José Carlos Llop

Sin­cro­ni­ci­dad. Algo que a veces sur­ge de mane­ra impre­vi­si­ble. O qui­zás ya esta­ba pre­vis­to que así fue­ra. El nue­vo poe­ma­rio de José Car­los Llop (Pal­ma de Mallor­ca, 1956) apa­re­ce jus­to cuan­do indi­ca su títu­lo, Cuan­do aca­ba sep­tiem­bre (Lumen, 2011). Un libro en el que nos reen­con­tra­mos con par­te de la esen­cia de la cul­tu­ra medi­te­rrá­nea, entorno común en el que con­flu­ye pasa­do y pre­sen­te con una natu­ra­li­dad tal que pare­ce que siga­mos con el reloj para­do des­de hace siglos. No sor­pren­de que el poe­ta le dedi­que los ver­sos a una tal Hele­na. Es más, tenía que ser así.

El poe­ma­rio no podría haber sali­do en un momen­to más apropiado.

Cuan­do aca­ba sep­tiem­bre, claro.

Sep­tiem­bre como ante­sa­la del oto­ño y anun­cio del final de una etapa.

Es una metá­fo­ra cla­ra. Sep­tiem­bre es el final del esplen­dor del verano. Pero es el final que esta­mos vivien­do en el final. No es que haya entra­do el oto­ño, no es que hayas tras­pa­sa­do el verano, no es que estés en una nue­va épo­ca de tu vida por­que el estío fina­li­ce. Aún le que­da un rayo de sol al verano. Es una luz más dul­ce, más inte­li­gen­te, más sen­sual, más pro­ve­cho­sa y, por otro lado, ya pue­des ver lo que pue­de ser el comien­zo del oto­ño. Es el adiós al esplen­dor del verano de la vida. Todos los poe­tas deci­mos «hola» y «adiós» a las cosas que mere­cen ser salu­da­das y despedidas.

¿Lo ves cer­cano al res­to de tu pro­duc­ción poética?

Sí, creo que a par­tir de La dádi­va, los libros pos­te­rio­res tie­nen en común la fun­ción de una voz pro­pia. Es decir, se nota que están escri­tos por el mis­mo poe­ta. Y ofre­cen una cier­ta sen­sa­ción de lle­ga­da a puer­to, de estar en la casa don­de que­ría lle­gar cuan­do escri­bía mis pri­me­ros libros de poe­mas. En estos, las influen­cias son asi­mi­la­cio­nes, hablo de mi mane­ra de ver las cosas y no por influen­cias o mime­tis­mos. Tan­to La ave­ni­da de la luz como La ciu­dad sumer­gi­da, jun­to al que aca­ba de publi­car­se, son libros con parentescos.

¿Cuan­do aca­ba sep­tiem­bre sería el poe­ma­rio del hallaz­go y la reflexión?

Hago una poe­sía que osci­la entre lo figu­ra­ti­vo y lo medi­ta­ti­vo. Todo poe­ma es un hallaz­go y tam­bién un lugar de encuen­tro. En sí es un cuer­po inde­pen­dien­te del poe­ta don­de se ve y se encuen­tra el lec­tor. Y en ese sen­ti­do sí, es un hallaz­go y un encuentro.

Has tra­ba­ja­do en él duran­te tres años.

Más. Sue­lo hacer pla­nes de cin­co años para mis libros de poemas.

¿Par­tes de ideas preconcebidas?

No. Una cosa es escri­bir un lar­go poe­ma y otra ir escri­bien­do varios. Pue­den ir sur­gien­do uno hoy, otro den­tro de una sema­na, den­tro de tres meses nace otro… No soy yo el que esco­ge ni me sien­to a escri­bir un poe­ma. Es él quien eli­ge el momen­to. Cuan­do ten­go una serie de poe­sías ya veo si, en con­jun­to, tie­ne o no estruc­tu­ra de libro. Los ordeno, eli­mino (ten­go un ami­go que dice «poda, poda, que algo que­da») y así has­ta que lo ter­mino y fina­li­zo el ciclo, por­que cada libro mar­ca un ini­cio y final en un frag­men­to de mi vida. Y algo que pasa siem­pre es que, cuan­do cie­rro el ciclo, escri­bo un par o tres de poe­sías más que per­te­ne­cen a él. Es inevi­ta­ble. Y esos o los eli­mino o los incor­po­ro des­car­tan­do otros. Este libro, por ejem­plo, no lo entre­gué tal y como se ha publi­ca­do. Una vez entre­ga­do cam­bié algu­nos poemas.

Habla­bas de la voz del poe­ta y el tuyo es un poe­ma­rio con muchas voces.

Es que el poe­ta tie­ne muchas voces. La voz pro­pia del poe­ta pue­de hablar de otras voces. No digo que hable con voces dis­tin­tas. En este caso la voz es úni­ca. Hay poe­mas en los que hablo de otra per­so­na y le cedo la voz. Es el caso del poe­ma sobre la muer­te de Márai, o el del padre del arme­nio y para el que uti­li­zo un recur­so poé­ti­co muy nor­mal, como lo pue­de ser el emplea­do por Edgar Lee Mas­ters con sus epi­ta­fios. Pero la voz que está hablan­do de Law­ren­ce Durrell o de no mover­se de Pal­ma a la hora de deci­dir el lugar don­de vivir, esa es la misma.

El poe­ma del arme­nio, «Jeru­sa­lem», es uno de los que más me han impac­ta­do, por lo que cuen­ta y por cómo te encon­tras­te con la historia.

No recuer­do dón­de apa­re­ció la entre­vis­ta a este hom­bre que expli­ca­ba la his­to­ria de su padre y del pue­blo arme­nio. Teclean­do sus fra­ses y colo­cán­do­las de una mane­ra u otra, hacien­do una espe­cie de patch­work, salió el poema.

De hecho, ofre­ces una refle­xión del poe­ta como tes­ti­mo­nio del tiem­po, reco­gien­do aque­llo que con­fi­gu­ra su experiencia.

La poe­sía habla esen­cial­men­te de otros temas. Bueno, hay tres cosas inhe­ren­tes: el amor, el tiem­po y la muer­te, con el aña­di­do de que el tiem­po es siem­pre coau­tor del poe­ma. Nor­mal­men­te los poe­mas se pro­du­cen por acu­mu­la­ción. Cuan­do la acu­mu­la­ción ya está hecha vie­ne la reve­la­ción del poe­ma. Uno no es poe­ta las vein­ti­cua­tro horas del día. Lo es en el momen­to en que se está escri­bien­do un poe­ma o en el que pien­sas en él. Pue­de suce­der algo en la vida que te impac­ta lo sufi­cien­te como para que den­tro de ti se for­me una esta­lac­ti­ta que, cuan­do sal­ga, lo haga en for­ma poé­ti­ca. Pero nece­si­ta tiem­po, que es el fac­tor que, como digo, ejer­ce de coau­tor y cola­bo­ra con el poeta.

¿Y la soledad?

Es que el poe­ma sur­ge en sole­dad, estan­do solo miras el mun­do con más inten­si­dad que acom­pa­ña­do, pien­sas mejor que cuan­do estás con gen­te y cuen­tas mejor los ver­sos que estan­do pen­dien­te de otras per­so­nas. La sole­dad es abso­lu­ta­men­te esen­cial en el ofi­cio de escri­bir. Hay otra sole­dad que es la de la edad madu­ra. No hablo de la sole­dad crea­ti­va sino de la mane­ra de vivir­la a medi­da que se va cum­plien­do años. La de la edad madu­ra es más soli­ta­ria, por­que se tra­ta de la asun­ción de la sole­dad como terri­to­rio pro­pio y el recha­zo de aque­llo que ya no te intere­sa y que te ha gene­ra­do más soledad.

Los refe­ren­tes están pre­sen­tes de mane­ra cons­tan­te, Cava­fis, Durrell…

Pero como refe­ren­tes del pasa­do. Es este sen­ti­do rin­do home­na­je a los últi­mos años de la ado­les­cen­cia y el prin­ci­pio de la juven­tud como perio­do tran­si­cio­nal. En ese tiem­po me ense­ña­ron a Cava­fis y a Durrell, hay una serie de con­co­mi­tan­cias que son gene­ra­cio­na­les y hablo sobre ellos en fun­ción de que deter­mi­na­ron el humus de don­de sur­gi­ría mi mun­do lite­ra­rio. Pero son como pro­to­his­tó­ri­cos. No hablo de ellos como lo haría de cual­quier otro autor que me gus­te. Lo hago como repre­sen­tan­tes de la pri­me­ra lite­ra­tu­ra del siglo XX que me ense­ñó a ir por el mun­do en el que yo que­ría estar.

Cuando acaba septiembreAlgo que se echa en fal­ta a veces, y que en tu caso resuel­ves con una nota final, es el ori­gen de algu­nos de los poemas.

Si el poe­ma vie­ne ori­gi­na­do por el frag­men­to de un tex­to o si inclu­ye fra­ses que pro­vie­nen de otros sitios, siem­pre lo indi­co. Los que han sur­gi­do de la pro­pia lite­ra­tu­ra por­que he vis­to pro­yec­ta­da algu­na cosa de la vida que me intere­sa­ba, tam­bién. Lo que no sopor­to es la inter­tex­tua­li­dad, a la que en mis tiem­pos jóve­nes se la lla­ma­ba plagio.

El Medi­te­rrá­neo. Es un tópi­co pero, ¿qué tie­ne para que haya con­for­ma­do una poé­ti­ca con ese sello tan par­ti­cu­lar del que beben tan­tos autores?

Es un tiem­po que es todos los tiem­pos. Es el poner nom­bre a las cosas, la filo­so­fía, el fata­lis­mo, es la His­to­ria como gran inva­so­ra de la vida tran­qui­la, es todas las bata­llas, todas las reli­gio­nes. El Medi­te­rrá­neo ofre­ce una mane­ra de estar en la vida que es más sabia, más cul­ta, más terri­ble, tam­bién, y que nos une de una cos­ta a la otra. Los medi­te­rrá­neos bas­ta que nos mire­mos a los ojos para enten­der­nos. Y ya no te digo un isle­ño. Toda­vía es más evi­den­te. Los medi­te­rrá­neos con­ti­nen­ta­les tie­nen a otros detrás, pero los isle­ños tene­mos el mar y es un aña­di­do impor­tan­te. El Medi­te­rrá­neo es la gran casa de todo. Es de don­de sur­ge el mun­do civi­li­za­do y el mun­do bru­tal, en un sen­ti­do refi­na­do de la bru­ta­li­dad, nace tam­bién de aquí.

Sin olvi­dar el siroco.

Muy puñe­te­ro, sí [se ríe]. Paso el verano en un pue­blo de pes­ca­do­res en el que sopla el siro­co. Si lo hace una hora o dos no pasa nada, pero cuan­do dura varios días te pue­de des­es­ta­bi­li­zar cual­quier cosa. Inclu­so te hace plan­tear pre­gun­tas cuan­do no toca.

Siem­pre he pen­sa­do que los poe­tas son per­so­nas más libres que el res­to de los mortales.

Al escri­bir sí, segu­ro. Y sí, qui­zás se lle­va la vida de una mane­ra dife­ren­te, pero te lo ganas a pulso.

La liber­tad de crear per­mi­te que tus poe­mas sur­jan sin pen­sar en el idio­ma, cata­lán o castellano.

Me expre­so en dos len­guas. Hay algu­nos poe­mas que me han pedi­do ser escri­tos en cata­lán y así los he hecho. Influ­ye tam­bién la musi­ca­li­dad. Hace un tiem­po escri­bí un poe­ma sobre Pal­ma que, cuan­do ya lle­va­ba unos vein­te ver­sos, me di cuen­ta de que no fun­cio­na­ba. Sabía el poe­ma que que­ría escri­bir, lo tenía en la cabe­za. Y era un pro­ble­ma por­que se tra­ta­ba de un poe­ma muy lar­go con muchas notas y no fun­cio­na­ba en cas­te­llano. Se me ocu­rrió tra­du­cir aque­llos vein­te ver­sos al cata­lán y en un par de días sur­gie­ron los otros más de tres­cien­tos ver­sos. Era lo que me pedía el poe­ma, escri­bir­lo en cata­lán. No es fru­to del cálcu­lo, en una pala­bra. Nada en un poe­ma, excep­to los deta­lles fina­les, que son de ofi­cio, es fru­to de un cálculo.

A muchos lec­to­res que se acer­quen a tus ver­sos les pue­de sor­pren­der lo narra­ti­vo de tu poesía.

Bueno, es una tra­di­ción anglo­sa­jo­na que dis­fru­to con gran pla­cer cuan­do les he leí­do a ellos y por estar bajo este árbol. La encuen­tras en muchos poe­tas, pien­so aho­ra en Phi­lip Lar­kin, Eliot, Pound… Y pien­so tam­bién en una par­te de la poe­sía del Este, como el pola­co Ches­lav Milos, en Joseph Brodsky que es el con­ti­nua­dor, y en Adam Zaga­jews­ki que sería el ter­ce­ro de la lis­ta. Son poe­tas cuyo mun­do sim­bó­li­co sería el de Polo­nia y Rusia pero el dis­cur­si­vo ven­dría de esa tra­di­ción ingle­sa. Por eso los con­si­de­ran narra­ti­vos. En mi caso no es por el hecho de que sea nove­lis­ta, sino que per­te­nez­co, me sien­to cómo­do den­tro de una tra­di­ción más dis­cur­si­va del poe­ma que, evi­den­te­men­te, sigue tenien­do músi­ca inte­rior, etc., pero que se podría leer segui­do, un ver­so tras otro, siguien­do la pau­ta de la lec­tu­ra de una narra­ción, uno jun­to a otro y no uno deba­jo del otro.

¿Esa musi­ca­li­dad no está pre­sen­te en tu narrativa?

Podrías encon­trar­la. Hay dos mane­ras de ser nove­lis­ta: Una es el narra­dor puro y la otra los que veni­mos del mun­do de la poe­sía. Se nos nota muchí­si­mo. Sin áni­mo de com­pa­ra­ción, por­que hablo de un genio, a Nabo­kov se le nota una bar­ba­ri­dad. Sería un caso para­dig­má­ti­co. Lo mis­mo le suce­de a Pave­se. La músi­ca inte­rior es una de las carac­te­rís­ti­cas que per­mi­ten dife­ren­ciar esa mane­ra dife­ren­te de afron­tar una nove­la o un relato.

¿Crees que la iden­ti­dad per­so­nal, al mar­gen de ideo­lo­gías, es indi­vi­si­ble del espa­cio físi­co en el que se vive (el entorno, la ciu­dad, el paisaje)?

El pro­ble­ma de la iden­ti­dad es más amplio que una cues­tión de sue­lo o espa­cio. Mi iden­ti­dad no esta­ría com­ple­ta sin haber leí­do a Milos. O sin haber cono­ci­do Ale­jan­dría a tra­vés de Law­ren­ce Durrell. Mi iden­ti­dad no sería la que es sin haber leí­do a Cava­fis. Y nun­ca he pues­to los pies en Ale­jan­dría, así que no pue­do hablar de un espa­cio físi­co. Pode­mos hablar de ciu­dad y de cam­po. Eso sí deli­mi­ta las iden­ti­da­des. Pero en el caso de un narra­dor que a veces es poe­ta, o vice­ver­sa, está más mez­cla­do, por­que no entien­do la nove­la sin la ciu­dad ni la poe­sía sin la mar o el cam­po. Y ambos se com­ple­men­tan. Dirás «pero tú eres un caso raro, no es lo habi­tual». Qui­zás. Pero si todos lo vivie­ran de esta mane­ra tal vez las cosas irian mejor. Esta espe­cie de incom­pren­sión por par­te del urbano y del cam­pe­sino no exis­ti­ría. Es la rique­za de cono­ci­mien­tos que se van ate­so­ran­do. Conoz­co el nom­bre de los árbo­les des­de peque­ño en las dos len­guas en las que me comu­ni­co. Y con natu­ra­li­dad, nadie me dio cla­ses de botá­ni­ca. En casa se habla­ba de un ace­bu­che y de un ullas­tre. Y nadie me los seña­la­ba. Esto que­da en mi poe­sía que, al ser de voca­ción clá­si­ca lo es tam­bién enu­me­ra­ti­va, por lo que orde­na mi mun­do y el mun­do en gene­ral, en un frag­men­to dimi­nu­to, pero lo orde­na. No olvi­de­mos que los poe­tas son quie­nes han pues­to nom­bre a las cosas. Per­te­nez­co a esa fami­lia que, des­de los pri­me­ros tiem­pos, han nom­bra­do a todo, des­de las estre­llas has­ta las hier­bas. Y aquí sí encon­tra­mos el espa­cio, pero es meta­fí­si­co. Y tam­bién es ver­dad que cuan­do paseas por el barrio en el que has vivi­do toda tu vida, a los cin­cuen­ta notas cosas que a los trein­ta no percibías.

Has inclui­do un poe­ma de encargo.

Sí, y no sue­lo hacer­lo. Aun­que no es exac­ta­men­te un encar­go. Fer­nan­do Aram­bu­ru, a quien cono­cí como jura­do en el Pre­mio Salam­bó, me escri­bió con­tán­do­me que hacía colec­ción de lunas. Me pidió que escri­bie­ra un retra­to de la luna en una tar­je­ta que él mis­mo envía, es como una espe­cie de museo de lunas escri­tas por auto­res con­tem­po­rá­neos. Pen­sé un tex­to que fue el que le envié y me guar­dé una copia en el orde­na­dor que se fue trans­for­man­do el el poe­ma-pos­tal publi­ca­do en el libro. Y fíja­te que lo sal­vé por el final en el que apa­re­ce Pati­nir, que no esta­ba en la tar­je­ta de Aram­bu­ru, y que es un pin­tor que siem­pre me ha lla­ma­do la aten­ción por su luz. Es una luz com­ple­ta­men­te lunar, en esas pin­tu­ras de la lagu­na Estigia…

Foto de José Car­los Llop: Edi­to­rial Lumen.

* Cuan­do aca­ba sep­tiem­bre.
José Car­los Llop.
Edi­to­rial Lumen (Bar­ce­lo­na, 2011).

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