«El genio es la mayor maldición con la cual Dios puede bendecir a un hombre. Debe ser sobrellevado con las mínimas quejas y lamentos posibles, con la mayor conciencia que alguien pueda tener de su tristeza divina». Fernando Pessoa, Escritos sobre genio y locura. |
La Fundación Calouste Gulbenkian
La Fundación Calouste Gulbenkian se parece más a un edificio del antiguo bloque soviético que a un espacio dedicado a la divulgación del arte. Con su arquitectura fría y racionalista, sus muros de hormigón desnudo, su decoración de los años setenta, uno diría que se encuentra en un palacio de congresos del Berlín oriental, en lugar de un museo moderno de Lisboa.
Por mucho que trates de localizarlas, no hay huellas de las típicas estampas lisboetas que buscan ansiosamente los turistas. Tanto en los edificios que forman el complejo, como en los alrededores en donde está emplazado, no hay ni rastro de las fachadas desconchadas de Baixa, ni de los músicos callejeros que proliferan en Chiado, ni de la bohemia triste y melancólica de la Mourería, ni del laberinto abigarrado de Alfama. Si vas en busca de alguna de estas cosas, es evidente que te has equivocado de lugar.

Fachada de la Fundação Calouste Gulbenkian (Foto: Manuel V Botelho/Wikipedia).
La zona en la que está situada la Fundación podría definirse con esa palabra tan antipática, «funcional», con la que a los responsables de urbanismo les gusta adornar sus discursos sobre el crecimiento urbano.
Allí, todo parece responder al paradigma de la «funcionalidad»: avenidas amplias y limpias, carreteras de varios carriles llenas de tráfico, abundancia de comercios y de cafeterías, numerosas sedes de bancos y de oficinas, incluso alguna que otra embajada, como la de España.Y «funcional» también podría decirse del estilo aséptico y sin adornos de la Fundación Calouste Gulbenkian. Al menos, igual de «funcional» que los edificios al otro lado del antiguo muro de Berlín.
No hay más que fijarse en la espaciosa entrada con paredes de cristal, en los mostradores de madera oscura de la planta inferior, en sus enormes sillones acolchados, todo retro y muy vintage, para creer que nos encontramos en el vestíbulo de un exquisito hotel de la Alexander Platz, y no a cinco paradas del metro por donde solía deambular Fernando Pessoa en sus paseos solitarios.
El retrato de Pessoa
La primera vez que estuve allí, algunos años atrás, una desapacible mañana de invierno, fue precisamente para visitar una retrospectiva sobre Pessoa, «Plural como o universo», que tenía dos atractivos ineludibles para los incondicionales del poeta del desasosiego: una multitud de manuscritos únicos y de objetos personales, lo cual ya era un poderoso motivo para visitarla, y algo que no se puede ver con facilidad, el famoso baúl en donde encontraron los más de 14000 papeles dispersos que hoy constituyen el legado literario de Pessoa.
Cinco años más tarde, casi igual de fría e inhóspita fue la mañana en la que visité la exposición que la Fundación había decidido dedicar a Almada Negreiros, «Uma maneira de ser moderno». Así que el lugar me traía a la memoria un aluvión de viejos y gratos recuerdos.
De hecho, en el trayecto que va desde el centro de la ciudad hasta la Fundación, no pude evitar una cierta sensación de haber vivido todo aquello casi de forma idéntica a la primera vez: el mismo frío que parecía cortarte la cara al salir de la boca del metro, las mismas calles desangeladas, el mismo pelotón de nubes grises que amenazaban con descargar un aguacero.

Retrato de Fernando Pessoa — José de Almada Negreiros.
Fui a la exposición para contemplar de cerca el famoso cuadro de Pessoa que pintó Almada de Negreiros en 1964. Es uno de sus retratos más famosos, puede que el más conocido por el público: ese en el que muestra a Pessoa sentado a una mesa, delante de un fondo de color rojo escarlata y un ejemplar del segundo número de Orfheu al lado suyo.
Había visto ese cuadro —o una reproducción exacta del mismo— algunos años antes, durante otro viaje a Lisboa, en la Casa-Museo Fernando Pessoa de la calle Coelho da Rocha, detrás de las paredes de cristal del despacho de la dirección o de la biblioteca de la Casa Museo: un retrato legendario, reproducido en multitud de exposiciones y de portadas de libros —la editorial Seix Barral lo utilizó para su primera edición del Libro del desasosiego en español — , en el que Almada Negreiros supo captar como nadie la esencia del creador de los heterónimos: el traje con pajarita, el sombrero negro de fieltro, el diminuto bigote triangular, el cigarro entre los dedos de la mano derecha, sus eternas gafas de miope.
Sin embargo, sería quedarse demasiado corto afirmar simplemente que Almada Negreiros supo captar los rasgos más característicos de Pessoa en ese cuadro. Los trazos rectilíneos que utiliza, con volúmenes geométricos que se repiten de forma constante, la estética cubista de la pared del fondo, el ajedrezado del suelo, el juego de luces y sombras, el rojo intenso que predomina en la escena, la perspectiva imposible de los objetos que parecen encima de la mesa, consiguen transmitir un mensaje mucho más complejo.
Al principio, la mirada del espectador se entretiene con esos objetos mostrados en la composición: el manuscrito y la pluma que custodian las manos de Pessoa, los zapatos de brillo acharolado, las arrugas que matizan su camisa de blanco impoluto y, sobre todo, el ejemplar de Orfheu, la revista que aglutinaba lo más destacado de las vanguardias portuguesas del momento, con un número dos presidiendo olímpicamente su portada.
También es cierto que Pessoa queda perfectamente enmarcado en el centro de la composición, y que, debido a esto, su figura es realzada por encima de todos esos elementos que lo describen y lo adornan, le proporcionan una personalidad que —por lo que sabemos— son coherentes con la historia de su vida. Pero, al mismo tiempo, lo que transmite este cuadro es una impactante sensación de soledad y de desamparo.
Para empezar, no hay otros sujetos alrededor de Pessoa: tan solo objetos inanimados, como la revista y los papeles, la taza de café, la pluma y el tintero. No hay ningún indicio de vida alrededor de esa especie de habitación hogareña o de salón de casino antiguo, que bien podría ser una transposición de los ambientes literarios que frecuentaba Pessoa, de las tertulias del Café A Brasileira en el Chiado o del Martinho da Arcada en la Plaça do Comércio.
Lo que prevalece en la composición no son los objetos, sino el silencio. Un silencio absoluto, casi palpable, a ratos doloroso. Se trata de un silencio ensordecedor que encierra, como si fuese un caparazón de aire, al creador de tantas voces distintas y complementarias, la infinita pluralidad de su universo de palabras.
Su boca, que apenas se adivina bajo su bigote de dictadorzuelo, permanece cerrada, sin la intención siquiera de pronunciar una palabra; su mirada está ausente, absorta, fijada en algún punto del vacío, como los ojos sin vida que tienen los escualos.
Su rostro refleja un ensimismamiento un tanto inquietante, se diría que casi insano, como si estuviese reconcentrado en sus propias ensoñaciones, quizás pensando en un nuevo poema, justo a punto de poner la primera letra del poema esquivo, que luego firmará con el nombre y la letra de Álvaro de Campos o de Alberto Caeiro.
Lo más curioso de este cuadro es que todos sus elementos parecen colocados para realzar a Pessoa pero, en realidad, si se observa con detenimiento, lo que hacen es empequeñecer su figura ante el peso, la responsabilidad, la magnitud de la tarea que el creador de los heterónimos ha elegido por encima de todas las cosas: de sus tertulias en los cafés con otros amigos escritores, de los paseos en dirección a su oficina de la Rua Douradores, de la contemplación de la lámina impoluta del Tajo en las mañanas frías de febrero, de su amor a Ofélia Queiroz.
Como si fuese una especie de mártir laico, el cuadro representa a Pessoa entregado exclusivamente a su destino literario, a la tarea titánica de poner en palabras las voces que escucha en su cabeza, cada una de ellas con su mensaje y con su tono.
Lo que refleja es su personalidad esquiva del escritor, la férrea soledad en la que encerraba su alma, su habitual misantropía, su vida de nómada errante en busca de inspiración, su ensimismamiento congénito, su insobornable amor a las letras —el único amor que se permitió sentir de verdad—, su negativa a dejarse seducir por las tentaciones de este mundo.
Lo que supo expresar Almada Negreiros con su Retrato de Fernando Pessoa fue la terrible soledad del artista enfrentado a su destino de escritor, libremente elegido por él mismo: el compromiso del escritor con su propia obra.
Pero esta obligación no es algo exclusivo de la vida o del carácter misántropo de Pessoa —de ahí el valor y la importancia de un cuadro como este — , sino que trasciende los límites del tiempo y del espacio para erigirse como un símbolo universal.
Se trata de la misma esencia del quehacer literario desde Homero hasta Borges, pasando por Cervantes y Shakespeare. La entrega incondicional del escritor a su trabajo.

José de Almada Negreiros.
El genio de Almada Negreiros
Al pasar el espacio inicial de la exposición, que era donde habían situado el Retrato de Fernando Pessoa —en este sentido, desde su inicio, la exposición no le ahorraba ninguna sorpresa al visitante — , pronto empecé a descubrir que Almada de Negreiros era mucho más que el pintor de un único cuadro que, si bien muy famoso, no era el único aspecto interesante de su producción artística.
Para empezar, me di cuenta de que a Almada de Negreiros, digno hijo de su tiempo, le gustaban tanto los temas clásicos de la tradición, como también jugar a reinterpretarlos bajo los nuevos lenguajes que estaban en boga en aquel momento —sobre todo, los que estaban relacionados con los avances científicos y matemáticos — , motivado por esa tendencia tan vanguardista de mezclar lo viejo con lo nuevo, lo tradicional con lo innovador.
Había una larga serie de lienzos, de pequeñas dimensiones, con motivos circulares y geométricos, que parecían los bocetos de un científico. Había otra serie de grabados con motivos naturales y estampas de animales exóticos que recordaban las interminables reiteraciones de Escher.
Había lo que parecía un boceto de un arlequín a simple vista, garabateado con trazos extremadamente simples, como de niño pequeño, que recordaba en gran medida a los que pintaba Picasso, con semblante serio y melancólico, meditando sobre las implicaciones filosóficas del «To be or not to be» shakesperiano.
Había una revisión alegre y festiva de Las Tres Gracias de Rubens, con colores estridentes y llamativos. Había varias caricaturas deformadas de sí mismo, que se parecían a la manera de fragmentar la imagen tan característica de los cubistas.

Anuncio diseñado por José de Almada Negreiros publicado en Revista Contemporânea en 1922.
Decía Pessoa que los genios no los genera el desorden de una época, sino su tendencia a resistir ese desorden. Eso es precisamente lo que parecía al ver esta retrospectiva de las obras de Almada Negreiros: su preocupación por dotar de sentido a una época —que algunos calificarían de convulsa— a través del lenguaje artístico, en cualquiera de sus variantes: a través de un lienzo, de un mural de grandes dimensiones, de una revista, de carteles publicitarios e incluso a través del cine.
«Mis ojos no son lo míos, son los ojos de nuestro siglo», llegó a decir Almada Negreiros, y su frase parece coronar aquel dictamen de Pessoa sobre el origen del genio artístico.Me llamó la atención especialmente que un creador como él no rechazara los encargos de entidades privadas, que le pedían murales para adornar las paredes de sus sedes, como el inmenso mapamundi que diseñó para el atrio principal del Diario de Noticias, situado en la céntrica Avenida da Liberdade, con elementos exóticos de los países representados.
Tampoco quiso desaprovechar las posibilidades que le brindaba el lenguaje publicitario, algo que ya hicieron en su momento otros creadores de la talla de Alfonse Mucha o Toulouse-Lautrec, para trabajar en proyectos que con el tiempo han devenido en grandes obras de arte. Cualquier oportunidad es buena si se sabe convertir en arte, debía de pensar Almada Negreiros.
Así, en la exposición se podía contemplar un cartel publicitario de los ferrocarriles portugueses que conectaban Lisboa con Sevilla; o los bocetos para una película de la época —lo que hoy se denomina un «storyboard» — ; o las ilustraciones para una conocida revista española de moda un tanto frívola, una publicación que difícilmente tendría cabida en un museo, si no fuese por la irremplazable originalidad que contenían las creaciones de Almada Negreiros.

Autorretrato — José de Almada Negreiros.
Una manera de ser moderno
Contemplado desde la distancia que ofrece el paso del tiempo, podría decirse que el talento de Almada Negreiros refleja ese pulso ante los desafíos de su tiempo, a través de una obra miscelánea y omniabarcante.
Un artista no solo familiarizado con los lenguajes artísticos de las vanguardias, sino también, y sobre todo, un pionero preocupado por incluir a la naturaleza y a los pueblos exóticos dentro de ese progreso tecnológico que él juzgaba imparable. Un creador global que trató de mezclar el arte con el lenguaje publicitario y el cinematográfico.
¿Merece la pena pagar una entrada solo para ver un cuadro? En ocasiones, sí. Sin duda, el Retrato de Fernando Pessoa lo merecía. Pero al regocijo de haberlo contemplado con deleite, mientras avanzaba por la exposición, se sumó el descubrimiento, aún más valioso, de la creatividad desbordante de Almada Negreiros.
riesgo de simplificar en exceso, podría afirmar que fui en busca de un cuadro, y lo que encontré fue un artista con un estilo impactante, acreedor de una obra original y poliédrica, siempre fiel a sí misma y al mismo tiempo diferente, con múltiples ramificaciones que se extienden a partir de un mismo tronco. Y eso sí que compensa con creces el precio de cualquier entrada.