«Sospecho que lo que hace que alguien sea director de cine, pintor, pianista, escritor o chef es otra cosa. Es algo que va más allá de la calidad con que haga lo que hace y que tiene que ver con cómo eso que hace forma parte inseparable de su vida, en cuánto eso que hace le da sentido a todo y permite que el mundo cobre solidez y no se transforme en una bruma líquida, inasible». Leila Guerriero, Zona de obras. |
I
La reciente concesión del Premio Princesa de Asturias de las Artes 2018 al director de cine Martin Scorsese, viene a confirmar algo que muchos cinéfilos ya habíamos tenido ocasión de comprobar desde hacía tiempo: la genialidad de un cineasta fuera de lo común.
Y es que algunas de las secuencias filmadas por Scorsese se encuentran incrustadas en nuestra retina de forma indeleble y pertenecen por derecho propio al Olimpo de los grandes acontecimientos cinematográficos.
Es de temer que, aunque pongamos nuestro empeño en ello, los espectadores nunca podremos olvidar algunas de esas imágenes emblemáticas, como la de aquel Robert de Niro imberbe en Taxi Driver, mientras enfunda y desenfunda su pistola y repite constantemente «¿Me estás hablando a mí?», ensayando el mismo gesto amenazante una y otra vez frente al espejo, una secuencia que no estaba prevista originalmente en el guion de la película y que fue improvisada en pleno rodaje; o como el deterioro físico y moral de un campeón de boxeo en el contundente blanco y negro de Toro Salvaje, de nuevo con un inconmensurable Robert de Niro, que fue capaz de engordar 27 kilos para ponerse en el papel de Jake LaMotta, uno de esos papeles con los que sueñan los grandes actores y que, al final, le hizo ganar el Óscar; o como el larguísimo plano secuencia que sigue los pasos de un Ray Liotta junto a su atribulada esposa en Uno de los nuestros, colándose en un conocido local de fiestas por los sótanos de la cocina, mientras reparte billetes y espléndidas sonrisas a todo el que se encuentra a su paso, un signo inequívoco del poder que atesora junto a sus socios; o como la angustiosa indefensión de un Nick Nolte en El cabo del miedo, que intenta poner a salvo a su familia y a sí mismo ante el inquebrantable acoso de Max Caddy, su peor enemigo (otra de las interpretaciones estelares de Robert de Niro), al que había mandado a prisión algunos años antes mediante prácticas fraudulentas; o como la exhibición orgiástica de riqueza, drogas y poder de la que hace gala Leonardo DiCaprio en El lobo de Walt Street, que se atreve a transgredir los límites sagrados de la gran estafa económica.
Estos son solo algunos de los ejemplos más conocidos, pero me temo que la lista de escenas favoritas que cada cinéfilo podría elaborar mentalmente sería interminable. Y es que el talento de Martin Scorsese para generar secuencias icónicas, de esas que dejan una huella perdurable en el espectador, siempre ha resultado una envidiable fuente de creatividad.

Robert de Niro en «Taxi Driver» (1976).
II
Uno de los posibles motivos por los que la estrella de Scorsese continúa igual de fulgurante después de tantos años de oficio, podríamos encontrarlo en que no parece que se haya dejado embelesar en ningún momento por los cantos de sirena del éxito, ni siquiera que haya perdido ni un ápice de vigor narrativo a la hora de filmar.
Cuando otros cineastas de renombre, a pesar de poseer también unos comienzos tan rutilantes como los que tuvo Scorsese en su momento, o incluso unos picos de popularidad más audaces en sus respectivas carreras, se dormían en los laureles del éxito y de la fama (Francis Ford Coppola), firmaban unos bodrios insufribles para adolescentes (Paul Verhoeven), o empezaban a dar muestras inequívocas de cansancio (Brian de Palma), Scorsese conseguía añadir una nueva muesca a la culata de su revólver, con la paciencia digna de un orfebre, a veces sin hacer demasiado ruido, casi como por descuido (como en el caso de Kundun o de Silencio), otras veces con ciertas dosis de polémica (La última tentación de Cristo), y en otras ocasiones, con la algarabía anticipada de los productos de consumo masivo (El aviador o La invención de Hugo).
Pero ni siquiera en casos como esta última, La invención de Hugo, en los que ya intuíamos lo que nos íbamos a encontrar cuando las luces de la sala se apagaran, al menos no salimos del cine terriblemente defraudados: imaginábamos que no sería el Scorsese valiente y arriesgado de sus mejores cintas, ese que consigue mantener el pulso narrativo en historias cargadas de suspense (Shutter Island), de tensión violenta (Gangsters de Nueva York), de clasicismo estético (La edad de la inocencia) o de sutileza filosófica (El color del dinero), pero tampoco nos quedamos con las ganas de que nos devolvieran el dinero de la entrada.

Paul Newman y Tom Cruise en «El color del dinero» (1986).
Como únicamente les suele ocurrir a los grandes maestros, es preferible uno de sus trabajos aunque se encuentren en horas bajas, que la mejor de las obras de otros directores que supuestamente se encuentran en plena forma.
Porque si hay algo que se le puede atribuir a Scorsese, es su osadía para conquistar cualquiera de los géneros en los que ha trabajado, desde el thriller tenebroso, cuya ambientación y tempo maneja como nadie (un territorio en el que muy pocos se atreverían a disputarle la corona), hasta la comedia excéntrica, pasando por el drama romántico de época o el documental de bajo presupuesto.
Y es que lo mismo se atreve a filmar la segunda parte de un clásico (El color del dinero), con un elenco de actores en estado de gracia (Paul Newman, Tom Cruise y Mary Elizabeth Mastrantonio), que a su vez se convierte en un nuevo clásico, capaz de hacerte olvidar por momentos a su enorme predecesora (El buscavidas); como realiza un particular homenaje a su música favorita, el jazz (New York, New York); o da la campanada con un biopic de Jesucristo en el que trata de mostrar su lado más humano, una temeridad por la que le llovieron no solo las descalificaciones profesionales, sino incluso las amenazas personales que acompañaron a las acusaciones de herejía.
Muy pocos han sabido relatar como Scorsese el declive del héroe admirado por todos, o la soledad urbana del antihéroe perdido en la jungla de asfalto, o la sombra de la locura que acecha a sus personajes atormentados, por citar solo algunos ejemplos de sus temas predilectos.
Pero si hay un motivo en el que Scorsese ha conseguido sentar cátedra (con permiso, quizás, de Coppola) es el del intrincado universo de la mafia: sus ritos de iniciación, sus códigos secretos, sus formas de vida, sus costumbres exportadas a Norteamérica desde otros países, sus estrategias de supervivencia, los mecanismos de control de sus miembros, sus planes para conquistar el mundo (aunque ese mundo se encuentre dentro del microcosmos de Nueva York).
Para buena parte del público, Scorsese siempre será el artífice de esa tríada formada por Uno de los nuestros, Casino e Infiltrados (a la que podríamos sumar El lobo de Walt Street sin demasiada dificultad, por su inevitable parentesco): historias de personajes desmesurados que ejemplifican el ascenso vertiginoso y la posterior caída del jefe de turno, que se llega a creer el dueño del tinglado durante un período de tiempo que se nos antoja eterno, hasta que viene otro pez más grande para comérselo de un bocado, o hasta que aparecen las instituciones del Estado (la policía, el FBI, la DEA o la NSA), para poner las cosas en su sitio y que todo vuelva felizmente a la normalidad.

Leonardo DiCaprio en «El lobo de Wall Street» (2013).
III
Otra de las posibles claves de su éxito podría residir en su capacidad para sacar de los actores lo mejor de sí mismos (una característica que parece compartir con Woody Allen), al establecer un lazo de confianza con ellos que se traduce en algunas de las alianzas más fructíferas de la historia del cine, similares a las que en su momento formaron John Wayne y John Ford, Billy Wilder y Jack Lemmon o John Huston y Humphrey Bogart; y más recientemente, a las formadas por Tim Burton y Johnny Depp, o Adolfo Aristarain y Federico Luppi.
Esos actores-fetiche con los que ha trabajado, le deben a Scorsese algunos de sus papeles más emblemáticos, y al mismo tiempo, Scorsese les debe a ellos el hecho de haber reforzado su carrera a fuerza de acumular éxitos de público y de crítica.
Es el caso, por ejemplo, de Robert de Niro, con el que ha filmado ocho películas, sobre todo al comienzo de sus respectivas carreras, alguna de las cuales figuran entre las mejores de ambos. Y lo mismo ocurre con Leonardo DiCaprio, con el que ya ha rodado cinco películas, y que parece haber recogido el testigo dejado por De Niro.
No es solo que Scorsese haga mejores a estos actores, ya de por sí muy carismáticos, sino que estos actores han conseguido que las películas de Scorsese hayan sido mejores de lo que podrían haber sido de no haber participado en ellas, gracias a papeles que les caían como un guante.
¿Acaso podríamos imaginar a un Jake LaMotta o un Max Caddy con caracterizaciones diferentes a las que consiguió otorgarle un inconmensurable Robert de Niro, que no reparó en cambiar radicalmente su físico para interpretarlas? ¿O podríamos imaginar a un infiltrado dentro de una banda de gánsteres más creíble que un Leonardo DiCaprio, que ha interpretado personajes similares en dos ocasiones distintas pero con idénticos resultados?

Robert De Niro en «Toro Salvaje» (1980).
¿Y qué podríamos decir del influjo de la ciudad de Nueva York en sus películas? Un escenario que casi siempre aparece como telón de fondo o como personaje omnipresente que coloniza sus historias, algo que también comparte con Francis Ford Coppola y Woody Allen, los otros grandes cronistas de la ciudad.
En buena parte de esas películas, o al menos en las más importantes, aparece Nueva York en casi todas las facetas imaginables por los espectadores, desde las más amables y refinadas, como los suntuosos salones de té de las clases altas, hasta las más crudas y espeluznantes, como los barrios del trapicheo y de la droga o los garitos de las bandas criminales: aparece la Nueva York de los locales nocturnos y de los clubes de jazz, saturados de humo y de alcohol, que reinan con espléndida autarquía cuando el resto de la población intenta conciliar el sueño; la Nueva York decimonónica de las bandas callejeras, cuando «la ciudad de los rascacielos» aún no era la gran urbe del nuevo Imperio y estaba dividida en barrios poblados por bandas irreconciliables; la Nueva York desierta y fantasmal que recorren los taxistas insomnes del turno de noche, sin duda el más duro de todos, porque son ellos los anónimos testigos de la cara más sórdida de la ciudad; la Nueva York de las calles controladas por la mafia de ascendencia italiana; la Nueva York de los excesos financieros que trasladó al resto del mundo su ambición sin límites.
Por todos estos motivos, por ser capaz de narrar todo tipo de historias de forma original, con un estilo intrépido y un ritmo vertiginoso, por habernos regalado algunos de los momentos más atractivos del imaginario cinematográfico popular, sabemos que Martin Scorsese siempre será uno de los nuestros.
*Imagen de cabecera: Martin Scorsese en la presentación de Shutter Island (60º Festival de Cine de Berlín, 2010) /Siebbi — Wikimedia.