o de un crítico de cine?
Lo más habitual es que en un periódico no se promocione demasiado una película mainstream, bajo el argumento de que «esa película ya se promociona sola», y se dedique el espacio a las películas «pequeñas» que no cuentan con otro tipo de promoción. Pero a este argumento se le puede dar la vuelta y objetar que esa película «pequeña» no habla tanto de la sociedad ni del presente como el éxito esperado de la película mainstream. ¿No sería un deber del periodista cultural decodificar por qué esa película mainstream es un éxito de taquilla y la otra no?
Cuando una película permanece veinte semanas como número uno de taquilla en un mercado como el español, inevitablemente tendríamos que pensar que esa película ha conseguido conectar con alguna «tecla» del público. ¿No sería la tarea principal del periodista cultural dilucidar en qué consiste esa «tecla» y por qué ha conseguido conectar de esa manera tan fuerte con la sensibilidad de los espectadores?
¿Algún ejemplo?
Yo me preocupé mucho cuando vi la saga Crepúsculo, porque comprobé que estaba basada en un relato en el que se recuperan los roles del amor romántico propios del siglo XIX, pero en una época como la nuestra, posterior a la revolución sexual. Y me escandalicé de que este relato de una mujer pasivo-agresiva, que no hace nada para evitar una guerra, estuviera prendiendo entre la juventud. La pregunta que debíamos hacernos en aquel momento era qué estaba pasando con la juventud para volver a defender unas ideas sobre el amor romántico que se consideraban completamente superadas desde hacía mucho tiempo. Resulta bastante evidente que en aquel momento hubo un giro conservador entre los adolescentes.
Pues bien, al hilo de todo esto, cabe preguntarse si la misión del periodista cultural es descubrir el último hallazgo del cine coreano, o bien dar una explicación plausible de por qué la saga Crepúsculo tiene ese poder de seducción entre los adolescentes de una determinada época. Este es el tipo de debate sobre la cultura y sobre la función del periodismo cultural que considero mal cerrados. O que no están cerrados en absoluto.
¿No se podría aducir contra este argumento que la enorme promoción de una película en los medios tiene mucho que ver con el éxito entre el público?
Es cierto, pero la promoción se agota después del primer fin de semana del estreno de una película. Si la película no le gusta al público, la promoción no tiene nada que hacer para compensar esa falta de interés de los espectadores. Por ejemplo, Avatar estuvo veinte semanas en cartel, y nadie se molestó en hacer, no ya un análisis medianamente sofisticado sobre ella, sino simplemente explicar las causas de aquel fenómeno de taquilla. La crítica la desdeñó como una película para adolescentes cuyo único mérito era estar muy bien hecha. Muchos dijeron que era por los efectos especiales del 3D, que estaban de moda en aquel momento, pero en esa misma época también se estrenaron Furia de titanes y Alicia en el país de las maravillas, que no estuvieron en cartel tanto tiempo como Avatar. No puedo evitar echar de menos este tipo de análisis en la crítica.
¿Qué otro tipo de análisis echa de menos en la crítica?
Por ejemplo, podríamos preguntarnos por qué el género de la ciencia-ficción, que había sido predominantemente existencial en los años 80 (con temas como la relación del individuo con la realidad, la de la memoria con la identidad, etc.), de repente se volvió marxista y regresó a las grandes parábolas sociales con el cambio de siglo. ¿Por qué Los juegos del hambre describe una situación similar a la de la Francia prerrevolucionaria, con los campesinos alrededor de Versalles? ¿Qué significa que esa saga tuviese un gran éxito?
Este es el tipo de cuestiones que el periodismo cinematográfico habitualmente no suele atender. Sin embargo, este periodismo centra todos sus esfuerzos en descubrir la última gran obra de un cineasta muy raro, con un apellido larguísimo, que ha pasado por el Festival de Cannes, y que, en el mejor de los casos, va a ser un gran éxito en los cines de versión original. Es más, este tipo de cine, aún siendo muy interesante, nos habla mucho del concepto de «autoría», de la capacidad del artista para crear algo, pero nos habla muy poco el ecosistema cultural y del modelo de sociedad en el que se desarrolla. Por eso creo que se dedican muy pocas páginas al cine mainstream (no en el sentido de publicidad, sino de análisis), que no tratan de entender por qué determinadas películas se convierten en un fenómeno. La pregunta fundamental sería qué nos están diciendo estas películas de nuestra sociedad.
¿Tiene que ver con lo que consideramos valioso por sí mismo?
Está relacionado con la mistificación del objeto cultural: se le presta tanta atención, se lo descontextualiza de su éxito en la sociedad, porque el romanticismo convirtió el objeto cultural en un intangible, en un bien espiritual. Trato de combatir este romanticismo cultural y me sitúo en la posición de una especie de paleontólogo que estudia la cultura. Y por cultura deberíamos entender no solo las pinturas en una cueva, sino también los instrumentos que se utilizan para comer y para cazar.
Para mí, ese es el enfoque adecuado para descifrar e interpretar la cultura. La cultura es una expresión de nosotros como sociedad y como civilización en un momento histórico. Y todos los productos culturales hablan constantemente de nosotros.
¿No cree que el «cine de autor» tiende siempre a sobrevivir a cualquier tipo de moda, precisamente porque su argumentario es intemporal y no se basa tanto en el contexto en el que es creado?
También hay que tener en cuenta que muchos de los grandes clásicos que vemos en la actualidad fueron grandes éxitos en su momento. Otro de los lugares comunes, que es absolutamente falso, consiste en afirmar que la crítica y el público tienen gustos diferentes. Pero la mayoría de las veces las cosas que le gustan al público y a la crítica suelen ser las mismas. Cuando a un crítico le gusta mucho, pongamos por caso, una película iraní o coreana, seguramente al público al que le gusta ese tipo de cine también le va a gustar mucho esa película. Del mismo modo que, si a la crítica no le gusta nada una película coreana o iraní (que también suele pasar), es muy probable que al público acostumbrado a ese cine tampoco le guste. Es decir, que existe una enorme coherencia entre los gustos del público y de la crítica, con muy pocas excepciones. Por ejemplo, Origen, de Christopher Nolan, tuvo unas críticas muy buenas y también tuvo unos resultados estupendos de taquilla. Lo mismo ocurrió con Gravity, de Alfonso Cuarón. El hecho de que un crítico, con un paladar muy refinado, le guste una determinada película, no va a provocar que el público vaya en masa a verla. En todo caso, la consumirá el público al que le guste ese tipo de cine.
Por supuesto, que hay importantes excepciones a esta regla, como la crítica negativa de la que fue objeto Blade Runner cuando se estrenó en Cannes (que la calificó de película pretenciosa, barroca y vacía de contenido), y que posteriormente fue un desastre en taquilla. La suerte que tuvo esta película es que se popularizó con la llegada del videoclub de alquiler y de los video-reproductores caseros durante los años 80. La mayor parte de los espectadores de mi generación la vimos en vídeo debido a su fracaso en taquilla. Por eso su reestreno en salas en 1992 tuvo un éxito descomunal: porque casi nadie la había visto en el cine cuando se estrenó por primera vez.
Y respecto a la desvinculación del «cine de autor» de su contexto, ¿ayuda o perjudica a su pervivencia en el tiempo?
Yo no creo que la vinculación a un tiempo y a un espacio concretos convierta a la película en algo más duradero. Si te fijas en qué películas siguen pasando constantemente por la televisión, podrás observar que siguen siendo las que han tenido mucho éxito, como por ejemplo Espartaco, que es un clásico del peplum, y no tanto Al final de la escapada. Por eso, no creo que la emancipación del «cine de autor» respecto a sus sociedades coetáneas le otorgue más posibilidades de sobrevivir que a cualquier otro éxito de taquilla. Creo que si un título es relevante, simplemente por serlo, tiene más probabilidades de pasar a la posteridad que los otros. No es una cuestión que dependa tanto del éxito en taquilla o de su desvinculación del contexto. Nadie ha dejado de ver las películas de Alfred Hitchcock o de Howard Hawks por haber sido éxitos de taquilla.
¿El «cine de autor» traiciona la propia naturaleza del cine (como espectáculo plebeyo y como trabajo colectivo), al haber sucumbido al prejuicio «autoral» procedente de la literatura?
En efecto. El «cine de autor» traiciona la condición original del cine. Por su condición tecnológica, por ser magia inventada por la ciencia, el cine tiene ese carácter de feria ambulante. Hay que tener en cuenta que el cine empieza como un espectáculo que va de pueblo en pueblo. En este sentido, es cierto que el «cine de autor» niega ese origen espurio del cine. No deja de resultar curioso que algunos directores de cine se pronuncien en contra de los efectos especiales (y, en general, al despreciar la dimensión tecnológica del cine) cuando, en su esencia, el cine es un «efecto especial».
Lo mismo pasó en su momento con la llegada del color y con el 3D. A los que critican al cine por ser algo así como el resultado de un truco, habría que recordarles que el cine es un truco desde sus orígenes. Y habría que recordarles también que el cine no lo inventan los hermanos Lumière (ellos inventaron la máquina), sino Georges Méliès: cuando los Lumière decían que el cine únicamente servía para exhibirlo en las ferias de ciencia, Méliès se dio cuenta rápidamente de que era una herramienta narrativa de entretenimiento. A diferencia de otras expresiones culturales, el cine nace ya siendo plebeyo, tiene una condición popular desde su origen. Ni siquiera el teatro tenía esta condición, pues era un espectáculo para los patricios de la sociedad.
Entonces, siendo un producto tan antinatural con la propia naturaleza del cine, ¿cómo irrumpe en escena el «cine de autor»? ¿Cómo llegamos a él? ¿Por qué tiene tanto éxito entre los críticos cinematográficos?
Más que una «perversión», es una «evolución», digamos natural, del propio mundo del cine. Cuando un mercado crece tanto como lo ha hecho el sector del cine, ese mercado tiende a diversificarse de forma natural. Por decirlo de alguna manera, el «cine de autor» se convierte en la tienda gourmet del cine. Por eso, es un poco estúpido negarle el valor y la calidad al «cine de autor»: porque está formado por productos altamente sofisticados, destinado a un público que busca una cierta excelencia en ese tipo de cine, diferenciándose de la parte principal del mercado. En definitiva, el «cine de autor» es el resultado de un mercado segregado, cuya aparición tiene mucho que ver con la expansión del mercado cinematográfico.
Hay dos imágenes, igualmente válidas, que explican la misión del «cine de autor» dentro del mercado más amplio del cine. Una de ellas es la del «explorador» que el Séptimo de Caballería manda por delante para otear nuevos lenguajes, nuevas temáticas y nuevas formas de contar, y que tiene la capacidad de influir todo lo que viene detrás de él. Esto es algo que ha sucedido mucho en la historia del cine: la forma de narrar (cortes, encuadres, etc.) de ciertas escuelas o movimientos vanguardísticos acaban siendo integrados dentro del mainstream con el paso de los años. Por ejemplo, la Nouvelle Vague provocó que diez años más tarde el cine de los Estados Unidos se hiciese de otra manera, tanto en lo formal como en lo temático. La otra imagen tiene que ver con lo hablábamos antes: el tamaño de una industria genera recursos para diversificar su producción. En el cine norteamericano casi todas las productoras independientes son filiales de los grandes estudios.
¿Cómo se pueden conciliar ambos modelos de hacer cine: el cine mainstream y el «cine de autor»?
Pensemos, por ejemplo, en el modelo francés. La taquilla que recauda la industria cinematográfica francesa (que, a diferencia de la española, es bastante grande), le permite hacer otro tipo de cine que no es la típica comedia. Lo mismo ocurre en Hollywood. La moraleja es que en el momento en el que el mercado es lo suficientemente grande, que los estudios tienen suficientes recursos y que tienes asegurada una cuota de pantalla, entonces tienes todos los elementos (el ecosistema perfecto) para que las producciones independientes puedan sobrevivir.
Es la metáfora inversa a la del «explorador». Si lo explicamos con otra metáfora, también perteneciente al ámbito de las películas del Oeste, equivaldría a decir que únicamente si el tren es lo suficientemente largo, entonces podremos destinar un vagón al fondo del mismo para las cosas más raras. Las dos metáforas son válidas: el cine de autor, el «cine indie» o el «cine de vanguardia» suelen funcionar de los dos modos. Son subproductos derivados de la gran industria (en este sentido, podríamos decir que van detrás de la gran industria), al mismo tiempo que equivalen al explorador que va delante. Esa es la paradoja de este tipo de cine.
Pero, también se produce este tipo de cine en Hollywood, como parte de su maquinaria, no como alternativa a ella…
Si entendemos América como una utopía liberal (que es como ella se ve a sí misma), hay que entender que el liberalismo defiende la virtud de la competencia, pero en el fondo la detesta. Su ambición siempre fue el monopolio. Esto se ha hecho muy evidente en el caso de las empresas tecnológicas, porque todas las importantes son monopolísticas: Google, Amazon, Microsoft, Apple, Facebook, etc. Esto también pasa con los estudios de Hollywood, que tienen tanto dinero y tamaño. En el libro explico por qué la industria audiovisual está instalada allí: es una consecuencia de las dos Guerras Mundiales, que destruyeron las industrias francesa y alemana, respectivamente (las otras dos industrias que podrían haber competido con Hollywood). En el momento en el que Hollywood crece tanto y se establece como dueño del mercado, ya no se conforma únicamente con su parte del pastel, sino que lo quiere todo, incluida la cuota de mercado de las otras industrias pequeñas. Esto es una constante que se da en un modelo liberal como el que defiende América. Por ejemplo, Disney absorbió Miramax en los años 80 para conseguir su cuota de mercado.
Esos grandes estudios también tienden a «asimilar» la diferencia dentro de ellos, no a «eliminarla».
Esa es otra constante del mercado liberal. Hollywood siempre ha sabido aglutinar el talento, en parte también por el efecto negativo que tuvieron las dos guerras mundiales. Después de la I Guerra Mundial, muchos cineastas deciden irse a Estados Unidos, como Max Linder, que luego tendría una influencia decisiva en cómicos como Charles Chaplin (que era británico y también se fue a estados Unidos), Harold Lloyd o Buster Keaton. En este momento hubo una evidente captación de talentos que huyen de Europa. El otro momento decisivo fue la diáspora de toda la industria audiovisual centroeuropea, provocada por la persecución de los judíos a manos de los nazis poco antes de la II Guerra Mundial. Esto genera un aluvión de talento que Hollywood recibe con los brazos abiertos. El 80% del talento de Hollywood durante su época dorada (desde la década de los 30 hasta la de los años 50) era de origen europeo. En resumen, esta práctica no tiene nada de nuevo: si tú compruebas que alguien destaca, y encima consigue hacer lo que hace con pocos medios, entonces vas a hacer lo posible por tenerlo entre tus filas. Cuando consigues tener tanto músculo financiero empiezas a hacerte con nuevas cuotas de mercado que antes no tenías.
Se trata de una ley del mercado. Esto no es exclusivo del mundo del cine. También lo hemos visto en el mundo editorial en los últimos tiempos: editoriales pequeñas, con un nicho de mercado muy concreto, acaban siendo absorbidas por grandes conglomerados mundiales como Bertelsmann, Random House Mondadori o Planeta. Las empresas grandes tienden a buscar una mayor cuota de mercado haciéndose con la propiedad de empresas más pequeñas que tienen un público propio. Hay que tener en cuenta que la idea original de este movimiento no es cambiar la empresa que compras, sino que continúe haciendo lo que estaba haciendo hasta ese momento. Si conviertes esa empresa en ti mismo, entonces no sumas cuota de mercado. Pero si de lo que se trata de absorber su cuota de mercado, entonces deberías dejar que siga haciendo lo mismo. Con los grandes estudios cinematográficos ocurre exactamente lo mismo. Otra cuestión es que la pequeña empresa se acabe intoxicando al final de los hábitos de la grande que la ha absorbido.
¿Y en la actualidad? ¿Se siguen manteniendo las mismas reglas del juego que antes? ¿Sigue funcionando el sistema de los grandes estudios?
En la actualidad se está produciendo un fenómeno preocupante, que está actuando como un importante elemento de ruptura, y no es otra cosa que la concentración de los estudios. Por ejemplo, que un estudio como Disney sea la propietaria de Fox, de Lucasfilm y de Marvel, no deja de ser preocupante porque es el mismo comité el que está tomando todas las decisiones. Esto tiende a uniformar mucho los productos. Es cierto que la concentración siempre se había dado en Hollywood (los grandes estudios siempre han sido relativamente pocos), pero la concentración actual creo que no se había dado nunca.
En este sentido, la irrupción en el mercado de las plataformas digitales, que también son captadoras de talento, puede beneficiar al mercado a largo plazo y a la supervivencia de una industria sana y variada.
Otra forma de los estudios para seguir siendo competitivos sería incorporar dentro del sistema algún cineasta «minoritario» y convertirlo en «mayoritario». No sé si es el ejemplo el más adecuado, pero ahora mismo estoy pensando en el caso de Tarantino…
-Es que Tarantino nunca ha sido más ni menos alternativo de lo que es ahora: básicamente, siempre ha hecho lo mismo. Es cierto que su cine es muy personal (o autoral, si prefieres denominarlo así), con una impronta muy característica, pero su enfoque siempre ha sido el mismo, y este enfoque está muy relacionado con el origen de su pasión cinematográfica. Esta pasión no era la Nouvelle Vague, ni el neorrealismo italiano, ni el cine social inglés de los 60, sino el cine B de artes marciales, muy violento, de videoclub. Lo que él hace (y lleva haciendo desde que empezó hasta hoy) es sublimar este tipo de cine.
Lo único que ha cambiado es su proyección internacional, y que cuenta con más dinero y con la colaboración de grandes artistas. Piensa que entre Reservoir Dogs y Érase una vez en Hollywood no hay ningún cambio en su cine. Pulp Fiction fue una película de masas porque ya Reservoir Dogs, siendo muy barata, funcionó bastante bien en taquilla. En este sentido, podríamos decir que Tarantino siempre ha sido «industria», con un sello personal si quieres, o con nombre propio, pero nunca se ha salido de los cánones de la industria. No es un cineasta que empezase haciendo películas raras y que, cuando se integró en los estudios, empezó a hacer un cine más convencional. Para el público mainstream no es más difícil ver Reservoir Dogs que Malditos bastardos o que Los odiosos ocho. De hecho, yo diría que Los odiosos ocho es mucho más rara que Reservoir Dogs.
Usted afirma que el cine de Hollywood nunca ha sido cómodo a los sectores conservadores de la sociedad norteamericana. Sin embargo, ¿no ha sido también Hollywood un altavoz de esos sectores en determinadas épocas, como por ejemplo, el cine bélico propagandístico que se hizo después de la II Guerra Mundial o el que afianzaba la era Reagan en los años 80?
Es que hay momentos para todo. En el libro hablo que hay un cine de corte neoliberal en los años ´80, muy influenciado por la «Era Reagan», pero que dura muy poco. Es la época que te cuentan películas como Risky Business o Armas de mujer, que reflejan comportamientos inmorales de gran éxito. Pero inmediatamente se estrena otra película como Wall Street, de Oliver Stone, que te dice justamente lo contrario: que el mundo de los negocios es una selva y que los «tiburones» financieros son unos personajes despiadados. La imagen que ha predominado desde el estreno de Wall Street, que fue una piedra de toque en este sentido, hasta películas más recientes como El lobo de Wall Street, de Martin Scorsese, es precisamente esta imagen crítica y no aquella.
¿Y el caso del cine bélico de Hollywood?
En relación al cine bélico, es cierto que hay mucha propaganda patriotera (o de orgullo nacional, si lo prefieres llamar así), después del final de la II Guerra Mundial, desde mediados de los años 40 y 50 e incluso en los años 60, pero igual que el ejemplo anterior, tuvo una vigencia limitada en el tiempo y luego desaparece. La guerra de Vietnam rompe esa dinámica que se había consolidado durante los años anteriores, y lo hace porque rompe la autoestima de Estados Unidos. La gran pérdida de la inocencia de Estados unidos fue la sucesión de la muerte de Kennedy, la guerra de Vietnam y el escándalo «Watergate». El cine bélico de los 70, desde El regreso hasta Johnny cogió su fusil, empieza a cuestionar el relato elegíaco de la guerra. Y a partir de Apocalyse Now, Platoon o Nacido el 4 de julio (ya ves qué importante es Oliver Stone en lo que se refiere a la conciencia crítica de Estados Unidos), el cine bélico no ha cambiado sustancialmente. De hecho, la guerra contra el terrorismo no ha producido un cine acrítico como el de los años 50 y 60, sino un cine que va desde la comedia gamberra (Tres reyes) hasta una conciencia más crítica (Green Zone. Distrito protegido).
En general, es un cine de talante crítico, más sucio y realista, moralmente confuso, formado incluso por películas no muy conocidas, como Corazones de hierro, de Brian de Palma. Si queremos ser justos, hay que tener en cuenta cuál es el discurso moral de un género en cada momento. El bélico es un género muy sensible al humor social que existe en cada campaña: el que existía al final de la II Guerra Mundial era de euforia, debido a la victoria de Estados Unidos sobre los nazis, y es el momento en el que se convierte en la indudable gran potencia de Occidente. Por eso, el retrato que hace de la II Guerra Mundial es una elegía. En cambio, la guerra de Vietnam, además de suponer una sonora derrota para los americanos, propició un debate público sobre la conveniencia o inconveniencia de haber participado en ella. Eso se plasma necesariamente en el cine. No digamos nada si nos referimos a la guerra contra el terrorismo, que incluye la invasión de Irak. Incluso los retratos de «derechas» o con cierta inclinación conservadora, como El francotirador, no son nada complacientes con el hecho bélico.
El estilo de ¡Me cago en Godard! huye del academicismo y propicia la sonrisa del lector. Sin embargo, podemos encontrarnos algunas tesis de gran calado que relaciona el ámbito del cine con el de la literatura e incluso la filosofía.
En el libro hay un capítulo más teórico, en el que explico la diferencia entre la novela y el relato, a propósito de Benjamin y de Savater, y lo relaciono con la diferencia entre la vocación cultural de Hollywood y la del «cine de autor». Te confieso que este aspecto de la publicación del libro ha sido una pequeña decepción: que incluso en las reseñas más críticas del libro, ninguna de ellas haya entrado a valorar su núcleo teórico.
Sí que he encontrado muchos comentarios de las películas mencionadas en él (porque no estaban de acuerdo con lo que se decía de ellas o porque no eran los ejemplos más representativos), pero no he visto que alguien hiciese una crítica directa al corazón del libro, que no otro que el valor antropológico o biológico que la narrativa tiene en las sociedades humanas.
¿Qué función tiene el cine en ese contexto?
Como especie que somos, estamos hablando de la necesidad de proveernos de sentido que se encuentra en el origen de la narrativa. Y también estamos hablando de cómo el cine de Hollywood, mucho más que el «cine de autor», responde de forma más genuina a esta necesidad humana de proveerse de sentido. El libro sostiene que ese tipo de expresión popular representado por el cine de Hollywood va a sobrevivir siempre, mientras que el «cine de autor» es una especie de un navío burgués, por decirlo de alguna manera. La narrativa podría sobrevivir perfectamente sin los vanguardistas y sin los alternativos, porque estos representan la tienda gourmet, pero lo que nunca podremos hacer es dejar de comer. La tienda gourmet no la necesitamos, en el sentido más estricto del término, pero la necesidad de comer siempre va a estar ahí.
Esta ha sido una lectura errónea que hizo la Escuela de Frankfurt, al considerar la cultura como una expresión del gran capital que absorbe la mentalidad de la gente a través de los productos. Y este es el núcleo del libro. Todo lo demás que figura en él, como el análisis de los principales géneros cinematográficos, incluido en la segunda parte, es una mera expansión de esta idea.
En ese núcleo teórico del libro afirma que el cine de Hollywood es más fiel a la tradición del narrador (en la que predominan las «historias», en plural) que a la tradición del novelista (en la que predomina del concepto de «autoría» o de «artista»), justo en la que estaría inscrito el cine de autor…
Por eso el «cine de autor» es intimista. Para bien o para mal, el «cine de masas» siempre habla de la sociedad que lo rodea. En cambio, el «cine de autor» habla de sí mismo. Lo cual no quiere decir que el «cine de autor» sea menos válido que el «cine de masas», ni viceversa. Pero me parecía importante recalcar esta diferencia.
¿Podría decirse que una de las intenciones del libro era hablar de cosas graves sin demasiada gravedad?
Es que yo creo en la ligereza y muy poco en la solemnidad. Que una lectura sea ligera no equivale a decir que no tenga conceptos profundos y serios. Por ejemplo, desde el principio me pareció indispensable ese capítulo en el que explico la diferencia entre el narrador y el novelista. Uno de los motivos por el que no alargué la segunda parte del libro, que consiste en una somera historia de Hollywood y de sus géneros principales, es porque creo que el propósito del libro no es explicarle el mundo de Hollywood al lector, sino procurarle una mirada interrogativa sobre lo que creía saber sobre Hollywood. Es decir, que después de leer el libro, mire el cine de otra manera.
En cuanto a la manera de escribirlo, siempre me cuidé mucho de fomentar esa ligereza, por ejemplo, citando películas de sobra conocidas por todos, intercalando alguna humorada después de varias páginas de tesis, todo esto con la intención de que el libro fuese muy accesible, incluido ese capítulo sobre la diferencia entre el narrador y el autor.
¿No le preocupaba que el propio título del libro, ¡Me cago en Godard!, pudiese inducir al lector a que se trata de una mera suma de chascarrillos en contra del «cine de autor», cuando en realidad tiene entre sus manos un libro de tesis?
Es cierto que el título del libro funciona a modo de gancho. Dicho esto, tampoco he encontrado a lectores que se desanimen al leerlo. Encontrar el texto de Savater en el que habla de las tesis de Walter Benjamin fue como una epifanía para mí. El libro también trata de reflejar las lecturas que me han influenciado a la hora de interpretar el hecho cultural. Como no me considero más que un «ladrón de ideas», trato de citar contantemente las fuentes de donde robo esas ideas. En mi trabajo como periodista también me ocurre con mucha frecuencia. Por eso intento referirme con mucha claridad a las fuentes en las que me baso para escribir.
Debido a lo provocativo del título y del subtítulo, ¿no temía perder un tipo de lector, digamos más «serio», que pudiese empatizar fácilmente con las tesis enunciadas en él?
Con la elección del título del libro tengo una sensación muy parecida a la de las películas de Hollywood: que estas no dejan de abordar asuntos trascendentes y graves por muy digeribles que sean. Que tengan una vocación popular, esto no equivale a decir que las películas de Hollywood aborden temas menos serios o más superficiales que el «cine de autor». Del mismo modo, aunque la vocación del libro sea llegar a todo tipo de público (a cualquiera que le guste leer y discutir sobre cine), esto no significa que el libro no hable también de aspectos profundos.
No temo disuadir a los lectores de tesis con este título provocador, ni con esta forma autoirónica de redactar el libro (con la que parece que no tomo muy en serio las cosas que digo), porque creo que el libro propone una discusión mucho más amplia que no termina (ni pretende terminar) con su lectura.
El tono desafiante del libro es bastante evidente, no ya desde sus primeras páginas, como un rasgo casi del estilo de su autor, sino desde la propia elección de la portada…
Una portada con el nombre de Godard en el título del libro, y el puño cerrado de Superman para ilustrarla, sugiere algo así como un doble disparo. Hay otra cuestión a tener en cuenta: cuando planteas una idea tan «contra-intuitiva», que va explícitamente en contra de lo que se considera el lugar común, o que es contrario al sentido común del momento, el peor defecto el que se puede incurrir es la solemnidad. Ponerse grave y serio resulta petulante, antipático. Por eso creo que es mejor escribir desde la ironía y desde una cierta ligereza.
Por otro lado, también es la forma en la que hago periodismo. He descubierto que en la sección política de La Vanguardia puedo publicar casi cualquier cosa, siempre que la enmarque dentro de una metáfora cinematográfica. Por ejemplo, cuando en el 2018 tuve que escribir sobre el procés, con acusaciones muy duras al [Tribunal] Constitucional y al [Tribunal] Supremo, porque el Estado había decidido salir de la seguridad jurídica para combatir el independentismo, lo hice escribiendo un texto titulado «Godzilla contra el 155», a partir de la película Sin Godzilla, en la que el estado japonés combate a Godzilla. Esto ejemplifica que el cine, y la cultura en general, funcionan a modo de salvoconductos para hablar de cosas muy graves sin que nadie se enfade.
Escribir desde ese tono desenfadado y poco solemne, ¿no actúa también como una coraza de protección?
Sin duda. Así también nos reservamos el derecho a cambiar de opinión. Reconozco que soy muy permeable a las ideas que considero buenas, o que revelan otra mirada sobre las cosas que yo creía de una determinada manera. De ahí que antes mencionara la epifanía que tuve mientras leía el texto de Savater sobre Walter Benjamin. Escribir con esa vocación de ligereza te da la posibilidad de llevarte la contraria a ti mismo con el paso del tiempo. Desconfío de las personas que dicen en la actualidad lo mismo que decían hace diez años. Se suele olvidar que el conocimiento siempre es precario.
*Foto de Pedro Vallín: Arpa Editores.