La conciencia exaltada de la futilidad

Lo que le pide uno al arte es la reve­la­ción de una máxi­ma inten­si­dad de la expe­rien­cia, redu­ci­da a sus ele­men­tos más puros, con­den­sa­da en el espa­cio y en el tiem­po, mate­rial y sim­bó­li­ca, tan­gi­ble como una mone­da, ili­mi­ta­da como ella en sus posibilidades.
Anto­nio Muñoz Moli­na, Ven­ta­nas de Manhat­tan.

Una apro­xi­ma­ción a la obra de Gre­go­rio González.

Para dar rien­da suel­ta al vue­lo arbi­tra­rio de su ima­gi­na­ción des­bor­dan­te, para mate­ria­li­zar los innu­me­ra­bles boce­tos que se le mul­ti­pli­can entre las manos y en su men­te pro­yec­ti­va, lejos de incó­mo­das inter­fe­ren­cias y de com­pro­mi­sos super­fi­cia­les, con el deseo salu­da­ble con­ver­ti­do en la posi­bi­li­dad de res­pi­rar el aire lim­pio y puro de los espa­cios abier­tos y poco aba­rro­ta­dos; en defi­ni­ti­va, para poder desa­rro­llar su tra­ba­jo con dis­ci­pli­na, pacien­cia y tran­qui­li­dad, Gre­go­rio Gon­zá­lez ha ele­gi­do un entorno idí­li­co situa­do en un pue­blo del inte­rior, con unas vis­tas envi­dia­bles a las mon­ta­ñas escar­pa­das y al cie­lo diáfano.

Por las calles empe­dra­das y semi­de­sier­tas del cas­co his­tó­ri­co, pasea con la par­si­mo­nia de un ermi­ta­ño ajeno a casi todo, que no tie­ne apu­ro por lle­gar a su des­tino, pero al mis­mo tiem­po con la aten­ción aler­ta de quien andu­vie­ra por para­jes sal­va­jes. Por­que una de las carac­te­rís­ti­cas más lla­ma­ti­vas cuan­do se le tra­ta en dis­tan­cias cor­tas, es que Gre­go­rio Gon­zá­lez no pue­de evi­tar fijar­se en todo, obser­var­lo todo, escu­char­lo todo.

A lo lar­go de una con­ver­sa­ción incan­sa­ble que bas­cu­la de for­ma dis­con­ti­nua entre lo subli­me y lo pro­sai­co, lo divino y lo humano, lo meta­fí­si­co y lo coti­diano, se que­ja con vehe­men­cia del deve­nir de los tiem­pos, cada vez más locos, con­tra­dic­to­rios e ines­ta­bles; de la ace­le­ra­ción del tiem­po his­tó­ri­co, que todo lo des­tru­ye y arra­sa a su paso; del fin de los «gran­des rela­tos», a la mane­ra del Lyo­tard de La con­di­ción post­mo­der­na, que nos sumer­ge en un esta­do de irre­me­dia­ble ato­mis­mo social en el que cada uno debe entre­gar­se indi­vi­dual­men­te a la bús­que­da cons­tan­te del sen­ti­do; de la esca­sa cali­dad y de la fla­gran­te mani­pu­la­ción en la que incu­rren habi­tual­men­te los medios de comu­ni­ca­ción, cada día menos inde­pen­dien­tes y más con­ta­mi­na­dos por intere­ses eco­nó­mi­cos y polí­ti­cos; de las bar­ba­ri­da­des que pro­vo­can las redes socia­les en la cons­truc­ción del pen­sa­mien­to, sobre todo, entre los jóve­nes, inca­pa­ces de arti­cu­lar ideas abs­trac­tas o de domi­nar el len­gua­je con cier­ta sol­ven­cia; de las posi­bi­li­da­des de una socie­dad de la infor­ma­ción que podría ser más ilus­tra­da y soli­da­ria, pero que, sin embar­go, tien­de hacia un mode­lo más igno­ran­te y embrutecido.

Cuan­do la con­ver­sa­ción deri­va hacia el terreno al que dedi­ca la mayor par­te de su tiem­po y de sus esfuer­zos, opi­na con indi­si­mu­la­da acri­tud sobre el dete­rio­ro apa­ren­te­men­te impa­ra­ble del mun­do de la cul­tu­ra; de la socie­dad de masas, que todo lo igua­la y uni­for­mi­za, y al mis­mo tiem­po exal­ta la excep­cio­na­li­dad de cier­tos indi­vi­duos; de la cada vez más esca­sa dura­ción de los dis­tin­tos sopor­tes para trans­mi­tir y repro­du­cir el cono­ci­mien­to; del mer­can­ti­lis­mo obs­ceno y de las impos­tu­ras super­fi­cia­les que siem­pre han rodea­do al mun­do del arte; del ímpe­tu inter­mi­ten­te con el que sue­le comen­zar nume­ro­sos pro­yec­tos que, al final, pue­den que­dar incon­clu­sos, como sus­pen­di­dos en el aire, o inclu­so obso­le­tos, por su fal­ta de per­se­ve­ran­cia en algu­nos pro­yec­tos inconclusos.

Gre­go­rio Gon­zá­lez habla de todos estos temas, y de otros muchos que su men­te en per­ma­nen­te esta­do de ebu­lli­ción caza al vue­lo, casi sin que­rer, con la flui­dez y la sol­ven­cia de un locu­tor de radio, con el ges­to algo ausen­te y errá­ti­co del que cavi­la sin des­can­so en un tra­ba­jo crea­ti­vo y soli­ta­rio, del que pasa muchas noches insom­nes ence­rra­do en su estudio.

Ese estu­dio en el que cavi­la, ensa­ya y crea, con­sis­te en una habi­ta­ción amplia, con una sola ven­ta­na que da al exte­rior y par­cial­men­te sepa­ra­da del res­to de la casa, segu­ra­men­te con el obje­ti­vo de que los queha­ce­res coti­dia­nos inter­fie­ran lo menos posi­ble con su tra­ba­jo, y vice­ver­sa. Este espa­cio de tra­ba­jo, que él deno­mi­na con cier­ta retran­ca «El qui­ró­fano», tie­ne algo de taller de arte­sano o de tras­te­ro impro­vi­sa­do, ade­más de cen­tro neu­rál­gi­co de operaciones.

A lo lar­go de un lis­tón de made­ra que se extien­de en un frag­men­to de pared, una colec­ción de bro­chas de dife­ren­tes tipos y tama­ños cuel­ga ver­ti­cal­men­te en lo que apa­ren­ta ser una jerar­quía impo­si­ble. Y deba­jo de ella, en una tabla de made­ra blan­ca usa­da como repi­sa impro­vi­sa­da, se amon­to­nan anár­qui­ca­men­te grue­sos pin­ce­les en tarros de cris­tal, reci­pien­tes vacíos de plás­ti­co, botes man­cha­dos de pin­tu­ra en los bor­des que espe­ran su turno para ser uti­li­za­dos, algu­nos lien­zos pin­ta­dos, pue­de que algu­nos ya ter­mi­na­dos y otros aún sin estre­nar, un rollo de ser­vi­lle­tas de coci­na, algún que otro bote de disol­ven­te y una pro­fu­sión de herra­mien­tas más pro­pias del uti­lla­je de una car­pin­te­ría que del estu­dio de un artista.

En un rin­cón de ese estu­dio se encuen­tra la mesa prin­ci­pal de tra­ba­jo, que posee la impron­ta devas­ta­do­ra del des­or­den y el ímpe­tu pro­me­te­dor de un pun­to de par­ti­da. En ella se pue­den obser­var un caos impre­de­ci­ble e inabar­ca­ble de lápi­ces de colo­res y de gra­fi­to, peque­ños botes acha­ta­dos con tin­ta chi­na, tarros de cris­tal que con­tie­nen líqui­dos sos­pe­cho­sos, rotu­la­do­res de colo­res, más pin­ce­les y bro­chas, cua­der­nos abier­tos por una pági­na cual­quie­ra, rollos de cin­ta para emba­lar, una caja de bas­ton­ci­llos para los oídos, varios afi­la­do­res de lápi­ces con finas viru­tas de made­ra alre­de­dor, un tubo minúscu­lo de pega­men­to extra­fuer­te, un dis­co com­pac­to sin nin­gún nom­bre ni ins­crip­ción en la super­fi­cie, per­fi­la­do­res con res­tos de car­bon­ci­llo en las pun­tas, pañue­los de papel arru­ga­dos y man­cha­dos, tablas de made­ra con res­tos de pin­tu­ra y de tin­ta en la super­fi­cie y trans­por­ta­do­res de ángu­los como los que se uti­li­zan en las cla­ses de matemáticas.

Y en medio de este des­or­den ende­mo­nia­do de arti­lu­gios e ins­tru­men­tos, de esta apa­rien­cia de cata­clis­mo inelu­di­ble, se divi­sa una lámi­na soli­ta­ria aún sin ter­mi­nar, como una ima­gen que sur­ge de entre las infi­ni­tas pie­zas de un puz­le, o como un cla­ro en medio de un mar de nubes den­sas y gri­sá­ceas, una lámi­na que repre­sen­ta varios círcu­los de colo­res azu­les y negros, una peque­ña mues­tra de sus últi­mos proyectos.

Pue­de que debi­do a las tres lám­pa­ras fle­xi­bles de alu­mi­nio que pre­si­den la mesa de tra­ba­jo, con la misión deci­si­va de dis­tin­guir y enal­te­cer todo cuan­to allí acon­te­ce, como si de un esta­dio en minia­tu­ra se tra­ta­se, o por­que allí son alum­bra­das la mayo­ría de las pie­zas como en una espe­cie de pari­to­rio de ideas, o por­que en efec­to la mesa de tra­ba­jo se pare­ce sos­pe­cho­sa­men­te a la cami­lla de un hos­pi­tal en el que se prac­ti­can ope­ra­cio­nes com­pli­ca­das y exte­nuan­tes, lo cier­to es que a aque­lla estan­cia el apo­do de «El qui­ró­fano» le sien­ta como un guante.

Al lado de «El qui­ró­fano» se encuen­tra una habi­ta­ción com­ple­men­ta­ria a la ante­rior, con un nom­bre no menos sar­cás­ti­co y pin­to­res­co: «El depó­si­to de cadá­ve­res». Allí es don­de per­ma­ne­ce alma­ce­na­da bue­na par­te de las obras, reco­pi­la­das duran­te más de vein­te años dedi­ca­dos al arte como en una espe­cie de habi­tácu­lo secre­to den­tro de una pirá­mi­de egip­cia, o una mor­gue lúgu­bre y luc­tuo­sa, y no solo por su esca­sa ilu­mi­na­ción y su her­me­tis­mo de clau­su­ra, para que la pin­tu­ra de los lien­zos no se dete­rio­ren, sino por­que al entrar en ella se per­ci­be un olor den­so a pin­tu­ra seca y a made­ra guar­ne­ci­da, a cáma­ra sella­da, a sótano oscu­ro lleno de obje­tos olvidados.

Cien­tos de obras en dife­ren­tes sopor­tes se api­lan entre el sue­lo y las estan­te­rías. Hay un angos­to pasi­llo por el que casi no se pue­de tran­si­tar, con un peque­ño des­hu­mi­di­fi­ca­dor para man­te­ner los lien­zos en bue­nas con­di­cio­nes. De repen­te, el res­pon­sa­ble de este abi­ga­rra­do y caó­ti­co depó­si­to coge al azar una de sus obras, la obser­va con el asom­bro y el extra­ña­mien­to de quien no con­si­gue reco­no­cer­se en el espe­jo de su pro­pia habi­ta­ción, y seña­la que aque­llo fue rea­li­za­do hace dema­sia­do tiem­po, que ya no hace las cosas de esa mane­ra incom­pren­si­ble­men­te arcai­ca y obso­le­ta, que ese esti­lo se corres­pon­de con otras inquie­tu­des pasa­das, con otro tiem­po inme­mo­rial, como si fue­se una pre­his­to­ria leja­na y ajena.

«Si el arte no cam­bia al mis­mo tiem­po que el ser humano, enton­ces no es ver­da­de­ro arte», afir­ma cate­gó­ri­ca­men­te Gre­go­rio Gon­zá­lez. Y a con­ti­nua­ción aña­de, «uno no pue­de con­ver­tir­se en un escla­vo del obje­to. Si le pon­go lími­tes al tra­ba­jo es por­que hay una fecha de entre­ga».

En eso con­sis­te la con­cep­ción del arte, no como un pun­to de lle­ga­da o como un des­tino inmó­vil, sino como un pro­ce­so inex­plo­ra­do y enig­má­ti­co, la nave­ga­ción sin rum­bo fijo de un bar­co que explo­ra mares igno­tos, un camino no exen­to de sor­pre­sas en el que uno nun­ca sabe lo que va a encontrarse.

Pue­de que la prue­ba más explí­ci­ta de este pro­ce­so ince­san­te se encuen­tre en una pila cre­cien­te e ines­ta­ble de cua­der­nos de tra­ba­jo que Gre­go­rio Gon­zá­lez des­plie­ga en el patio abier­to de su casa enci­ma de una mesa enorme.

Cua­der­nos peque­ños y gran­des, de tapas duras y blan­das, aja­dos y enve­je­ci­dos por el cruel paso del tiem­po o ape­nas sin estre­nar. Cua­der­nos inter­mi­na­ble­men­te gara­ba­tea­dos con apun­tes espon­tá­neos, ideas ape­nas insi­nua­das o tal vez dese­cha­das, esque­mas que se com­ple­tan con notas acla­ra­to­rias, refle­xio­nes fuga­ces, ten­ta­ti­vas impro­vi­sa­das y urgen­tes que qui­zás nun­ca lle­ga­ron a mate­ria­li­zar­se en una obra.

En uno de esos cua­der­nos, que tie­ne una cubier­ta azul sal­pi­ca­da de pin­tu­ra y con algu­nos tra­zos de car­bon­ci­llo, pue­de leer­se en letras esti­li­za­das de impren­ta «Livre de broui­llon», libro de pro­yec­to, y deba­jo de estas, un epí­gra­fe enig­má­ti­co en letras más peque­ñas y pre­cio­sis­tas que qui­zás se corres­pon­dan al nom­bre de su diseñador.

Por el deta­lle de algu­nas hojas que pare­cen arran­ca­das, el pene­tran­te olor a papel enve­je­ci­do y des­gas­ta­do y las man­chas de hume­dad en los bor­des, se diría que posee con­te­ni­do muy añe­jo, como el vino con­ser­va­do en barri­ca duran­te algún tiem­po: boce­tos en los que ya está anun­cia­da la obra futu­ra, explo­ra­cio­nes inaca­ba­das, suge­ren­cias para nue­vos pro­yec­tos, como si todo ese torren­te de ideas con­tu­vie­se la fuer­za impre­de­ci­ble de un mag­ma que flu­ye por deba­jo de la tierra.

Muchos de estos cua­der­nos están lle­nos de ano­ta­cio­nes a mano, escri­tas con la letra modé­li­ca y per­fec­ta de un esco­lar apli­ca­do, siem­pre en mayús­cu­las. «No son apun­tes, sino dia­rios ana­cró­ni­cos», se apre­su­ra a seña­lar su artí­fi­ce. «Gre­go­rías», le gus­ta deno­mi­nar­las a él, no sin cier­ta iro­nía, como para res­tar­le solem­ni­dad o tras­cen­den­cia a esa espe­cie de radio­gra­fía efí­me­ra e incom­ple­ta de su obra. O tam­bién «ocu­rren­cias», por la pro­xi­mi­dad semán­ti­ca con la pala­bra ingle­sa current, que sig­ni­fi­ca «corrien­te», como current money, «mone­da corrien­te». Ocu­rren­cias tri­via­les, ideas aza­ro­sas y espon­tá­neas, pen­sa­mien­tos atra­pa­dos al vue­lo pero aho­ra inmó­vi­les y fija­dos en el papel como ani­ma­les disecados.

En uno de esos cua­der­nos, de tapas duras y negras, hay fra­ses siem­pre pre­ce­di­das con una fle­cha en el mar­gen izquier­do, como si inten­ta­ran mos­trar la reve­la­ción pre­ma­tu­ra de una ver­dad hui­di­za o la direc­ción hacia un lugar desconocido.

En ese cua­derno esco­gi­do entre tan­tos al azar hay fechas que sepa­ran cada núcleo de fra­ses, como si el movi­mien­to del pen­sar pudie­se des­glo­sar­se y medir­se en uni­da­des tem­po­ra­les; hay afo­ris­mos que des­gra­nan evi­den­cias duras y frías como una maña­na de invierno; hay dibu­jos idén­ti­cos pero que se repi­ten en dife­ren­tes tama­ños como una leta­nía per­sis­ten­te y obs­ti­na­da; hay boce­tos sin aca­bar con un insi­dio­so inte­rro­gan­te al lado de ellos; hay fra­ses ape­nas sin corre­gir ni modi­fi­car y, en cam­bio, otras que han sido feroz­men­te tacha­das, como si en su mate­ria­li­za­ción hubie­sen trai­cio­na­do al pen­sa­mien­to que las ori­gi­nó; hay jue­gos de pala­bras apa­ren­te­men­te dis­pa­ra­ta­dos que encie­rran crí­ti­cas amar­gas a la socie­dad del espec­tácu­lo o a la cul­tu­ra de masas; hay colec­cio­nes de títu­los bre­ves, como una rami­fi­ca­ción inson­da­ble de pala­bras que a pri­me­ra vis­ta pare­cen incohe­ren­tes, pero que leí­das en con­jun­to pro­por­cio­nan la extra­ña sen­sa­ción de un sen­ti­do ocul­to, como una espe­cie de arché o prin­ci­pio últi­mo aún por descubrir.

Algu­nos de los afo­ris­mos con­tie­nen moti­vos pro­fun­dos para refle­xio­nar, como si los inte­rro­gan­tes más apre­mian­tes pudie­ran ser con­den­sa­dos en una sola fra­se. Por ejem­plo, una de estas ins­crip­cio­nes seña­la que «aun­que estés solo, pue­des mirar lejos». Y al lado de esta, qui­zás con la inten­ción de mati­zar o de pro­fun­di­zar a la ante­rior, se pue­de leer «solo se pue­de mirar lejos», como una con­den­sa­ción del inten­to siem­pre frus­tra­do e incom­ple­to por expre­sar todo lo que uno lle­va dentro.

En otro cua­derno pue­de leer­se «entre dos silen­cios», así, a secas, sin más acla­ra­cio­nes ni ejem­pli­fi­ca­cio­nes. Pero jus­to deba­jo de ella, como un enig­ma des­ve­la­do por una pis­ta recién des­cu­bier­ta, se encuen­tra escri­to con letra muy cla­ra y pre­ci­sa, casi con tan­ta cla­ri­dad y pre­ci­sión como la ver­dad que encie­rra, «la vida es una opor­tu­ni­dad entre dos silen­cios».

En otro, hay dos hojas con un tex­to lar­go que está abso­lu­ta­men­te tacha­do des­de el prin­ci­pio has­ta el final. De for­ma solem­ne y satí­ri­ca al mis­mo tiem­po su títu­lo anun­cia «Tex­to corre­gi­do», y uno nun­ca lle­ga a saber con cer­te­za si dicha ocu­rren­cia con­sis­te en una ima­gen poé­ti­ca-visual con una enor­me poten­cia expre­si­va, si real­men­te el tex­to tenía tan esca­so valor como para ser recha­za­do en su tota­li­dad o si se tra­ta de una sim­ple bro­ma del autor.

Enci­ma de estos cua­der­nos amon­to­na­dos se des­plie­gan enor­mes car­tu­li­nas blan­cas con otros dibu­jos en for­ma­to gran­de que refle­jan esfe­ras con un tra­ta­mien­to un poco más tor­tuo­so, menos mesu­ra­do, que las ideas y los boce­tos ante­rio­res: gran­des esfe­ras como núcleos de come­tas con sal­pi­ca­du­ras de gotas y man­chas de tin­ta que simu­lan lar­gas este­las cós­mi­cas, un moti­vo que enla­za con el penúl­ti­mo esta­dio de su pro­duc­ción y, que de momen­to, a fal­ta de un títu­lo mejor, ha deno­mi­na­do «Éti­ca de par­tí­cu­las».

En esta nue­va eta­pa, Gre­go­rio Gon­zá­lez ha opta­do por lo que él con­si­de­ra «una vuel­ta a los orí­ge­nes, a la esen­cia mis­ma de las cosas, a la nece­si­dad de hacer las cosas con menos pre­mu­ra y más repo­so que los que mar­ca la actua­li­dad».

Pero antes de esta eta­pa, su pro­duc­ción tran­si­tó por otros esti­los dis­tin­tos. Es pro­ba­ble que el pun­to de infle­xión lo mar­ca­ra su estan­cia en Ber­lín en el año 2011. Ni siquie­ra él mis­mo es capaz de expli­car cómo ni por qué, pero a par­tir de ese momen­to dejó atrás las líneas rec­tas, lo que él deno­mi­na la «orto­go­na­li­dad» y la «geo­me­fría», para explo­rar «en el inte­rior de la línea y en la ter­su­ra de la penum­bra». A par­tir de esa rup­tu­ra con lo ante­rior, aban­do­nó la rec­ti­tud que pre­do­mi­na­ba en su obra y se incli­nó jus­to por lo con­tra­rio: el pun­to, la esfe­ra y la línea curva.

Cuan­do se le pre­gun­ta por esta nue­va mane­ra de enten­der y repre­sen­tar sus inquie­tu­des, seña­la que en un momen­to deter­mi­na­do se plan­teó que debía inda­gar en la estruc­tu­ra de la línea. «Si la línea es una suce­sión de pun­tos, enton­ces el pun­to es una figu­ra geo­mé­tri­ca adi­men­sio­nal: no tie­ne lon­gi­tud, área, volu­men. No es un obje­to físi­co».

Seña­la que este razo­na­mien­to le recor­dó que «la esfe­ra es la figu­ra de la resis­ten­cia, de la expe­rien­cia, de la super­vi­ven­cia. Sim­bó­li­ca­men­te pode­ro­sa, car­ga­da de lec­tu­ras inago­ta­bles». Y esto le lle­vó a con­cluir que «el mis­te­rio de lo peque­ño exal­ta la con­cien­cia de la futi­li­dad».

Lo de «Éti­ca de par­tí­cu­las» vie­ne de que si una deter­mi­na­da estruc­tu­ra, por ejem­plo un peque­ño colec­ti­vo o el pro­pio teji­do social, posee una éti­ca que rige sus cos­tum­bres, enton­ces es de supo­ner que cada una de las par­tes que lo inte­gra tam­bién debe­ría tener­la. Detrás de este argu­men­to, tam­bién resi­de la con­vic­ción de que el ser humano no es más que una par­tí­cu­la en medio de una tota­li­dad que a menu­do lo anu­la y lo con­su­me. De ahí el empe­ci­na­mien­to casi obse­si­vo por repre­sen­tar la esfe­ra y su cone­xión con otras esfe­ras en sus infi­ni­tas posibilidades.

Aque­lla recu­pe­ra­ción de los peque­ños deta­lles, de la vuel­ta a la esen­cia, se reve­la aho­ra con el sen­ti­do no solo de una bús­que­da de la auten­ti­ci­dad roba­da, sino tam­bién, y sobre todo, de una nece­sa­ria cura de humil­dad del ser humano, capaz de lo mejor pero tam­bién de lo peor.

En el patio al aire libre de la casa, enci­ma de la mesa aba­rro­ta­da de acua­re­las y de dibu­jos que mues­tran esfe­ras de todos los tipos y de todas for­mas posi­bles, solas y ais­la­das, en blan­co y negro o de vivos colo­res, esfe­ras en com­pa­ñía de otras esfe­ras, esfe­ras conec­ta­das con otras esfe­ras como una con­ca­te­na­ción de para­das de metro, de repen­te sobre­sa­le una lámi­na que mues­tra una nota musi­cal pin­ta­da sobre un fon­do blan­co, como si de repen­te sona­ra una melo­día tenue en el silen­cio espe­so de la tarde.

Foto de Gre­go­rio Gon­zá­lez: Tato Gonçalves.

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Selección de piezas de «Etíca de partículas»
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