Quizás sólo sea posible escribir sobre ciertas cosas cuando ya apenas pueden herirnos y hemos dejado de soñar con ellas, cuando estamos tan lejos, en el espacio y en el tiempo, que casi daría igual que no hubieran sucedido. Antonio Muñoz Molina, Ardor guerrero. |
Al terminar de leer Ardor guerrero, uno no puede estar más de acuerdo con Onetti cuando afirmaba que solo un novelista, un mentiroso que ha hecho de la mentira su profesión, es capaz de poner por escrito un pasado creíble.
Y es que aunque Ardor guerrero sea una autobiografía que adopta la forma de «una memoria militar», como reza el subtítulo, lo cierto es que se lee como si fuese una novela en la que el autor-narrador-protagonista rememora su paso traumático por el servicio militar.
Una experiencia amarga y luctuosa para el autor, y no solo por su carácter inexorable, en aquellos tiempos en los que el servicio militar todavía era de obligado cumplimiento para los varones que alcanzaban la mayoría de edad —salvo excepciones—, sino también, y lo que es más importante, por su naturaleza absurda, violenta y cruel.
Ardor guerrero es, pues, un libro de no ficción urdido con las técnicas de la ficción, unas memorias elaboradas con las herramientas de un novelista que ha hecho de la mentira su profesión, como diría Onetti: desde el recurso al sueño inicial que introduce la trama en el primer capítulo, capaz de soslayar la distancia temporal que separa el pasado narrado y el presente del narrador, casi trece años de diferencia entre ambos, hasta el azar de un encuentro con el que se cierra el libro, pasando por la memoria asociativa que une circunstancias tan dispares como el servicio militar y la estancia del autor como profesor invitado en una universidad de Virginia.
Antonio Muñoz Molina muestra que tanto el servicio militar en particular, como el ejército en general, desde el mando más alto hasta el recluta más insignificante, están guiados por algo mucho más precario y primitivo que valores supuestamente nobles como el amor a la patria, la importancia del deber o la nobleza del heroísmo.
Enseña que hay algo anómalo y siniestro, una especie de magma subterráneo pero no por ello menos decisivo, una pátina de vehemencia y teatralidad desmedidas que impregnan todos los actos, hasta los más inocuos e insignificantes, una inercia ciega y peligrosa que impulsa todos los resortes oxidados de esa maquinaria patibularia y amenazadora que es el ejército. Ese algo intangible y al mismo tiempo irrefutable no es otra cosa que el miedo.
El miedo del soldado temeroso a las burlas, a las salvajes y vejatorias novatadas, a los robos de los propios compañeros, a las iniquidades cotidianas, a las represalias desorbitadas y arbitrarias, a que el tiempo transcurra demasiado despacio dentro de los altos y gruesos muros del cuartel, a ser pillado en una falta que prolongue más de lo convenido o haga aún más dura su estancia en el ejército, a que el día de obtener la codiciada licencia no llegue nunca, a perder el sentido de la realidad civil de la que procede y a la que tendrá que regresar cuando ese ominoso paréntesis termine, a perder la cordura y la paciencia, a no resistir con entereza y resignación los encierros forzados y los trabajos absurdos, a no ser lo suficientemente sumiso y obediente ante quienes se envilecen por la autoridad que detentan.
Pero también el miedo de los oficiales a no alcanzar las expectativas puestas en ellos —sobre todo, los que proceden de familias militares—, a no ser distinguidos con un ascenso después de anacrónicos años de servicio, a no conseguir tras infructuosos intentos el codiciado traslado, cerca de su familia y de sus amigos.
Eso por no hablar del miedo que asalta a estos mismos oficiales al salir de su casa cada mañana, una claustrofóbica sensación de peligro inminente que les hace revisar cautelosamente los bajos de sus coches en busca de artefactos y ensayar rutas alternativas para sus recorridos habituales, pues el período narrado transcurre en el País Vasco, durante la Transición, cuando los atentados terroristas y los disturbios callejeros se sucedían con frecuencia.
Un miedo persistente, cotidiano, institucionalizado en todos los escalafones del ejército, interiorizado hasta la médula. Miedo desde el primer toque de diana, antes incluso de las incipientes luces del alba, hasta el último toque de silencio. Miedo incluso a dejar de sentir miedo.
Otro de los aciertos más significativos de Ardor guerrero es describir la estricta jerarquía militar y el sistema de castas que impera en el ejército, incluso entre los propios soldados, que son clasificados según su grado de veteranía y sus aptitudes personales.
Así, dentro de la primera clasificación, la que se refiere al grado de veteranía de los soldados, se encuentran los «bisabuelos», que son los que se encuentran a un paso de licenciarse, aquellos que poseen el derecho y el privilegio de burlarse de los más novatos; y después están los «nietos», que son los que acaban de incorporarse al servicio militar.
Dentro de la segunda clasificación, la que se refiere a las aptitudes personales de cada uno, se suele distinguir entre los «amontonaos», aquellos que evidencian menos docilidad ante los más veteranos y los cuadros militares, y los «empanaos», que son los menos dotados para la vida castrense: los que no consiguen seguir el paso en la formación, los que responden incorrectamente en las clases teóricas a pesar de sus repetidos intentos, los que exhiben menos agilidad y pericia en los ejercicios gimnásticos y en las prácticas de tiro.
Una minuciosa descripción de las mitologías y los lugares comunes que recuerda en más de una ocasión a La ciudad y los perros de Vargas Llosa. Si obviamos su naturaleza antagónica —Ardor guerrero se puede leer como una autobiografía novelada, mientras que La ciudad y los perros es una novela basada en experiencias autobiográficas—, ambos libros comparten no pocos elementos del viaje traumático a la vida adulta a través del adiestramiento militar.
Por ejemplo, en Ardor guerrero, a los soldados novatos, los sometidos al terror de las generaciones que les preceden, se les denominan «conejos», mientras que en la novela de Vargas Llosa son «perros», pero la connotación despectiva que implican ambas expresiones es la misma.
Otras similitudes se pueden encontrar en la persistencia del miedo de los protagonistas; en la violencia como norma de supervivencia dentro de un entorno hostil, machista y reaccionario; en el hermético y envilecido sistema de castas y jerarquías militares; en las traiciones y las lealtades entre los compañeros; en el arte del escaqueo que practican los más avispados y menos temerosos; y también en el refugio constante y la evasión que encuentran los reclutas en la pornografía o en las drogas.
Ambos libros comparten además una suerte de crítica al escarnio y la domesticación a los que son sometidos los reclutas más pusilánimes, a los abusos indiscriminados de la autoridad, a la falta de solidaridad entre los compañeros.
También nos enseñan ambos libros la facilidad con la que el ser humano puede convertirse en un ser abyecto y vil en circunstancias opresivas. Una enseñanza deudora de la tesis sobre «la banalidad del mal» de Hannah Arent, que explicaba el comportamiento frío y descarnado de individuos aparentemente corrientes que bajo el régimen nazi no dudaron en torturar y asesinar a sus semejantes sin ningún tipo de remordimiento.
En última instancia, tanto La ciudad y los perros como Ardor guerrero nos advierten de la facilidad con la que las víctimas son susceptibles de convertirse en verdugos, de que la maldad puede adoptarse de manera acrítica como un mecanismo de defensa, una coartada de supervivencia, o incluso como una excusa camuflada bajo el disfraz de la normalidad y de la conveniencia.
Así lo señala el narrador de Ardor guerrero en diferentes partes del libro, al afirmar que «[…] como casi todas las víctimas, lo que yo quería no era acabar con los verdugos, sino merecer su benevolencia»; o «[…] nosotros mismos nos acabábamos diciendo que debíamos ser crueles para sobrevivir, pero muchas veces la supervivencia era una disculpa o una coartada para la crueldad»; o «[…] al cabo de un tiempo tú mismo le tomabas gusto a disparar la metralleta o te reías de los débiles o te parecían normales las humillaciones, puesto que todo el mundo las hacía».
Sin embargo, a diferencia de la novela de Vargas Llosa, Ardor guerrero puede concebirse no solo como una crítica apasionada a las iniquidades y a los despropósitos de la vida militar, que más que formar individuos con dosis de coraje y valor los deforma con el supremo recurso a la violencia y al miedo, sino también, y sobre todo, como una profunda y melancólica reflexión sobre el paso del tiempo.
Quizás debido a su tono autobiográfico, Ardor guerrero se permite reflexionar sobre las circunstancias históricas de una identidad cambiante y huidiza, sobre el papel del azar en el destino de los hombres, sobre la persistencia de la memoria de los muertos en la existencia de los que les sobreviven e, incluso, sobre las posibilidades que pudieron ser pero que nunca llegaron a materializarse.
Casi al final del libro, Muñoz Molina relata un encuentro fortuito con un antiguo compañero llamado Martínez mientras camina por Madrid. Es una fría e inhóspita noche de invierno, catorce años más tarde del tiempo descrito en el libro y después de la estancia del autor en la universidad de Virginia donde se le ocurrió la idea para empezar a escribir su particular visión del servicio militar.
En este párrafo no tiene tanta importancia el encuentro fortuito que despliega el recuerdo de un tiempo emboscado en la memoria, como la indagación sobre el papel de la casualidad y del azar en nuestras vidas, que pueden encaminarla hacia destinos insospechados o hacia rumbos imprevistos, e incluso una reflexión sobre lo que pudo ser y no fue o lo que nunca llegará a ser.
«Mi destino, como el de cualquiera, estaba hecho de cosas tan improbables o ínfimas como mi descubrimiento de aquella sombra que bajaba por la Gran Vía de espaldas a mí. Un minuto antes o después y no nos habríamos visto, y yo no habría vuelto a revivir con inesperada intensidad las tardes invernales de San Sebastián y el otro invierno de soledad y de lluvia que había pasado en Virginia, y ahora mismo no estaría escribiendo estas líneas», dice el narrador de Ardor guerrero, una reflexión que recuerda a aquel pasaje de La insoportable levedad del ser en el que su protagonista, Tomás, reflexiona sobre el papel de la levedad en su amor por Teresa y en las decisiones importantes de su vida. Tanto Muñoz Molina como Kundera parecen afirmar con ejemplos sacados de la cotidianidad que en nuestra existencia son más determinantes la levedad, la contingencia y la casualidad que el peso, la necesidad o el destino.
Otra reflexión impactante en Ardor guerrero se refiere a la persistencia de la memoria de los muertos en la existencia de los que les sobreviven, a propósito del recuerdo de su amigo Pepe Rifón, muerto en un accidente de tráfico.
Igual que hiciese Ángel González en su poema titulado «Diatriba contra los muertos», con un tono muy elegíaco y conmovedor, Muñoz Molina también «acusa» a los muertos de perdurar en la memoria de los vivos, que añoran su ausencia y al mismo tiempo no terminan de desembarazarse de ellos: «La cara que petrifica la muerte, la fotografía congelada de una vida, se parecen a una especie de insobornable lealtad fantasmal».
En su calidad de ausencia perseverante o de etérea presencia en la memoria de los vivos, los muertos se convierten irremediablemente en testigos mudos e inapelables de los cambios producidos en la existencia de los que les sobreviven: cambios que quizás les costaría reconocer o que directamente desaprobarían si pudiesen contemplarlos, un tema que también aparece a menudo en la narrativa de Javier Marías.
Por todos estos motivos, afirmar que Ardor guerrero es simplemente una memoria personal sobre el servicio militar, sin faltar a la verdad, sería un reduccionismo imprudente que no hace justicia a un libro que es mucho más que eso.
Contemplado desde la distancia y la lejanía de los años, en ocasiones cruel y descarnado, a menudo con tintes amargos de una sinceridad sin tapujos, aquel viaje iniciático de la vida castrense supone para el autor el ingreso forzado y traumático a la vida adulta, con sus jerarquías y obediencias, sus lealtades y traiciones, sus filias y sus fobias, sus alegrías y dificultades, sus miserias y heroicidades.
Un relato autobiográfico de un tiempo sin huella en la vida del protagonista, «un estudiante universitario de izquierdas», para el que todo lo que tenga relación con el recurso a la violencia, la obediencia ciega o la sumisión humillante le produce un terminante rechazo y una profunda animadversión.
* Ardor guerrero. Antonio Muñoz Molina.
Editorial Alfaguara (Madrid, 2006).