En estos tiempos de escasez filosófica, de una severa devaluación del pensamiento, es de agradecer un discurso como el que exhibe Javier Sádaba. Un discurso que se caracteriza, entre otras cosas, por su honradez intelectual, por no hacer concesiones a las soluciones fáciles ni a las modas pasajeras, por su envidiable claridad expositiva y por su fuerte compromiso social.
Con la publicación de su último libro, Memorias desvergonzadas, Javier Sádaba parece haber cerrado el ciclo que inició hace más de veinte años con Memorias comillenses y Dios y sus máscaras, dos libros autobiográficos que abarcaban las primeras etapas de su vida.
A estas alturas de su trayectoria personal y académica, tras su jubilación como docente en la universidad, con una sólida obra a sus espaldas como ensayista y divulgador de filosofía, vuelve al panorama editorial con Memorias desvergonzadas para reflexionar sobre las cosas que le importan.
Nunca ha temido mostrar sus opiniones en público sin demasiados tapujos —lo cual le ha valido el calificativo de «políticamente incorrecto» en no pocas ocasiones — , pero es que ahora lo hace aún más desinhibido que de costumbre, dando rienda suelta a su pensamiento, llamando a las cosas por su nombre, citando a quienes tiene que mencionar en el contexto oportuno y por los motivos que estima convenientes.
Puede que por estos motivos haya elegido el adjetivo «desvergonzadas» para ilustrar el tono que ha utilizado en el que, hasta el momento, es su último tomo de memorias. Y conviene hacer hincapié en lo de «hasta el momento», porque a pesar de reconocerse un poco más cansado a estas alturas de la vida, con su apretada agenda de charlas y de colaboraciones en diferentes medios de comunicación, Javier Sádaba continúa exhibiendo, además de espíritu combativo, una voluntad inquebrantable y una capacidad de trabajo de la que da fe su extensa trayectoria como autor.
De todas estas cuestiones, de su actitud rebelde ante la vida, de su lúcido inconformismo, de las iniquidades del panorama político que consiguen prolongarse durante décadas, de ciertos desmanes de la sociedad actual, tuvimos la oportunidad de hablar con él a lo largo de esta entrevista.
Después de escuchar a Javier Sádaba disertar sobre todas estas cuestiones, y de otras muchas que se colaron en medio de nuestra conversación, no nos parece arriesgado afirmar que quizás no estamos tan huérfanos de referentes culturales como tendemos a creer. Y que el perímetro de actuación de cada individuo para cambiar las cosas puede ser mucho más importante de lo que solemos considerar.
Lucho por el ideal de una sociedad reconciliada con ella misma
Este nuevo libro autobiográfico, Memorias desvergonzadas, se suma a la labor de explicarse a sí mismo que inició hace ya algún tiempo con otros libros…
He escrito tres libros de memorias a lo largo de mi vida. En el primero de ellos, Dios y sus máscaras, no tenía tanto la intención de hablar de mí, sino la de compartir mi visión del mundo, porque siempre he considerado que lo que me pasa a mí también le pasa a los demás, y viceversa. Se trataba de dejar constancia de los años del franquismo, desde mi infancia hasta llegar a la universidad, que fueron los años de la posguerra y de la dictadura. Hay un cierto humor, pero también se cuenta en él la parte más dura del nacional-catolicismo: la ausencia de libertad de una dictadura que salía, además, de una cruenta guerra civil.
El segundo [Memorias comillenses], narra con cierta ternura y cariño mi paso por los jesuitas de Comillas, que duró cuatro años. Y digo esto de «cierta ternura y cariño» porque en el libro incluyo algunas frases que decían los profesores: algunas eran para partirse de risa, otras eran tremendas, pero entre todas forman una especie de mosaico que refleja el ambiente en el que estábamos metidos durante esos años de principios de los sesenta. Este es un testimonio más personal, quizás con algo más de humor que los otros, y que vendría a ser una mezcla entre la denuncia de una situación perversa y la descripción nostálgica de algunos personajes pintorescos.
¿Por qué sumar otro libro de memorias a los otros, justo en este momento de su vida?
Porque a estas alturas me siento, si no más libre, quizás sí más desenvuelto, para decir esas cosas que solemos decir en voz baja, para un público más pequeño. Y eso que yo suelo decir las cosas abiertamente y siempre he pasado por ser una persona muy crítica, políticamente incorrecta.
En este nuevo libro, hablo de los últimos tiempos, de mi estancia en Alemania, de la Transición, hasta llegar a nuestros días. Diría que el tono de este nuevo libro es bastante reivindicativo —no llegaría a decir que es pesimista — , porque trato de seguir luchando por el ideal de una sociedad reconciliada con ella misma.
¿Le llueven las críticas por mantener ese ideal reivindicativo?
Puede resultar desproporcionado si se compara con la media de este país, que yo considero que tiene una enorme cobardía para salirse del guion preestablecido. En este libro hablo de cosas a veces incómodas, como el derecho a la autodeterminación, de mis posiciones republicanas, etc. Y si tengo que dar nombres, no sufro mucho por hacerlo, al mismo tiempo que manifiesto un profundo respeto hacia esas personas que menciono. Me parece que la honestidad intelectual es fundamental, uno de los preámbulos para tener una vida moral digna, y eso implica tener que llamar a las cosas por su nombre.
¿Cuáles son las reacciones más habituales que suele encontrarse por parte de los lectores?
Me temo que hay reacciones para todos los gustos. En ocasiones me he encontrado con personas que han disfrutado del libro a pesar de situarse en las antípodas de mi pensamiento. Y, en otras ocasiones, con personas que esperan que diga cosas que ellas mismas no se atreven a decir.
Da la impresión de ser un libro escrito por alguien «más allá del bien y del mal», como diría el filósofo…
Yo no diría tanto «más allá del bien y del mal», sino de una persona que habla desde la experiencia vivida, que es larga, que ya vislumbra el final cerca, y que trata de ser fiel a lo que piensa.
¿Hay en la actualidad un cierto boom de la literatura del «yo»?
Yo diría que habría que hacer algunas distinciones. Por un lado, tenemos las memorias personales, que acaban siendo un tipo de autojustificación: este en absoluto es mi caso, porque no he pretendido en ningún momento justificarme ante nadie. Además, en esto suelo aplicar aquella máxima de Schopenhauer, cuando afirma que los amigos se dicen sinceros, pero los enemigos realmente lo son.
Por otro lado, este auge de la literatura del «yo», como tú has mencionado, también tiene que ver con esta sociedad del espectáculo en la que vivimos: todo tiene que quedarse en la superficie, no hay tiempo para asimilar los cambios ni sedimentar el pensamiento.
Pero esta forma de pensar parece que va en contra de la hegemonía cultural…
A mí me parece que el proyecto de unir filosofía y vida no está nada mal. En primer lugar, porque proporciona claves para la interpretación: se trata de ofrecer razones y luego comprobar si se está de acuerdo o no con ellas.
¿Cómo se puede llevar a cabo una revalorización de la palabra en esta época, en la que parece que se habla mucho pero se dice muy poco?
Es un problema tremendo: lo que Walter Benjamin llamaba «el nombrar puro», y que se podría traducir simplemente como «llamar a las cosas por su nombre». Conseguir esto es muy difícil porque vivimos contra un muro inmenso, en medio de mentiras muy graves. La manera de luchar contra esta tendencia es a través de una resistencia activa y buscando aquellos huecos de la sociedad en los que uno pueda dejar alguna semilla.
En muchas ocasiones se puede hacer más de lo que parece. Por ejemplo, en mis charlas encuentro a gente excepcional, con ganas de hacer cosas. Es cierto que las estructuras son tan rígidas que a veces resulta muy difícil hacerlo. Pero también creo que cada uno debe encontrar los espacios más adecuados para poder hacerlo. Yo suelo repetir aquello que decía el poeta Gabriel Celaya: nos queda la palabra.
Usted ha apostado por el predominio de la ética en todos los ámbitos de la sociedad…
Me interesa mucho la ética o la moral (aquí utilizo los términos indistintamente), lo cual no quiere decir que vaya por la vida perdonándole la vida a nadie. Hablo de las acciones responsables, aquellas que pueden conducirnos a una buena vida que sea común a todos los seres humanos. Lo he repetido muchas veces: hay que procurar vivir lo mejor posible. Creo que este es el mandato fundamental del homo sapiens. En este sentido, puedo decir que conseguí conciliar mi vocación con mi profesión, al menos hasta que me jubilé.
Volviendo a las características de la sociedad actual, ¿cómo podemos conciliar el utilitarismo imperante con los sentimientos morales?
Primero habría que decir que el utilitarismo no me parece una opción despreciable. Hay que reconocer que, en el fondo, todos somos un poco o, incluso, bastante utilitaristas. Las acciones tienen consecuencias, y cada uno de nosotros debe valorar constantemente las consecuencias de lo que hace. El utilitarismo sirve para recordarnos que las acciones que hacemos no se quedan en uno mismo, sino que también afectan a los demás.
Ahora bien, un utilitarismo extremo puede llegar a ser pérfido, porque puede aparentar unas consecuencias estupendas que en realidad no lo son. Hay que tener en cuenta que existe una serie de semáforos, que son las tres generaciones de Derechos Humanos (civiles, políticos y ecológicos), y que están por encima de la utilidad de cualquier acción. Esto no quiere decir que seamos ingenuos, sino que tratemos de buscar un equilibrio entre los dos polos. La cuestión es que sepamos combinarlos.
¿A qué se refería cuando ha afirmado que «la ética prepara un ruido mayor que el ruido circundante»?
Es que sumar aún más ruido cuando ya existe un ruido excesivo, no parece la mejor de las soluciones. Alguien puede pensar que con esta afirmación estoy tirando piedras contra mi propio tejado, porque soy de los que suelo opinar sobre las cosas que pasan. Creo que el límite del ruido circundante debería ser el hecho de que nos podamos escuchar. Precisamente, lo que critico es ese déficit en nuestra capacidad para escuchar, que parece congénita a una sociedad como la nuestra. Para comprobar lo que estoy diciendo, basta con ver una de esas tertulias que aparecen en la televisión.
Ya no digamos si pensamos en lo que ocurre cotidianamente en el Parlamento. Por ejemplo, nadie se atreve a cambiar de opinión porque las razones del otro le han convencido. Esto sería impensable en una sociedad como la nuestra. Detrás de todo esto lo que hay es el mandato de la escucha: si escucháramos mucho más de lo que lo hacemos, seríamos mucho más felices de lo que somos.
¿Por qué no le gusta el término «heroicidad» cuando se aplica a la vida cotidiana?
Me baso en una frase de Ortega, que a su vez repite una vieja idea de Aristóteles, y que dice algo así como «a nadie se le pide ser un héroe, pero a todos se les pide ser no cobardes». A mí me parece que esta frase refleja lo que he querido decir, porque, en la ética, los héroes y los santos suelen hacer cosas que son muy distintas a las que son realmente obligatorias para el resto de los mortales: acciones como no matar o ayudar a los demás. Pero lo que hacen los héroes suele quedar muy por encima de nuestras potencias: son actos poco accesibles a la mayoría de las personas que tienen una vida normal. Lo contrario —es decir, un mundo de héroes — , sería estupendo, pero no es exigible.
Sin embargo, ¿no le parece que la vida cotidiana casi se ha vuelto una cuestión de heroicidad?
En lugar de heroicidad, yo diría que se ha convertido en una cuestión de supervivencia. En alguna ocasión, cuando me han preguntado por un héroe, yo les he mencionado la figura de mi padre, que era maestro represaliado en la posguerra y tuvo que sacar adelante a siete hijos. Lo cito casi como una metáfora o como un ejemplo de la figura del héroe.
A aquellas personas que están cobrando en la actualidad un sueldo de setecientos u ochocientos euros, que son millones en España, también las considero casi unos héroes. Para evitar la resonancia mitológica del concepto —que hemos heredado de la Grecia clásica — , yo preferiría denominar a estos individuos «resistentes»: personas agobiadas por las circunstancias, que se esfuerzan cada día de una manera admirable para sacar su vida adelante.
Podemos ayudar mucho más de lo que pensamos
Con este panorama que pinta tan gris, ¿cómo se puede fomentar la esperanza?
Es una pregunta crucial. Aquí habría que hacer algunas distinciones. La respuesta teórica es relativamente fácil, el problema es llevarla a la práctica. Sabemos cómo podemos vivir mejor —con el reparto más equitativo de los bienes, con una justicia imparcial, con una educación y una sanidad de calidad, con una ciudadanía más responsable, etc. — , sin embargo, nunca llegamos a hacerlo.
Creo que lo que hay detrás es una simple cuestión de voluntad: hay muchas personas que no están dispuestas a ceder lo que tiene. La única solución que se me ocurre es no tirar nunca la toalla, seguir peleando, enterarse de las cosas que ocurren, saber gozar con aquellas cosas que te hacen disfrutar y abrirse al mundo de la curiosidad. Todo esto irá unido a la esperanza, no de ser inmortal, sino de vivir mejor y poder salir de la situación en la que estamos.
¿Es a esto a lo que se refería en su anterior libro, Ética erótica, como lo «obvio», algo que parece que hemos olvidado?
En parte, sí. Como diría un castizo, creo que nos comemos el coco en exceso. En este sentido, creo que somos excesivamente vulnerables e hipersensibles ante lo que nos rodea. Es bueno que seamos sensibles, pero a la injusticia o a la intolerancia. El problema es que a menudo le concedemos mucha más importancia a ciertas cosas de la que realmente tienen y esto nos provoca un sufrimiento añadido, aparte del sufrimiento inevitable que ya te da la propia vida.
Además de este sufrimiento inevitable, parece que estamos empeñados en contribuir con una carga de sufrimiento adicional en nuestra forma actual de vivir. Pues bien, para evitar esto, me parece a mí que primero tendríamos que evitar esa deformación nuestra. En segundo lugar, tendríamos que separar lo que es sustancial de lo meramente accidental. En tercer lugar, desde la guardería, deberíamos fijarnos más en algunos modelos ejemplares de la vida política y social.
¿Se trataría de fomentar lo que en ética se denomina el «cuidado de uno mismo»?
En efecto, el cuidado de uno mismo es primordial. Esto no tiene nada que ver con el egoísmo, sino con la posibilidad de desplegar tus potencias. Tengo una actitud muy escéptica con el hecho de que pueda ayudarnos en algo nuestra «clase política», que en los últimos tiempos se ha situado al servicio del dinero y muy por encima de los ciudadanos.
Sin embargo, pienso que el ciudadano de a pie puede actuar mucho dentro de esta sociedad, cada uno desde su propio ámbito, cultivando la amistad, discutiendo cuando haya que hacerlo, aclarando las ideas. En mi caso, en su momento lo hice a través de mi labor en la universidad, y ahora lo sigo haciendo gracias a las conferencias que imparto.
Sin embargo, ¿no parece haberse impuesto la idea de que el dominio y el control son virtudes a explotar?
Primero hay que combatir esta herencia en el plano teórico, como hacía mi gran maestro Ernst Tugendhah, al que he seguido en sus ideas durante muchos años. Su planteamiento es que, a diferencia de lo que afirmaba Nietzsche, el poder no es sobre los otros, sino con los otros. El poder tiene que ser compartido por todos, incluso si hablamos en términos políticos, y nadie puede situarse por encima del otro.
Todo nos iría mucho mejor si aprendiésemos a conciliar el poder de uno mismo con el poder de los demás. Es fundamental saber estar con los demás, abrirse a los otros, sin que se encuentre por medio de esa relación este individualismo posesivo. Estamos hablando de que todos estamos en el mismo barco y de que compartimos el mismo destino. Esta es, sin duda, una de nuestras asignaturas pendientes.
¿Por qué afirma en su libro que a la Transición habría que denominarla «Continuación», cuando no directamente «Traición»?
Es muy probable que a mucha gente esto le suene raro, pero me sumo a los que piensan que la Transición tuvo mucho de fraude y que es el origen de muchos males actuales. Como dice el refrán, aquellos vientos traen estas tempestades. En primer lugar, lo que me pasa con la Transición es que viví aquel período, no hablo de oídas, como muchos otros que se pronuncian sobre este tema sin haberlo vivido. Fue un período en el que yo aprendí lo que es la represión: me expulsaron de la universidad —repetidas veces, además, igual que a Savater — , a uno de mis hermanos lo encarcelan…
Lo que afirmo en mi libro es que la Transición se ha mitificado en exceso y se ha convertido en un modelo, cuando no es un modelo de nada. En otros países se ha hecho una Transición mejor y más rápida. La nuestra la hicieron los americanos y los alemanes, colocando y potenciando en puestos clave a los franquistas —tenemos el ejemplo de Manuel Fraga, sin ir más lejos — , se desintegró la izquierda que había en aquel momento y se aceptó todo lo que se podía aceptar, que fue mucho.
¿Por ejemplo?
Me estoy refiriendo a instituciones impuestas al conjunto de la población, como la monarquía, sin ir más lejos. Yo estoy profundamente en contra de la idea de que alguien sea el Jefe de Estado en virtud de sus genes. Y, de repente, todos los republicanos de izquierdas se convirtieron en monárquicos convencidos de la noche a la mañana.
Además, si hizo una Asamblea Constituyente, elaboraba por militares, para hacer un referéndum, lo cual desemboca en un chantaje electoral: si me hacen votar con miedo, el resultado es que esos votos tienen más relación con el chantaje que con la libertad. Y, por último, muchas de las piezas del Régimen fueron colocadas en la democracia a través de eslóganes que eran meras falacias, como, por ejemplo, «es que no había otra alternativa». Todavía yo me sigo preguntando en la actualidad por qué no había otra alternativa.
¿En qué hubiese consistido esa «otra» alternativa?
Pienso que no había por qué hacer todo de la noche a la mañana. Se podría haber hecho con más paciencia: que cada uno se hubiese quedado provisionalmente en su sitio, y que le hubiesen dado más voz al pueblo en la toma de decisiones. Otro eslogan que nos vendieron fue el del «mal menor», cuando de lo que se trata es de aspirar al «bien mayor». O el eslogan de «es que fue necesario», cuando uno ya está cansado de que se hable de necesidad para referirse a cosas que en realidad no lo son. Todos estos eslóganes proliferaron de tal manera que la Transición se convirtió en muchos aspectos en una mera continuación de lo anterior.
Muchas personas se quejan ahora de que lo que hay es una continuación del franquismo. El origen de esa queja se encuentra precisamente en la Transición, que continuó con muchas cosas que permanecieron igual que en la etapa anterior y no propició los cambios profundos que hubiesen sido deseables en la sociedad. Por ejemplo, en la actualidad estamos asistiendo a una reducción de la libertad de expresión, que podríamos interpretar como una «traición» a lo que tendría que haber sido el espíritu de la Transición.
¿No teme que tachen esta reivindicación de «políticamente incorrecta»?
Es que yo exijo mucho más a unas personas que se autodenominan «demócratas» que a los que mandaban durante la dictadura, que ya sabíamos cómo pensaban y cómo se comportaban. En cambio, al que se autodenomina «demócrata» hay que exigirle que se comporte como tal. Y si el demócrata falla, entonces hay que recordarle lo que en latín se dice corruptio optimi pessima est, es decir, «la corrupción del mejor es lo peor».
¿Cuáles serían las consecuencias en la actualidad de toda esta herencia?
Por ejemplo, tenemos una televisión en la que únicamente se grita, que funciona a través de lemas, en la que no se puede hablar con libertad, etc. Todas estas cosas me parecen los detritus de esa Transición que se hizo de aquella manera tan defectuosa.
Cambiamos al tema de la educación. Alguna vez le he escuchado decir que estamos formando «sujetos de papel». ¿A qué se refería?
He utilizado esta expresión como una crítica a los defensores de la «postmodernidad». Como he dicho antes, los «sujetos de papel» son sujetos excesivamente débiles, consumidores de grandes estímulos, que muy pronto han sido absorbidos por un sistema excesivamente superficial, incapaces de una cierta resistencia al sufrimiento. En nuestra sociedad parece haberse instalado un miedo desmesurado ante cualquier dificultad. Cuando es racional, el miedo cumple una función; pero hay que luchar contra él cuando se trata de un miedo irracional.
¿Cómo cree que ha contribuido la educación a fomentar este tipo se sujetos?
Desde mi experiencia en la universidad, la impresión que he tenido es que los alumnos cada vez sabían menos. A mí me llamaba la atención que no tuviesen ni idea de ciertos nombres o de algunos temas que mencionaba en clase. Y no estamos hablando de los problemas entre Corea del Norte y Corea del Sur, por poner un ejemplo, sino de cosas mucho más básicas, como leer un periódico de vez en cuando y tratar de enterarse de lo que está pasando.
En este aspecto, creo que ha fallado la universidad con lo que podría llamarse una excesiva tolerancia ante la ignorancia y la falta de rigor. También habría que hacer hincapié en el asunto de darle más financiación a la universidad, más importancia a la investigación y más cuidado a la hora de seleccionar al profesorado.
Después de una vida dedicada a la docencia, a la investigación, a la escritura, al fomento de la cultura, etc., ¿qué es lo que piensa Javier Sádaba cuando echa la vista atrás?
Después de más de cuarenta libros y de numerosos artículos, lo primero que uno podría pensar es que son muy malos [risas]. Pero hay cosas en las que uno no puede evitar fijarse positivamente, con cierto cariño, como el primer libro que escribí, El lenguaje religioso y filosofía analítica, que fue el primer libro que se escribió en castellano dentro de su materia y fue muy alabado en Latinoamérica, donde a veces tengo más lecturas que en España. También está el Diccionario de ética, al que le tengo un especial cariño.
¿Cuál es su «fórmula» para abarcar tantos frentes y para hacerlo con tanta fecundidad?
Siento decepcionarte, pero «fórmula» no tengo ninguna, más allá de una cierta capacidad de estudio: siempre he aprovechado cualquier ocasión para leer. Cuando me levanto por la mañana, lo primero que hago es ponerme a estudiar un rato. Ayuda mucho haber tenido una mujer extraordinaria, y no sólo porque sabía filosofía, sino por poder hacerme una crítica de lo que estaba haciendo en cualquier momento.
También ayuda tener amigos en el mundo intelectual con los que intercambiar opiniones y tener conversaciones provechosas. Y, por último, mantener el deseo de desdoblarte, de compartir con los demás, de hacer público lo que uno hace, aunque luego lo critiquen. Es una especie de ampliar la propia individualidad en la de los demás. La necesidad de escribir para llegar a alguien.
. Memorias desvergonzadas. Javier Sádaba
Editorial Almuzara (Córdoba, 2018).