El año de nacimiento de la escritora ecuatoriana Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) fue también el del reconocimiento mundial de la obra de Louise Bourgeois. Por primera vez se organizaba en suelo europeo una retrospectiva completa de su obra, y visitantes de Frankfurt, Munich, Lyon, Barcelona y Otterlo vieron con ojos nuevos unos conjuntos escultóricos que presentaban cuerpos fragmentados, se presentaban clavados a la tarima o suspendidos en el aire, y mezclaban materiales blandos y acogedores con elementos rígidos aunque igualmente frágiles. Una de las principales obras, La destrucción del padre (1974), introducía al espectador en el interior de una boca entelada, con piezas redondas de yeso recubierto de látex que trituraba un cuerpo tallado en madera. La escena del parricidio incluía surcos en el suelo y el techo de formas esféricas repletas de asociaciones metafóricas: senos, nubes, vientres, entrañas. Predominaba en el interior de aquella gran boca una intensa luz roja, y reflejaba una viva obsesión de la artista parisina: la idea de una casa, una cueva plagada de montículos, que servía de extensión (de vistazo al interior) de las guaridas que había modelado veinte años atrás.
Al subtítulo de esta instalación (La cena), Bourgeois añadió un sueño, que ella misma explicó: «El propósito de esta obra era conjurar el temor (…) De repente había una terrible tensión y mi hermana, mi madre y yo agarrábamos a mi padre, le tirábamos encima de la mesa y le arrancábamos las piernas y los brazos. Lo desmembrábamos, y teníamos tanto éxito al vencerle que lo devorábamos». El banquete ritual tendría el fin evidente de destruir la figura de autoridad, pero en una lectura más precisa podría entenderse que, con la separación del padre simbólico se daría pie a un pacto social que uniría a las hermanas en una defensa ante la ley patriarcal. Tras consumir la carne del sacrificio, se asimilaría el poder y el control previamente perdidos. A la visión original (según la cual la madre permanecería en la sombra, al fondo de la boca) se superpondría la restauración de esta figura por parte de Lacan, quien vería cómo el psicoanálisis había desvirtuado la presencia materna. De ahí la contundencia de la cita con la que Mónica Ojeda encabeza Mandíbula, su tercera novela: «Estar dentro de la cabeza de un cocodrilo, eso es la madre».
La trama de la novela podría pertenecer a la de cualquier película del subgénero del nuevo extremismo francés: Fernanda, una adolescente fanática del horror y de las creepypastas despierta maniatada en una cabaña en medio del bosque. Su secuestradora es su maestra de Lengua y Literatura, una mujer joven a quien ella y sus amigas han atormentado durante meses en un colegio de élite del Opus Dei. A los motivos del secuestro se suman un desquiciante amor juvenil, una historia de traición, un entorno dominado por el lenguaje, un estudio profundo sobre el miedo y la presencia de la culpa, esa incómoda visitante que siempre está a punto de mordernos. Todo ello escrito con un ritmo vibrante, con una prolijidad característica de todo cuanto es secreto e iniciático, con el poso que suelen dejar esas historias virales y terroríficas que tienen su origen en Internet.
A Mónica le debo el cumplimiento, gracias a este libro, de una fantasía juvenil: poder mirar a través de sus páginas a la cotidianidad y la pesadilla de un grupo de chicas (uno de los grandes misterios de la humanidad), y asistir al paso de la vulnerabilidad a la fuerza, de la infancia a la adolescencia. Y si realizamos el ejercicio de leer seguidos Nefando (2016) y Mandíbula (ambas publicadas por Candaya), encontraremos que además le debemos saber que la valentía es, en cierto modo, una tarea injusta. O que en los tiempos aciagos como el presente nadie puede salir completamente limpio. Esto lo redactará con una letra de vocales abiertas, de consonantes firmes, de mayúsculas que incluyen minúsculas. Nos lo explicará tranquilamente, con el eco de una granada que se abre, poniéndonos a salvo, justo a tiempo, de la amenaza del llanto y el crujir de dientes. Nos ayudará a ver la anticipación de la mancha, la mandíbula como la parte visible de nuestro esqueleto, la necesidad de comprender lo que es el miedo. El miedo, por cierto, es el tema recurrente de la narrativa de esta primera etapa de Mónica, y dado que en mi etapa de colegial casi no viví otra cosa que con la cercanía del miedo, mi primera pregunta para ella tenía que guardar relación con su reflejo estudiantil.

Mónica Ojeda (Collage de Daniel Jándula).
«El verdadero miedo reside en el lenguaje». Mónica Ojeda
¿Cómo era Mónica Ojeda en el instituto?
Cuando yo era adolescente odiaba a los adolescentes. Incluida yo. Me llevaba mal con todos. Era una adolescente cabreada. Solamente tenía un grupo pequeño de confianza, de unas cinco chicas y un chico. Lo único biográfico que hay en la novela es el edificio junto al manglar que mi grupo hizo como suyo.
¿Sabes por qué estabas enfadada?
Era buena estudiante, pero me resultaba fácil sacar buenas notas y me aburría con facilidad. Creo que el aburrimiento derivaba en rabia. Y luego me costaba comprender a mis compañeros de clase.
¿Cómo circulaban las leyendas urbanas en la Guayaquil de tu etapa de instituto?
Imagino que en todas las ciudades existen leyendas urbanas locales. Es un mundo que siempre me ha atraído, como medio de acceso al imaginario colectivo es fascinante. Además, me encanta el cine, la literatura y los cómics de terror.
En una entrevista comentabas que «Internet es un espacio donde se amplían y extienden las narrativas que ya existían»…
Las leyendas urbanas siempre han dependido de la adición de elementos por partes de quienes las difunden, pero creo que con Internet hay una mayor agencia de las personas que intervienen en el relato. ¿Por qué? Porque los intervinientes tienen más oportunidades de ser creativos. Es lo que distingue a las creepypastas del resto de historias de esta clase: ya no extiendes el relato a nivel textual, también lo haces de manera audiovisual (grabas vídeos que fingen ser reales cuando no lo son, editas fotos, registras audios, etc.). De manera que esa construcción colectiva es distinta.
Vemos en Mandíbula que hay saltos temporales. ¿Te ha influido esa forma de narrativa en tu escritura?
Es posible. No soy muy consciente de si Internet es la razón de esos saltos temporales, pero tengo claro que no me puedo permitir el hecho de aburrirme a la hora de escribir y mantener esa estructura lineal prototípica. Mandíbula es menos experimental que Nefando, sin embargo sigue siendo muy natural para mí saltar de un formato a otro, cambiar de géneros diversos. A lo mejor mi mente está configurada para esa forma de contar historias.
Por un momento creí que la creepypasta de la madre devorando a la hija la habías inventado tú.
No, no, existe. Algunas sí eran inventadas para el libro, pero esa en concreto ya estaba. A medida que investigaba se me ocurrían mis propias historias y las incluía, sin pensármelo demasiado.
¿Tomas distancia de los temas que investigas?
No, yo me sumerjo mucho en la investigación. Tenía muy claro que debía estudiar muy bien el fenómeno de las creepypastas para empaparme de esa manera de contar las cosas. Las hay de todas clases, buenas y malas. Apelan a toda clase de subculturas. Las hay esotéricas, sobrenaturales, thrillers. Una que me impresionó especialmente se llamaba Pen Pals. Era muy verosímil, y me dio mucho miedo.
Inciden en lo que Lacan llamaba pulsiones.
Exacto. Van a lo monstruoso, lo ritual incluso.
¿Qué debe tener una de estas historias para que te llame la atención?
Como mínimo pido que estén bien escritas, aunque sean puramente utilitarias. Hay algunas que tienen una técnica narrativa muy bien elaborada. Para mí el miedo reside en el lenguaje. Todo está en la palabra, en cómo se cuenta.

Mónica Ojeda con Daniel Jándula y Paco Robles, editor de Candaya, en la librería L’Odissea (20 de marzo de 2018). Foto: Anna Tomàs Mayolas.
En la actualidad se utiliza la palabra como algo funcional. ¿Coincides con esta impresión?
Se la convierte en un medio. A veces tratamos de ignorar que las palabras abren abismos en nuestra mente. Pongamos por caso que en medio de esta conversación, por la construcción gramatical, por el modo de soltar una expresión, alguno de nosotros dice algo que el otro ha oído miles de veces, pero por lo que sea esa frase acciona un clic en nuestra percepción. Eso era lo que quería enfrentar a la hora de redactar Mandíbula. Que para mí el miedo no era un monstruo que surge de las paredes, sino hallar de repente un ritmo aberrante, una cadencia y una manera de moldear historias que, por lo que sea, nos producen verdadero pánico.
«El miedo es estar siempre fuera del cuarto de la madre». Esta cita parece sacada de Psicosis.
Clara siente, en efecto, un amor retorcido por su madre. Ella está muerta, pero vive permanentemente en Clara. El miedo en realidad es estar siempre expuesto. El cuarto de la madre es la zona de protección, es salir de la placenta. Nacer ya es el horror. Hay una canción de Lhasa de Sela («I’m going in») en la que ella explica que, aunque no lo recordamos, el nacimiento es tan traumático que el organismo que somos siente que se está muriendo.
La cita de Lacan es toda una declaración de intenciones.
Me parece perfecta. Los cocodrilos tienen la mordida más fuerte del mundo animal. Es más potente que la del tiburón blanco. Y sin embargo, las madres cocodrilo guardan a sus crías en sus mandíbulas. Es una imagen fuertemente poética. Y la otra forma de verlo es el peligro que existe detrás de una protección excesiva. El amor, las pasiones, pueden pasar muy fácilmente de la ternura a la violencia.
¿Podrías explicarme el concepto de femenino-monstruoso? Fernanda dice en tu novela que uno de los miedos que tiene más presente es el de detectar la extrañeza en las personas más cercanas.
Al hablar de ese concepto me refiero a algo tan amplio como la narrativa de lo femenino desde fuera de la normatividad. Las chicas de mi novela están explorando una sexualidad que deviene en una práctica que podría ser considerada retorcida y perversa. En Clara tenemos a una mujer excesivamente pasional: recuerda la escena del beso a la madre, en la que ella le dice que debe sacarla de su monstruosidad para seguir considerándola su hija.
Clara repite esto con Fernanda.
Exacto. Clara se reprime mucho. El miedo que le despiertan las adolescentes procede de verlas como animales desbocados, como chicas inestables. Ella ve que el juego puede desembocar en algo más intenso.
Hay un capítulo, casi al final, en el que se narra cómo la madre de Annelise la muerde, le deja las marcas de los dientes. Eso indica que la monstruosidad también desciende de madres a hijas.
Es un buen ejemplo de ese devenir monstruoso, del acto de apartarse de una narrativa llena de arquetipos. En algunos momentos, mis personajes toman una actitud hiperbólica que no encaja con el esquema de feminidad prístina y arcaica, tienen su parcela de monstruosidad.
¿Hay algo sobre lo que no escribirías ahora mismo?
Sí.
¿Puedes decir qué?
Ahora mismo no. Pero sé que en el momento en que tenga un dominio psicológico sobre ello, podré hacerlo. Estoy convencida de que mi propia escritura me acabará llevando a su encuentro.

Nota escrita por Mónica Ojeda durante la entrevista.
*Mandíbula. Mónica Ojeda.
Editoria Candaya (Avinyonet del Penedès, 2018).
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MORDISCOS MUSICALES PARA ACOMPAÑAR LA LECTURA DE «MANDÍBULA»