Pasión, suicidio y estigmas de Lucile Poirier.
Ella tiene un perfil digno del objetivo de Newton o de Testino. De hecho, si Lucile Poirier hubiera acudido a la cita con su destino se hubiera convertido en una Jane Birkin o una Mary Quant. O una Françoise Dorléac, alter ego mejorado de la Deneuve, pecosa, ligera, con la mirada llena de picaresca y de hambre de mundo, con las piernas flacas e interminables levitando sobre París.
Es curioso como una imagen puede hacernos imaginar el atrezzo vital que rodea a un personaje, sus virtudes y defectos, los gustos y las pequeñas manías, que, en la benévola mente del espectador, suelen ser benignas. Nunca fascinará tanto el cara a cara, la manera más común de derribar a los mitos.
La urgencia de otras lecturas habían aplazado Nada se opone a la noche (Editorial Anagrama, 2012), pero siempre me perseguía la imagen de la mujer de la portada, una veinteañera extraordinariamente bonita, casi etérea, con el correspondiente cigarrillo en la mano (una mujer así siempre debe rodearse de nicotina) y el uniforme de las noches de los sesenta: un jersey negro que resaltaba sus rasgos perfectos. La corta melena rubia, la suavidad del mentón, la perfecta naricilla que prefiere no olisquear nada, sino mantenerse al margen del mundo —demasiado superficial y terrible para ella— lleva a preguntarse quién es esa mujer y si, acaso, uno tiene derecho a inmiscuirse en su vida.
El retrato conlleva pensar que la existencia de Lucile Poirier debería tener como marco la casa familiar en Pierremont (Nord-Pas-de-Calais), un paraíso donde la familia de Georges y Liane Poirier pasaban los meses de verano con sus nueve hijos. Lucile, la tercera de ellos, caminaría descalza sobre la hierba, mojando su cuerpo en el cercano lago con la despreocupación que otorga la edad. A su espalda, la casa paterna, donde descansaba la protección y la algarabía de la manada, los olores de esos almuerzos franceses cocinados con mimo por mamá Liane: tomates frescos, dorada caza menor, fruta, patés, pan tierno, buen Borgoña. Rastros de espigas entre los cabellos rubios de la adolescente, quizá lectora de Elsa Triolet, la mirada perdida por un amor callado mientras los ojos sonríen ante la bonanza del verano y de la familia unida.
Y, aunque por parte del lector, todo sean deseos de prosperidad para esta criatura, lo cierto es que los maremotos que recorrerán su vida, ya desde la infancia; el dedo que la destinará a la melancolía y a la languidez; el retorno una y otra vez hacia el precipicio de la demencia, convierten a Nada se opone a la noche en un álbum de pesadumbres, en una radiografía de uno de los peores infiernos: el que se vive cuando el cuerpo es el enemigo a tratar. El título —absolutamente certero— nos revela ya desde el principio la conclusión a la que llegaremos al cerrar la novela: igual que hay seres dotados de esa belleza que parece desestabilizar las leyes de lo permitido, hay seres también ‑esos mismos u otros- que están inequívocamente destinados a ser profundamente desdichados.
La hija. La escritora-madre.
Quien narra la vida de Lucile Poirier es su propia hija, la novelista Delphine de Vigan (Boulogne-Billancourt, 1966). Es ella la que, ya desde la primera página, nos hace partícipes del descubrimiento del cuerpo sin vida de su madre, que puso fin a una existencia plagada de dolores psíquicos de una forma racional y cuidadosa, optando por decir «basta» cuando la bipolaridad que llevaba sufriendo toda su vida, y que había conseguido alejar durante quince años, volvió a atacarla.
Vigan sabe por qué su madre se suicidó, sabe del profundo cansancio que la minaba, de la valentía de una decisión serena y consciente. Pero lo que desea conocer, y ése es el leit motiv por el que nace esta novela, es qué la llevó hasta ese punto, más allá de los informes oficiales de los psiquiatras, más allá de la inestabilidad vital de una mujer cuyo destino parecía marcado desde la infancia. Porque la enfermedad de Lucile fue el marcapáginas constante de la niñez y juventud de la escritora y de su hermana Manon, que alteraron lo natural para convertirse en progenitoras de Lucile.
Todo el material que De Vigan recopila —diarios personales de su madre y su familia, cintas de casete con pensamientos, vídeos, recortes de periódicos— tiene como primer fin conocer en qué momento comenzó a gestarse el drama que acabaría en suicidio en enero de 2008 y, como segunda meta, cerciorarse de que su madre, que constantemente tenía sobre sí misma la linterna de la depresión, la amaba. Al mismo tiempo, la escritora, siguiendo la estela de Emmanuel Carrère, Marguerite Duras o Karl Ove Knausgård nos hace partícipes de los acontecimientos de su propia vida, en paralelo a la de Lucile, pero siempre en un tono menor, como de pasada, sin convertir sus aconteceres anímicos en trama de la novela como sí ocurre con los tres autores mencionados.
Delphine de Vigan, a pesar del enorme esfuerzo que supuso rememorar la vida de su madre (esfuerzo del que no salió indemne), logra aparecer como «personaje secundario» en el libro. Por supuesto que se empatiza con la figura de una mujer que nunca fue niña, que sufrió una brutal anorexia (que narró en su novela Días sin hambre, también en Anagrama). De Vigan llegó a padecer una infección hepática, somatizando fieramente la perpetua ansiedad en que vivía por los trastornos de Lucile. Pero el mérito de la escritora reside, precisamente, en quitarse mérito a sí misma como hija. Aparecen, a lo largo de la narración, los miedos a revelar secretos de familia, a no retratar fidedignamente la figura de la madre. Relata sus deseos de ser fiel a la verdad sin dejarse llevar por la intuición, sus intentos por ser delicada para con sus familiares. Pero su biografía personal es una mera acompañante de la narración principal con el fin de no ensombrecer el hecho que oscurece todo el libro: el porqué del calvario de su madre y los esfuerzos titánicos de Lucile por sobreponerse a su enfermedad.
Lo que se cuece bajo la perfección.
Cuando De Vigan comienza a bucear en el drama materno, no sólo bosqueja el retrato de su propia familia. También retrata a toda una clase social: la burguesía francesa, aspirantes de la gauche divine, liberales y pragmáticos, defensores de la grandeur de la nación, de la paz mundial, del desarme, del buen comer y del amor libre. Una burguesía que escondía, tras sus perfectos barnices, toda una ciénaga que necesitaba sacarse a la superficie. Ésa es una de las dos grandes razones por la que hay que leer este libro.
El padre de Lucile y abuelo de la autora, Georges, era el dueño de una agencia de publicidad. Un hombre trabajador, familiar, escrupuloso, que quería a su mujer y deseaba darle lo único que ella quería: hijos. Georges se veía a sí mismo como un erudito y gustaba de tener siempre la última palabra. A menudo estallaba en arranques de violencia que se aplacaban al poco tiempo y que a nadie le parecían fuera de lugar. Por su parte, Liane Poirier era un ama de casa que amaba profundamente a su marido, con el que llegó a un pacto antes de casarse: ella quería tener doce hijos. Se quedó en nueve. La auténtica realización vital de Liane llegaba a través de los biberones y los pañales, de la dependencia de los rollizos bebés de sus pechos. Disfrutaba de esas edades y, cuando los niños crecían y ya se valían por sí mismos, perdían todo interés para ella y pasaban a ser atendidos por los hermanos mayores.
A pesar de la precariedad de su economía, la mitología de los Poirier comenzó a forjarse en aquella casa de la calle Maubeuge, donde la familia no paraba de crecer. Pero tras las ruidosas figuras de Lisbeth, Barthélémy, Lucile, Antonin, Jean-Marc, Milo, Justine, Violette y Tom, y las abiertas mentes de sus padres, acechaba la muerte y toda una corriente subterránea de secretos que convierten a la idealizada familia francesa de clase media en objeto de estudio. Palabras prohibidas se esconden tras las paredes de la casona de Versalles ‑una de las tantas viviendas por la que pasará toda la prole- y se rodean de bulla infantil, mientras las mentiras y las formas más escabrosas de dolor se callan bajo las sábanas de los dormitorios comunes apareciendo, décadas más tarde, en forma de punzantes comentarios en las cenas de Navidad que la matriarca —que todo lo sabe y todo lo calla para engañarse— silenciará para pasar a temas triviales.
La muerte de un niño deja siempre un rastro más gigante que el propio deceso en el seno de su familia: la huella de lo que no vivirá, la culpabilidad por los gozosos acontecimientos venideros que nunca contemplará, la pesada mochila de si el accidente pudo evitarse. Se convertirá en un fantasma para los hermanos, en una posibilidad truncada para los padres, en una tumba pequeña que se pregunta por qué ha sido erigida tan pronto. Pero la muerte es visible. Sucede y arrasa. Se convierte en la gran lupa que todo lo observa, en los cien espejos en los que se mirarán los moradores de la vivienda durante algún tiempo. La muerte llega, se cobra su víctima y deja su olor. Pero hay otras pequeñas muertes que dejan marcas mucho más profundas en el terreno de lo emocional. La Muerte es obra de la Naturaleza. Las pequeñas muertes son obras del ser humano. Y, a la larga, serán mucho más dolorosas que la Parca, mucho más crueles. Porque no sólo se cobrarán a una víctima sino a todo lo que a ésta le rodea: aspiraciones, amores, hijos, deseos, sueños. Se la cobrarán en forma de silencio culposo, en forma de enfermedad mental, quizá la única escapatoria del cuerpo ante lo innombrable.
La piedra de la locura.
Lucile Poirier era bipolar, los síntomas de la enfermedad pronto se hicieron visibles. La forma en la que Delphine de Vigan describe una enfermedad arrasadora que convirtió a su madre en una habitual de los precipicios y a las dos hijas en enfermeras es la segunda razón por la que adentrarse en esta novela.
Las mudanzas eran tan habituales como las entradas y salidas de Lucile de los distintos trabajos, sus apasionamientos por diferentes amantes y el encadenamiento de suicidios de familiares cercanos. La calle Mathurin-Régnier de París, estancias en Yerres, en Bagneaux, Faubourg-Montmartre, huidas a Barcelona, vuelta a la rue Entrepenneurs, buhardillas, residencias sociales. Y en medio del caos y de los que pasaron por su cama —Niels, Tibère, Nébo, Robert— el sumidero en que el atisbo de locura convirtió su vida.
Montones de ropa, quincalla y basura se acumulaban en los apartamentos de una mujer cuya belleza paralizaba la primera vez que se la conocía. Junto a la cama que ocupaba permanentemente Lucile, entre alcohol y narcolépticos y comida robada del Coop, pernoctaban trastos inútiles que compraba en las tiendas de antigüedades sin ton ni son, indigentes a los que tomaba afecto, manías persecutorias, teorías conspiratorias, ladillas en los cabellos de sus hijas, affaires intermitentes con la jardinería o la pintura que luego dejaba. Episodios dramáticos antes de sus encierros en las clínicas psiquiátricas de Sainte-Anne, Belle-Allée o Laiboisiére.
Pero también estaba la Lucile de figura de bailarina a la que querían todos los amigos de sus hijas, la mujer locuaz y culta, amante de Baudelaire, que preparaba festines con los pocos francos de los que disponía, generosa, apasionada de París y sus exposiciones, de la mitología, el buen vino y el buen hachís, de los juegos en el jardín y de la buena mesa.
El gran mérito de Delphine de Vigan consiste en llamar a las cosas por su nombre, dejando de lado los eufemismos sobre las enfermedades psíquicas. Son crueles y devastadoras y arrasan, además, a todos los que están a su alrededor. El enfermo tiene que sobreponerse «al momento en que se pasa de la inconsciencia a la conciencia, un momento que es un desgarro», como asegura Lucile en sus diarios. El familiar tiene que luchar por su propia cordura. Pero, además, la labor arqueológica de De Vigan no queda en la superficie sino que abarca esa pregunta que tan a menudo no tiene respuesta: ¿por qué? ¿Por qué una mujer dotada de todas las virtudes tuvo que soportar un calvario en vida? ¿Estaba ya en su cabeza el trastorno cuando nació o el nudo gordiano comenzó a gestarse más tarde, en alguna noche en la casa familiar de Pierremont?
Es ahí donde tiene que intervenir el lector y decidir por él mismo. También a éste le tiene reservado la escritora un papel duro: el de juez. Porque hay casos, como el de Lucile Poirier, en que no puede culparse al destino, al azar, a la sociedad en que se vive. Hay casos, como el del infierno de Lucile Poirier, donde la culpa del sufrimiento está tan cercana que uno se niega a aceptar lo evidente.
Lo evidente comienza a vislumbrarse en palabras como éstas:
Siento todavía algo hacia mis hijas, pero no puedo expresarlo. Ya no expreso nada. Me he vuelto fea, me da igual, nada me interesa salvo que llegue la hora de dormir gracias a los medicamentos. (Extracto del diario de Lucile). |
Lo evidente se torna más insoportable que el hecho del suicidio, de lo incontestable de una vida a la que se extrajeron todos los momentos de felicidad. De Vigan reconoce la valentía de su madre a la hora de tomar la decisión: no más sufrimiento, basta de sorpresas desagradables. Y, aun así, cuando se acaba de leer la novela, la mente sigue encallada en que no hay explicación para el dolor del alma de Lucile Poirier, atacada por la mala fortuna o por unos niveles de litio excesivamente bajos. La mente sigue aferrada a lo que considera «normal» porque las verdaderas razones del suicidio de la beldad del retrato de la portada son demasiado crueles. La mente no quiere contemplar la verdad. Se lo impiden los baños en el Yonne, las madres que hacen esquí acuático a los 84 años, la sibarita educación entre cruasanes, los padres que animan al nudismo, las siestas bajo los olmos, las risas nocturnas en los dormitorios, los fríos azulejos de los cuartos de baño comunales.
* Foto de cabecera: Lucile Poirier (©Fréderic Pierret).
* Nada se opone a la noche. Delphine de Vigan.
Traducción de Juan Carlos Durán.
Editorial Anagrama (Barcelona, 2012).