Con un título como Mujeres de la posguerra: de Carmen Laforet a Rosa Chacel, historia de una generación, de Inmaculada de la Fuente (Editorial Planeta, 2002), las dudas de un personaje como Colometa, protagonista de La plaza del diamante, novela de Mercè Rodoreda, quedan resueltas: «Lo que a mí me pasaba es que no sabía muy bien para qué estaba en el mundo».
La Ley de Memoria Histórica no tiene que limitarse a rescatar cuerpos de las cunetas, labor imprescindible y que aún hoy, incomprensiblemente, sigue planteando dificultades. Una sociedad que olvida es una sociedad perdida, condenada a futuros fracasos. Si la Guerra Civil y todo lo que va con ella sigue resultando un asunto tan escabroso y no se tiene la valentía ni el sentido de la justicia de mirar atrás y restaurar, en la medida de lo posible (porque hay daños que nunca jamás podrán serán reparados), los desastres causados y que aún hoy se arrastran, esta sociedad nuestra sólo avanzará sobre cadáveres físicos e intelectuales.
Este periodo de la historia de España truncó muchas vidas y el desarrollo intelectual y social del país. Muchos logros que habían llegado con la República en el ámbito social y cultural, quedaron silenciados a base de cañonazos, muertes y exilios. Aún así, España no fue, ni dentro ni fuera, un erial. La lucha del creador por seguir creando también tuvo que traspasar barricadas y líneas de combate. Algunas de estas mentes creadoras optaron por ser combativas dentro de las fronteras del país, otras no sobrevivieron y muchas tuvieron que huir cuando la República cayó definitivamente. También hubo quien se quedó y vivió su propio exilio interior, condenando su obra a la censura o, incluso, al olvido del cajón.
De aquellos años quedan numerosos nombres en nuestro acerbo cultural, pero también ahí se han cometido grandes injusticias y este libro de Inmaculada de la Fuente intenta, al menos en parte, saldar la deuda. Si hablamos de Buñuel, Lorca, Alberti, Sánchez Ferlosio, Ignacio Aldecoa, Ortega y Gasset…, pocos serán los que no les pongan cara de forma inmediata. Sin embargo, Concha Méndez, Maruja Mallo, Rosa Chacel, María Zambrano, María Teresa León, Mercè Rodoreda, Dolores Medio… no corren la misma suerte. La vida de la mujer es una lucha constante por lograr la igualdad, hoy y siempre. En el ámbito artístico no es menor y en aquellos años en los que las desigualdades se multiplicaron y la mujer sufrió no sólo una falta de derechos sino la sinrazón de una pérdida de los que ya se habían logrado en la República, el lugar de la mujer en el arte estaba limitado a ser musa o inspiración de sus colegas masculinos.
Este libro nos da la oportunidad de conocer a María Teresa León por algo más que por ser la esposa de Rafael Alberti. Una mujer de una fuerza y un compromiso político incluso mayor que el de su marido, aunque el tiempo haya sido más benévolo con el poeta gaditano. María Teresa León escribió guiones de cine, relatos, biografías, artículos periodísticos; colaboró en numerosos proyectos con otros artistas, a la vez que fue el apoyo firme y necesario de Alberti. A ella se le debe la acogida de tantos artistas españoles allá donde estuviesen en el exilio, a ella se le debe parte de la obra del poeta español y a ella se le debe su propia obra, injustamente tratada. «No establezco diferencias entre vivir y escribir» nos dice en su Memoria de la melancolía, y María Teresa vivió y escribió y ayudó a tantos otros a escribir y a vivir.
Concha Méndez es otro de esos nombres que el tiempo ha sepultado. A pesar de tener una relación estrecha con el Grupo del 27, estos no terminaban de considerarla una poeta, una artista. Concha era para ellos, primero, la novia secreta de Buñuel durante años y, luego, una musa inspiradora. No sólo fue poeta, también fue editora de revistas importantes de la época como Héroe, donde se aglutina toda la nómina del 27, y posteriormente de Caballo verde de poesía, dirigida por Pablo Neruda. No dudaba Méndez en editar, además, títulos de autores afines al Régimen. Su valor era el de la literatura y, en este aspecto, tuvo la valentía de ir más allá de las banderas.
Méndez era muy amiga de otra personalidad arrolladora y misteriosa del momento, la pintora Maruja Mallo. Fue en la sede de la Revista de Occidente donde Mallo expuso por vez primera en 1928. Aunque en ese momento no conocía a Ortega, un amigo, Melchor Fernández Almagro, le habló al filósofo después de ver las obras de la pintora —Verbenas y Estampas— y quedar asombrado por su talento. Mallo gustaba de pasear por Madrid y observar, algo que no estaba bien visto en aquel momento: mujeres paseando solas o en compañía de hombres que no fuesen su marido. El libro está lleno de anécdotas que nos dan una idea clara de la lucha constante que era para esta mujer de espíritu libre vivir en aquella época. Como la vez que entró con Margarita Manso, Dalí y Lorca al interior del monasterio de Silos, donde sólo podían entrar hombres, así que se recogieron el pelo bajo sus boinas y se pusieron las chaquetas de sus compañeros a modo de pantalón. Pintó no sólo retratos femeninos y estampas típicas, sino que también se sumergió en un mundo más oscuro y subterráneo. Su pintura evolucionó con su vida y fue retrato de sus sueños y pesadillas, convirtiéndose en un nombre habitual en la pintura surrealista. Incluso en sus cuadros más amables utilizó la ironía y su peculiar forma de ver y mirar, aunque no todos se percataban del sentido crítico de la pintora gallega.
Otro nombre quizá más conocido pero injustamente tratado es el de María Zambrano. Mujer, de izquierdas, filósofa y exiliada. Un perfil maldito para una mujer poco amiga del enfrentamiento, que gustaba más de convencer que de imponer, según nos cuenta Inmaculada de la Fuente. La escritora andaluza se introdujo en un mundo dominado por las mentes masculinas aún hoy, así que en aquellos años fue toda una osadía decidirse por esa carrera. De ahí que su maestro, Ortega y Gasset, no parece que llegara a considerarla más que una discípula a lo largo de los años. No contenta con esa intromisión en el pensamiento, María cruzó la línea entre filosofía y arte, o mejor, ensanchó el espacio crítico de la filosofía hacia el arte. Sus intereses eran dispares y supo aunarlos bajo su pensamiento. En su biografía, Delirio y destino, los veinte años de una española, Zambrano nos cuenta su historia en paralelo al periodo de la República, la Guerra Civil y su posterior exilio. Historia de una vida, historia de muchas vidas.
El que no estaban consideradas como iguales ante sus colegas lo demuestran muchos de los apodos que les dedican, como es el caso de «la pionerita», como llama Fernández Santos a Josefina Rodríguez, más conocida como Josefina Aldecoa, apellido que tomó de su marido, Ignacio Aldecoa, tras su temprana e inesperada muerte. Josefina pertenecía a una familia de maestras y, quizá por eso, era una de las pocas de su grupo que creía en la universidad y se tomaba sus estudios muy en serio. Llegó a compaginar su carrera universitaria con el Instituto Británico para aprender inglés. Algo que hoy en día puede resultar baladí, en aquella época era todo un desafío y un gesto de heroísmo, pues lo extranjero estaba muy mal visto y se consideraba un menosprecio a lo nacional por parte de los ultras. Mujer inquieta y de vocación docente, Aldecoa nos deja un retrato de la contienda y el oscuro periodo que vino después en su trilogía compuesta por Historia de una maestra, Mujeres de negro y La fuerza del destino. Conocida sobre todo por su labor pedagógica, pasó un año en Nueva York empapándose del sistema educativo americano y, al volver a España, funda el colegio Estilo, centro que se nutre de la filosofía de la Institución Libre de Enseñanza. Aldecoa es, ante todo, una mujer moderna en el más amplio sentido de la palabra, una intelectual preocupada y consciente de la importancia de la educación, y no duda en dejar de lado durante bastante tiempo su vocación literaria para dedicarse de lleno a su cometido pedagógico.
Estas mujeres se tuvieron que enfrentar a la sinrazón y el machismo en su vida diaria para poder sacar adelante sus obras y para vivir de forma libre o, al menos, intentarlo a cada paso. Aunque muchos de esos pasos les costasen perder a sus hijos cuando se separaban de un marido tirano y de un matrimonio donde ya no había amor, o sentir el repudio de sus familias por su forma de actuar, tan poco apropiadas para unas señoritas de bien o, incluso, verse menospreciadas por sus colegas artistas que ponían en duda sus capacidades. La creación era una cualidad de los hombres, como rezaba la Sección Femenina, y la labor de la mujer era apoyarlos incondicionalmente y dedicarse al hogar y a los hijos.
«Escribir es una forma de estar en la vida», dice Ana María Matute, otra de las protagonistas de este libro, y por suerte, muchas de ellas eligieron esa forma de estar en la vida. El tiempo debería hacer justicia con tanto esfuerzo creativo y con unas vidas hechas jirones que solo el arte pudo, a duras penas, enmendar, aunque sea para el disfrute de las generaciones posteriores y para que nuestra memoria no siga flaqueando. No fueron musas, sino artistas, y se ganaron con su guerra constante un lugar y un reconocimiento en la historia. Hay muchas formas de apretar el gatillo: el olvido y la indiferencia son dos de ellas. Además de la guerra de todos, ellas tuvieron la suya propia en la que se batieron día tras día para poder vivir y crear.
* Foto de cabecera: Carmen Laforet (foto sin autoría).
«IMPRESCINDIBLES»
«Maruja Mallo. Mitad ángel, mitad marisco» (2009)Documental dirigido por Antón Reixa y con guión de Antón Patiño, dedicado a la vida y la obra de la pintora surrealista Maruja Mallo. Emitido en La 2 de TVE el jueves 16 de diciembre de 2010.
«IMPRESCINDIBLES»
«La niña de los cabellos blancos» (2012)Programa dirigido por David Fontseca Romanos, con guión de José Luis Gallego y José Luis Ibáñez Ridao, sobre la trayectoria vital de Ana María Matute. Emitido en La 2 de TVE el viernes 27 de junio de 2012.