Leila Guerriero (Junín, Buenos Aires, 1977) es una de las cronistas de mayor prestigio en lengua española. Firma habitual en La Nación, El País, El Universal o Etiqueta Negra, nos llega su nueva obra, Una historia sencilla (Editorial Anagrama, 2013). En 2009, tras leer un artículo publicado en el suplemento de espectáculos de La Nación sobre el Festival Nacional de Malambo —danza tradicional que, entre otras cosas, requiere de una tremenda preparación física—, la periodista comienza a sentir curiosidad por el evento. Dos años más tarde viaja hasta Laborde, el pequeño pueblo donde se celebra el festival. Allí descubrirá el enorme sacrificio de los malambistas y acabará conociendo a Rodolfo González Alcántara, el protagonista de esta historia tan sencilla y al tiempo tan compleja, como lo es la vida de cualquiera.
Leí una entrevista que te hizo Víctor Vimos en El Telégrafo en la que explicabas que una de las cosas a las que te enfrentaste con esta historia era el pensar qué pasa cuando no hay una tragedia pero te encuentras con un magma dramático construido a base de conceptos como «cuerpo de élite», «campeones», y «héroes deportivos». Efectivamente vemos que después de interesarte por el malambo encuentras ese drama en la historia de Rodolfo, ya cuando estás en Buenos Aires, en la segunda etapa del seguimiento. ¿Fue en ese momento cuando decidiste que la historia merecía darle una forma más personal?
La verdad es que cuando fui a Laborde la primera vez lo que pensaba hacer era una crónica para publicarla en alguna revista, quizás en Gatopardo, pero la iba a dedicar al festival en sí, ya que me parecía lo suficientemente atractivo como para generar una nota. Una vez allí me pasó lo que cuento en el libro. En la segunda o tercera noche bailó Rodolfo y quedé paralizada por lo que vi. Pero todo fue desde la intuición, no tenía ningún conocimiento técnico como para saber si Rodolfo era un genio o simplemente era un tipo artificioso, falsamente llamativo. No sé, creo que fue una corazonada. Me lancé de cabeza en ese minuto en que lo encontré detrás del escenario, en la puerta del camarín. Viéndolo ahora en perspectiva, porque cualquier reflexión que uno haga respecto a un trabajo es a posteriori, si es a priori se cae en el error de aplicar una fórmula, en ese momento pensé «esta va a ser la historia del festival pero también la de este hombre en particular». Y a lo largo del año siguiente, acompañándolo en Buenos Aires, viéndolo trabajar, en su casa, con su mujer, en la calle…, empezaron a pasar diversas cosas. Por un lado me parece un tipo fascinante sobre el escenario y ahí está puesta toda la épica. Pero cuando baja a pie de calle es un hombre bastante común. ¿Esto le va a interesar a alguien? ¿La historia de esta persona provocará algo en los lectores? Porque el chiste estaba en no inyectar épica donde no la había. Su vida es la de un hombre con un grado de humildad, económicamente no es una persona rica, nunca lo fue, pasó muchas penurias, pero nunca estuvo arrojado en una zanja. No tiene una historia de conflictos con sus padres. Y yo no podía inventarme algo que no existía. El conflicto era cómo lograr que este tipo común lograra tener una historia interesante para alguien. Y en el segundo año me asusté un poco cuando me di cuenta de que a lo mejor podía ser que no ganara el concurso y que esta quizás fuera una historia sin fin. Podía ir de peregrinación a Laborde hasta que cumpliera 60 años, porque Rodolfo no se iba a rendir y yo tampoco. Pero bueno, no quiero desvelar el final, todo salió demasiado bien.
De hecho, la primera vez que le ves en el escenario le describes como un tipo altísimo y a los pocos minutos, después de la actuación, le encuentras en la entrada de los participantes y confirmas que tiene una estatura tirando a baja. Es un ejemplo de cómo el escenario engrandece a estos tipos.
En esa escena se pone en juego todo, al encontrarle detrás del escenario, más pequeño, temblando por la subida de adrenalina. Ahí se pone sobre la mesa la personalidad de Rodolfo. El resto del libro juega a marcar esa diferencia para que quede clara. Incluso hay una escena, cuando me quedo sola con él en el camarín en la noche en que se define su campeonato, y baja la cabeza y se pone a rezar sosteniendo la Biblia. Es un momento de un pudor infernal. Sé que no debería haber estado ahí, era como ver llorar a un tigre de Bengala, como la aceptación de que todo podía salir mal y él estaba ahí solo con esa posibilidad y yo mirando. Entre ese tipo y el que va al camping y se come el asado con los padres y hace chistes bobos con su amigo el Tonchi hay una diferencia enorme, siendo el mismo hombre. A mí eso me terminó pareciendo más fascinante que el buscarle una épica. Rodolfo puede representar a cualquier tipo común con un sueño que le transforma en un tigre, aunque no deje de ser un empleado de Correos. Cuando llega a su casa y se mira ante el espejo, sabe que es un tigre.
Esto estaría relacionado con la pregunta que te vas haciendo durante el recorrido del relato, que es la cuestión del sacrificio, el no entender por qué se llega a sacrificar tanto por algo que no entendemos. Luego ves que todo tiene un sentido. Conecta con la cuestión que decías antes sobre si la historia de Rodolfo le podía interesar a alguien. Yo creo que sí, porque refleja la ambición del hombre común.
Me parece que los periodistas latinoamericanos nos hemos dedicado mucho —y seguimos haciéndolo, yo la primera, porque son asuntos que me interesan siempre— al tema de lo conflictivo, la pobreza, lo sangriento, lo narco… Son temas que me encantan. Pero estamos contando un lado de la realidad. Es como que contribuimos a esa mirada un poco very typical sobre Latinoamérica que hay tanto en EEUU como en buena parte de Europa. Somos como cuarenta países y parece que todos fuéramos la misma cosa. Como que no hay idiosincrasia, no hay diferencias y lo que nos define es el conflicto. Pues también hay otras historias en Latinoamérica. No hice este libro por eso, pero creo que fue un desafío en ese sentido, va por una vertiente de la historia de la gente más común. Y creo que cualquier persona que esté convencida de que quiere lograr algo termina haciendo como Rodolfo, asumiendo esa especie de épica de entrecasa. Si te pones a pensar, lo que logra Rodolfo lo consigue para un grupo muy reducido de gente. Él es muy conocido pero en un círculo pequeño. Si vas a Argentina y le preguntas a cualquier persona que te cruces por la calle que te mencione un festival folclórico, todos te van a responder el Festival de la Doma de no sé dónde, el Festival de Cosquín… Laborde no se conoce. Es el festival de baile folclórico más tradicional y más puro del país, antiquísimo, pero no lo conoce nadie. Es muy endogámico y muy importante para un grupo minúsculo. Me interesó también como realidad paralela, cómo lo extraordinario puede estar en el departamento de enfrente de tu casa. Quizás estén aterrizando ovnis todas las noches y no te enteras porque no estás mirando atentamente.
Es como muy clandestino, como las peleas de gallos.
Bueno, esas son ilegales en muchos sitios. Esto no, es al contrario. Pero sí, es muy poco conocido, ni se hace difusión apenas. Sin embargo, para quienes lo conocen no hay nada más importante que Laborde. Ganas y eres el rey para mucha gente muy especializada de todo el país. Seguramente va a ser más conocido un cantante que gane en cualquier festival de música multitudinario que el campeón de Laborde.
Lo dice Ariel Pérez, uno de los malambistas con quienes hablaste: «no podría vivir si no vengo». Es un compromiso ante algo que les llena tanto que ni pueden renunciar a ello, a pesar de que sea una danza asesina, como escribes, que les saca todo de dentro. También tiene mucho que ver con la idea de pureza de los gauchos.
Sí, viste que son chicos que tienen lecturas como el Martín Fierro, siguen una iconografía gaucha que para ellos tiene mucho sentido.
Aunque Rodolfo, y es un detalle estupendo, cuando pudo comprarse libros, se hizo con las obras de Shakespeare.
¡Es total! Sí, es un tipo muy lector. Es muy particular dentro del grupo de bailarines, no es alguien tan común. Lee muchísimo, es bastante culto. Te das cuenta de cómo es la gente por los emails que escriben. Rodolfo tiene una ortografía y una puntuación perfecta. En cuatro líneas es capaz de resumir perfectamente un sentimiento, una sensación, un estado de ánimo. Eso habla de una persona que ha leído mucho y que además tiene un talento natural para transmitir. También se cultivó en la tradición gaucha pero su predilección va por otro lado. Cuando se pone a leer, prefiere los clásicos.
Y al Che Guevara.
Sí. Su faceta chevarista… Es su costado más extremo.
Me ha gustado cómo describes el baile, con figuras que se salen de la simple enumeración de tecnicismos. ¿Ves esos fragmentos como tu faceta más literaria, más alejada de la crónica?
No soy muy buena para hablar de mi propia «obrita», pero lo que sí sé es que puse mucho cuidado en esas descripciones del baile. Sabía que no podían ser muchas porque eran muy impregnantes, no podían haber catorce descripciones, había que dosificarlas.
El último de Rodolfo ni siquiera lo narras.
Lo dejé fuera de campo a propósito. De esa manera el lector se pregunta si realmente le salió bien. Rodolfo bailó increíblemente, pero al bajar del escenario todos estaban muy serios y pensé que lo hizo rematadamente mal y no me di cuenta. Luego la reacción fue otra. Para mí era importante hacer una descripción general, que el primer baile que describo no fuera el de Rodolfo. Hice un esbozo del primer malambo mayor que vi, luego me centré en el de otro malambista increíble y, finalmente, el momento de esplendor del protagonista del libro. Me dediqué a las actuaciones que me deslumbraron. Incluso en las descripciones me preocupé de que hubieran diferentes texturas, distintos ritmos. La forma del texto sigue el taconeo y el ruido del malambo, y hay partes más líricas, acompañadas de una especie de potencia. La cosa de la metáfora tuve claro que tenía que ser muy dosificada. Necesitaba momentos que se separaran claramente del libro. Y esos son los del baile. Los veo como engarces metidos en una caja especial para que el lector preste atención. También tuve la necesidad de hacer una transmisión, de detallar con todos los sentidos. No podía hacer una descripción chata. Me ayudó mucho, además de todas las notas que tomé en el momento, ver los vídeos en tiempo real para recrear las emociones y lo que se me pasaba por la cabeza. Cada párrafo del baile me llevó como tres días de trabajo, además de las correcciones. Tampoco se podía hacer algo muy exagerado porque al final el lector puede pensar: «bueno, pero ¿quién es este tipo, Julio Bocca?». Uno tiene que ganarse la confianza de los lectores, no sirve utilizar frases redichas tipo «el excelso bailarín». Hay que dar la idea con una descripción muy genuina y explicando cuál es el efecto que te provoca. Es divertido porque todo el mundo me dice que al acabar de leerlo se van directos a youtube para ver cómo es el baile. He provocado un síndrome paralelo.
Llega un momento en que debe resultar difícil ocultarse detrás de una narración. El cronista tiene que estar presente continuamente.
A mí no me gusta escribir en primera persona, pero este libro decidí hacerlo así porque creo que es una experiencia intransferible. Hay una serie de preguntas y de reflexiones que no se pueden hacer en tercera persona. Salir del «yo» no quiere decir que uno se oculte. La presencia, la mirada de un autor se nota y se debe notar, sin que esto quiera decir que haya una opinión. Editar un texto, decidir qué cosas quedan afuera, ya es una mirada, siempre estás poniendo la cámara en un lugar determinado y decidiendo qué vas a mirar y qué vas a contar. No creo en el periodismo objetivo que quieren venderle equivocadamente a la gente. El periodismo siempre es subjetivo. Lo que no me parece bien, y me aburren como lectora, son esos periodistas que se ponen por delante de la historia. Termina siendo la épica del periodista en determinado lugar o ante un suceso, y la historia, que es lo que interesa, queda más allá. Cuéntame la historia de la gente que vive ahí, no de vos que vas cada veinte años.
Después de tres años siguiendo a Rodo, ¿has acabado harta del malambo, o te has abonado al festival?
Voy a ir este año, porque Rodolfo quiere presentar el libro en Laborde y creo que se lo debo. A tu pregunta respondería sí, no y todo lo contrario. Los días que pasé en Laborde fueron cansados pero muy gratos. Piensa que la categoría mayor, que era la que yo seguía, empezaba a la una de la mañana y acababa a las cuatro, lo cual era un disparate. Me acostaba a las seis de la mañana y a las diez tenía entrevistas. Pero conservo buenos recuerdos. No sé si volvería todos los años. Me atrevería a decirte que sí. Es un ambiente bastante insólito y muy emocionante. Pero si no tienes una historia que contar, o algo que vayas a cubrir… Yo no soy folclorista ni me interesa el baile en particular. Soy una periodista que se interesa profundamente por lo que hace en el momento en el que lo está haciendo. Después me desprendo de las cosas y salto a otra historia.
* Una historia sencilla. Leila Guerriero.
Editorial Anagrama (Barcelona, 2013).
ASÍ BAILÓ RODOLFO
Grabación doméstica de la actuación de Rodolfo González Alcántara (16 de enero de 2012)«La guitarra de Fernando Castro parece una tormenta de amenazas, un presagio. Suena como si un alud, como si las piedras, como si los truenos: como si el último día de la tierra. Rodolfo entra al escenario por el costado, hace unos pasos y se detiene para medir la magnitud de su tarea. Después, camina hasta el centro y avanza hacia el público con tres pasos sigilosos, como un animal al acecho. Y allí se queda, las piernas separadas, los brazos a los lados, las manos con los dedos tensos. La guitarra desgrana un acorde redondo, bien pulsado, y Rodolfo deja caer dos golpes sobre la madera: tac, tac. Y, desde ese momento, el malambo transcurre en algún lugar entre la tierra y el cielo. Las piernas de Rodolfo parecen águilas encendidas y él, perdido en algún lugar que no es de este mundo, apuesto y fatal, altivo como un árbol, transparente como un aire de jazmines, se alza con brutalidad sobre la filigrana de los dedos, se derrumba, cocea, ruge con la astucia de un felino, se desliza con la gracia de un ciervo, es una avalancha y es el mar y es la espuma que corona y, al final, clava un pie sobre las tablas y se queda ahí, sereno y limpio, temible como una tormenta de sangre, y, con un gesto sobrador, se arregla la chaqueta —como quien dice aquí no pasó nada—, se inclina en una reverencia, se toca la galera con la punta de un dedo, da media vuelta y se va».
Leila Guerriero. Una historia sencilla (Anagrama, 2013).