La levedad del ser reducida a mera insignificancia

La nove­la no exa­mi­na la reali­dad, sino la exis­ten­cia. Y la exis­ten­cia no es lo que ya ha ocu­rri­do, la exis­ten­cia es el cam­po de las posi­bi­li­da­des huma­nas, todo lo que el hom­bre pue­de lle­gar a ser, todo aque­llo de que es capaz. Los nove­lis­tas per­fi­lan el mapa de la exis­ten­cia des­cu­brien­do tal o cual posi­bi­li­dad humana.

Milan Kun­de­ra, El arte de la nove­la.

Una lec­tu­ra de La fies­ta de la insig­ni­fi­can­cia, de Milan Kundera.

Es curio­so cómo pue­de cam­biar la valo­ra­ción de un libro según la pers­pec­ti­va des­de la que se haya leí­do. Si aten­de­mos a este prin­ci­pio her­me­néu­ti­co, podría­mos afir­mar que La fies­ta de la insig­ni­fi­can­cia se lee mejor como si fue­se una come­dia negra con algu­nas refle­xio­nes pro­fun­das y opor­tu­nas, que como una nove­la pro­fun­da y opor­tu­na con diá­lo­gos de humor negro y situa­cio­nes pro­pias de un esperpento.

El prin­ci­pal pro­ble­ma de haber escri­to una obra maes­tra como La inso­por­ta­ble leve­dad del ser es que cada vez que apa­re­ce un nue­vo libro del mis­mo autor, aun­que hayan pasa­do cator­ce años des­de su últi­ma publi­ca­ción, la com­pa­ra­ción de los lec­to­res con aque­lla nove­la sober­bia y memo­ra­ble son inevitables.

Este hecho expli­ca, en par­te, la decep­ción que sufrie­ron los lec­to­res cuan­do Gabriel Gar­cía Már­quez publi­có El oto­ño del patriar­ca, su nove­la más expe­ri­men­tal y van­guar­dis­ta, tras el rotun­do éxi­to de públi­co y de crí­ti­ca alcan­za­do con Cien años de sole­dad. Los lec­to­res de enton­ces que­rían, si no una espe­cie de pro­lon­ga­ción de los ava­ta­res del coro­nel Aure­liano Buen­día, al menos algo que les recor­da­se, aun­que fue­se vaga­men­te, aque­lla his­to­ria tru­cu­len­ta de una fami­lia que no tuvo una segun­da opor­tu­ni­dad sobre la tierra.

Por su par­te, Gabriel Gar­cía Már­quez, ago­bia­do por la aureo­la de fama y de popu­la­ri­dad recién adqui­ri­da, que­ría des­em­ba­ra­zar­se de aquel fan­tas­ma que le per­se­guía por todas par­tes. Por eso recu­pe­ró su vie­jo pro­yec­to de escri­bir una nove­la sobre el poder omní­mo­ro de los dic­ta­do­res y rom­pió las reglas de los manua­les de escri­tu­ra todo lo que pudo. El pre­cio de la libe­ra­ción del escri­tor fue la decep­ción del público.

Sal­van­do las dis­tan­cias, que no son pocas, algo pare­ci­do pue­de que pien­sen los lec­to­res de Milan Kun­de­ra al enfren­tar­se con La fies­ta de la insig­ni­fi­can­cia, que a pesar de sus bue­nas inten­cio­nes no con­si­gue alcan­zar el vue­lo lite­ra­rio ni el gra­do de exce­len­cia que sólo están a la altu­ra de un clá­si­co como La inso­por­ta­ble leve­dad del ser.

Milan Kun­de­ra es uno de esos escri­to­res que siguen sien­do fie­les a sí mis­mos, a su esti­lo pecu­liar, a su visión del mun­do, a sus inquie­tu­des inte­lec­tua­les. Por eso, como en La inso­por­ta­ble leve­dad del ser, el nue­vo libro de Kun­de­ra tam­bién man­tie­ne una estruc­tu­ra divi­di­da en sie­te par­tes, igual que las sie­te par­tes en las que se divi­de una com­po­si­ción musi­cal, según una con­fe­sión del pro­pio autor; el tono en el que está escri­to sigue sien­do llano y muy direc­to, ade­re­za­do con unos diá­lo­gos ági­les y entre­te­ni­dos; y la tra­ma nove­lís­ti­ca sigue basan­do su poten­cia expre­si­va y su belle­za esté­ti­ca en unas refle­xio­nes de gran cala­do filosófico.

Pre­ci­sa­men­te, en estas refle­xio­nes pro­fun­das, camu­fla­das de una bana­li­dad que en oca­sio­nes lle­ga a ser has­ta pue­ril y absur­da, resi­de el prin­ci­pal valor de La fies­ta de la insig­ni­fi­can­cia.

La fiesta de la insignificanciaPor ejem­plo, en la mitad del segun­do capí­tu­lo del libro, pode­mos encon­trar una atrac­ti­va refle­xión sobre el papel del olvi­do que ame­na­za cons­tan­te­men­te la con­di­ción huma­na, un tema que tam­bién había desa­rro­lla­do en La inso­por­ta­ble leve­dad del ser al hilo de una crí­ti­ca a la «teo­ría del eterno retorno» de Nietz­sche.

En La fies­ta de la insig­ni­fi­can­cia afir­ma Kun­de­ra que «los muer­tos pasan a ser muer­tos vie­jos, de los que ya nadie se acuer­da y que des­apa­re­cen en la nada; tan sólo unos cuan­tos, muy, muy pocos, impri­men su nom­bre en la memo­ria de la gen­te, pero, ya sin tes­ti­gos feha­cien­tes, sin un solo recuer­do real, pasan a ser mario­ne­tas». La muer­te vuel­ve a apa­re­cer como extin­ción defi­ni­ti­va de la vida, como pri­mer paso a la con­su­ma­ción del olvi­do que todos somos sin reme­dio. Y a la luz de esa extin­ción, la exis­ten­cia adquie­re esa con­di­ción tan irri­tan­te de espe­jis­mo, de som­bra de un sue­ño, de pura levedad.

En el ter­cer capí­tu­lo apa­re­ce otra inda­ga­ción sobre la natu­ra­le­za huma­na, esta vez cen­tra­da en el tema de la cul­pa­bi­li­dad en las socie­da­des actua­les. Seña­la Kun­de­ra que, bajo el apa­ren­te bar­niz de civis­mo que exhi­be, el hom­bre sigue sien­do un lobo para el hom­bre, solo que más sutil, más encu­bier­to y tam­bién más pér­fi­do que en otras eta­pas his­tó­ri­cas anteriores.

Ese lobo camu­fla­do en una piel de cor­de­ro inten­ta pro­yec­tar en los demás el opro­bio de la cul­pa­bi­li­dad para salir vic­to­rio­so de todas las vici­si­tu­des: «Ven­ce­rá el que con­si­ga hacer que el otro se sien­ta cul­pa­ble. Per­de­rá el que con­fie­se su cul­pa». Una hipó­te­sis que expli­ca­ría muchos com­por­ta­mien­tos y acti­tu­des que se pue­den obser­var dia­ria­men­te en la calle, en el tra­ba­jo, en los medios de comu­ni­ca­ción, en el jue­go de la polí­ti­ca y, en últi­ma ins­tan­cia, en todas las rela­cio­nes socia­les que se esta­ble­cen en el seno de una comu­ni­dad esen­cial­men­te envi­le­ci­da. Por eso, con­clu­ye Kun­de­ra, «el que pide per­dón se decla­ra cul­pa­ble».

Otras refle­xio­nes impor­tan­tes del libro giran en torno al terror que ins­pi­ra el poder tota­li­ta­rio; la crí­ti­ca a las revo­lu­cio­nes que no logra­ron sus pro­pó­si­tos de eman­ci­pa­ción y de liber­tad, como la ini­cia­da por el régi­men comu­nis­ta (al que el pro­pio Kun­de­ra estu­vo liga­do has­ta la Pri­ma­ve­ra de Pra­ga), que lucha­ba para con­se­guir un mun­do mejor pero al final se con­vir­tió en una tira­nía des­pia­da­da; la impor­tan­cia del sen­ti­do del humor y de la risa como fuen­te de auto­no­mía en una eta­pa his­tó­ri­ca que Kun­de­ra deno­mi­na la «épo­ca de post­bro­ma» (no se pue­de bro­mear en una socie­dad opre­si­va en la que el hom­bre devie­ne en obje­to); la inco­mu­ni­ca­ción que sue­len sufrir a menu­do dos inter­lo­cu­to­res con­de­na­dos a no enten­der­se debi­do a la dis­tan­cia insal­va­ble que los sepa­ra; el cam­bio sim­bó­li­co del ero­tis­mo feme­nino, que en vez de refe­rir­se a las nal­gas, los pechos y los mus­los de la mujer, como suce­día antes, ha pasa­do a con­cen­trar­se en el ombli­go, que repre­sen­ta la con­ti­nui­dad y la repe­ti­ción de la espe­cie. Eso por no hablar de la ten­den­cia de Kun­de­ra a inter­ca­lar en la tra­ma pasa­jes de meta­fic­ción en los que deja oír su pro­pia voz como autor jun­to a la de sus personajes.

Pero la refle­xión más impor­tan­te del libro, como el pro­pio títu­lo sugie­re, es la que tie­ne como obje­to la insig­ni­fi­can­cia. La hipó­te­sis de Kun­de­ra a este res­pec­to se podría resu­mir en las siguien­tes pre­mi­sas: en una épo­ca en la que la indi­vi­dua­li­dad es una ilu­sión y la uni­for­mi­za­ción es la nota pre­do­mi­nan­te, la insig­ni­fi­can­cia se ha con­ver­ti­do en la prin­ci­pal estra­te­gia de super­vi­ven­cia. De ahí que uno de los per­so­na­jes decla­re que «la insig­ni­fi­can­cia, ami­go mío, es la esen­cia de la exis­ten­cia. Está con noso­tros en todas par­tes y en todo momen­to. Está pre­sen­te inclu­so cuan­do no se la quie­re ver: en el horror, en las luchas san­grien­tas, en las peo­res des­gra­cias. […] Pero no se tra­ta tan sólo de reco­no­cer­la, hay que amar la insig­ni­fi­can­cia, hay que apren­der a amar­la».

Que la insig­ni­fi­can­cia se ha con­ver­ti­do en una estra­te­gia de super­vi­ven­cia se obser­va en que, para empe­zar, con­si­gue des­viar el foco de aten­ción hacia esos otros indi­vi­duos supues­ta­men­te excep­cio­na­les que son los que atraen la mayo­ría de las mira­das. Pero es que ade­más, la insig­ni­fi­can­cia eli­mi­na la pre­sión ori­gi­na­da por el abu­so de la meri­to­cra­cia, por el hecho de tener que demos­trar a todas horas y en cual­quier lugar aque­llo que somos, que es tan­to como decir aque­llo que hemos conseguido.

El que no tie­ne nada meri­to­rio por lo que ser reco­no­ci­do por los demás no tie­ne que inver­tir ener­gías en dar jus­ti­fi­ca­cio­nes ni razo­nes de su com­por­ta­mien­to, se sien­te ali­via­do en bue­na medi­da del peso de la res­pon­sa­bi­li­dad y del cul­to a la apa­rien­cia y a la ima­gen. El insig­ni­fi­can­te, el que pasa des­aper­ci­bi­do entre la mul­ti­tud, el que es un suje­to per­fec­ta­men­te inter­cam­bia­ble por cual­quier otro, vive exen­to de pre­cau­cio­nes, no se tie­ne que demos­trar nin­gu­na agu­de­za ni entrar en nin­gu­na com­pe­ti­ción y, enci­ma de todo esto, resul­ta más acce­si­ble ante los demás.

En últi­ma ins­tan­cia, Milan Kun­de­ra nos advier­te de una nue­va pers­pec­ti­va en nues­tra socie­dad mucho más gra­ve e impor­tan­te que una mera opción entre otras o una carac­te­rís­ti­ca más de los tiem­pos que corren. Nos avi­sa de un cam­bio de para­dig­ma moral que se impo­ne casi como un des­tino inelu­di­ble. Ese cam­bio con­sis­te en que la insig­ni­fi­can­cia ha sus­ti­tui­do el papel que en otro tiem­po tuvie­ron lo indi­vi­dual, lo inimi­ta­ble, la glo­ria de lo úni­co, de lo que no admi­te repe­ti­ción. Un nue­vo para­dig­ma en el que la leve­dad del ser se ha redu­ci­do a la mera insignificancia.

Foto de Milan Kun­de­ra © Cathe­ri­ne Hélie — Gallimard.

* La fies­ta de la insig­ni­fi­can­cia. Milan Kundera.
Tra­duc­ción de Bea­triz de Moura.
Tus­quets Edi­to­res (Bar­ce­lo­na, 2014).

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