Hernán Rivera Letelier

Con El arte de la resu­rrec­ción (Alfa­gua­ra, 2010), Her­nán Rive­ra Lete­lier reto­ma a un per­so­na­je que ha ido apa­re­cien­do en su vida y en su obra duran­te años: Domin­go Zára­te Vega, el Cris­to de Elqui, un pere­grino que con­si­guió gran popu­la­ri­dad en Chi­le allá por los años 30 y 40 del siglo pasa­do. Escri­to a modo de via­je qui­jo­tes­co, en el que el ermi­ta­ño lle­ga­rá a cono­cer a Maga­le­na, pros­ti­tu­ta devo­ta de la Vir­gen del Car­men, la nove­la de Rive­ra Lete­lier obtu­vo el Pre­mio Alfa­gua­ra de Nove­la 2010.

Nos encon­tra­mos con el autor en Bar­ce­lo­na, en ple­na gira pro­mo­cio­nal. Lle­ga afa­ble, sin­ce­ro y sen­ci­llo. Bajo su bra­zo, el eRea­der car­ga­do con la ver­sión elec­tró­ni­ca de su nove­la, con el que le obse­quió la edi­to­rial al hacer­le entre­ga del premio.

¿Ya te acla­ras con la máquina?

¡No sé ni encen­der­la! [se ríe].

Te has reen­con­tra­do con Domin­go Zára­te, el Cris­to de Elqui, per­so­na­je que ha ido apa­re­cien­do en algu­nas de tus obras. ¿Qué te ha lle­va­do a hacer­le pro­ta­go­nis­ta de una novela?

El Cris­to de Elqui me sigue des­de que era un niño a los seis o sie­te años, en un cam­pa­men­to mine­ro del desier­to lla­ma­do Algor­ta por ser su due­ño Luis de Urdi­coe­chea, un espa­ñol naci­do en ese pue­blo de Viz­ca­ya. Un día lle­gué de la pam­pa a pie des­cal­zo, la cami­sa fue­ra, chas­cón [des­pei­na­do], lleno de tie­rra, des­pués de jugar a per­se­guir los remo­li­nos de are­na en el desier­to. Mi madre me vio con esa pin­ta y me dijo: «Venís más des­ca­cha­lan­drao [des­ali­ña­do] que el Cris­to de Elqui». Esa fue la pri­me­ra vez que oí hablar de él. Des­pués empe­cé a cono­cer algu­nas anéc­do­tas, mila­gros o pseu­do-mila­gros. Más tar­de apa­re­cie­ron los Ser­mo­nes y pré­di­cas del Cris­to de Elqui, que escri­bió Nica­nor Parra. Cuan­do, con el tiem­po, me puse a escri­bir mis nove­las, en la pri­me­ra, La rei­na Isa­bel can­ta­ba ran­che­ras, que es de putas y en la que no tenía que apa­re­cer un Cris­to, de pron­to se metió y está en una esce­na de pági­na y media. Y se me vol­vió a apa­re­cer en la cuar­ta, Los tre­nes se van al Pur­ga­to­rio. Ahí se tomó dos capí­tu­los y medio. En la nove­na, Mi nom­bre es Mala­rro­sa, regre­só y fue cuan­do intuí que había que hacer­le una nove­la a él como pro­ta­go­nis­ta. Empe­cé a inves­ti­gar­lo y lle­gué a la con­clu­sión de que si había alguien en Chi­le que podía con­tar su his­to­ria era yo, por­que se nece­si­ta­ba un len­gua­je y un tono espe­cia­les: los de los pre­di­ca­do­res, el bíbli­co. Y eso lo ten­go en mis genes. Mis padres eran evan­gé­li­cos, me crié en ese mun­do leyen­do la Biblia, me la sabía casi de memo­ria, los evan­ge­lios lle­gué a leer­los infi­ni­dad de veces. Yo era el más indi­ca­do. Y el Cris­to lo sabía, ¿eh? [se ríe].

Ade­más eres hom­bre de desier­to, y no hay Cris­to que no pase su tra­ve­sía en uno.

No se podía dar en otra par­te de Chi­le más que ahí. Es un per­so­na­je con una his­to­ria increí­ble. Antes de salir a pre­di­car, se per­dió en los cerros del valle de Elqui por cua­tro años, para puri­fi­car su alma y su espí­ri­tu. Comía hier­bas, fru­tos. En invierno se baña­ba a las cin­co de la maña­na en los ríos de agua con­ge­la­da. A los trein­ta y tres años bajó de los cerros con su túni­ca, las san­da­lias que se hizo él mis­mo, se había deja­do cre­cer el pelo, la bar­ba… y salió pre­di­can­do con una ver­ba alu­ci­nan­te. ¡Y era anal­fa­be­to, nun­ca fue a la escue­la! Apren­dió a leer y a escri­bir por su cuen­ta. Fas­ci­nó a la gen­te y comen­za­ron a seguir­lo, aban­do­nan­do la igle­sia, a los curas, ¡nadie iba a misa! La car­ta pas­to­ral en su con­tra que inclu­yo al comien­zo del libro es cier­ta. La encon­tré en un repor­ta­je sobre el Cris­to que se publi­có en una revista.

¿Y los hechos que expli­cas son todos reales? Me resul­tan inquie­tan­tes todas esas seme­jan­zas con la vida de Jesu­cris­to (la resu­rrec­ción de Láza­ro que resul­ta ser una bro­ma, su amor por la pros­ti­tu­ta Maga­le­na, tra­sun­ta de María Magdalena…).

Qui­se hacer un para­le­lis­mo con el Cris­to ver­da­de­ro. Mejor aún, inven­tar un Cris­to a ima­gen y seme­jan­za del que me hubie­ra gus­ta­do encon­trar en los evan­ge­lios. Siem­pre eché en fal­ta el humor. Leyén­do­los de niño ya adver­tí que Jesu­cris­to nun­ca reía. En nin­gu­na par­te dice algo gra­cio­so. Ni les hace bro­mas a los apóstoles.

Cla­ro, es impo­si­ble. Segu­ro que se lo debían pasar muy bien.

Mi idea era escri­bir sobre un Cris­to huma­na­men­te divino pero tam­bién divi­na­men­te humano.

Dijis­te, al acep­tar el Pre­mio Alfa­gua­ra, que quien real­men­te había fas­ci­na­do al jura­do fue el per­so­na­je, no su autor.

Es un per­so­na­je que se hace entra­ña­ble. Al prin­ci­pio pare­ce extra­ño, pero esa extra­ñe­za es la que le hace tan que­ri­do. Es algo muy lin­do, la mane­ra en que los lec­to­res van sin­tien­do al per­so­na­je has­ta el final. Un final que, por cier­to, no esta­ba en mis pla­nes. No sigo nin­gu­na teo­ría al escri­bir, y ya sabes que soy total­men­te auto­di­dac­ta, mi escue­la ha sido leer y escri­bir, que­mar pági­nas. Y no pla­neo la estruc­tu­ra. Me tiro a escri­bir con una his­to­ria difu­sa y van apa­re­cien­do los per­so­na­jes y las esce­nas. Siem­pre digo que comien­zo a escri­bir igual que Colón se tiró al mar bus­can­do encon­trar el camino más cor­to para lle­gar a la India. El final, que siem­pre ten­go difu­mi­na­do, es ese des­tino. Si lle­go, la nove­la está logra­da. Si a mitad de camino me pier­do, los per­so­na­jes se amo­ti­nan en el bar­co, nos vamos a la deri­va y aca­ba­mos des­cu­brien­do Amé­ri­ca, enton­ces esa es la gran novela.

Te enfren­tas a la lite­ra­tu­ra de la mis­ma mane­ra que te enfren­tas a la vida…

Cla­ro. Eso, tal cual.

Abres la puer­ta, cono­ces gen­te, cam­bias tu rumbo…

Yo nun­ca hago pla­nes para maña­na. Me car­ga. Pre­fie­ro reci­bir lo que ven­ga, que me sorprendan.

el-arte-de-la-resurrecionHe leí­do que has lle­ga­do a inves­ti­gar algu­nos escri­tos que había deja­do Zárate.

Sí, dejó algu­nos libri­tos con sus ser­mo­nes, pen­sa­mien­tos en bien de la Huma­ni­dad, reme­dios case­ros para sanar enfer­me­da­des con hier­bas. Esto lo des­cu­brí al empe­zar a escri­bir el libro. De pron­to alguien me dijo que Parra se había ins­pi­ra­do en los libros que dejó escri­tos Zára­te. Pen­sé «no pue­de ser», pero ¡cla­ro! Están en la biblio­te­ca de San­tia­go de Chi­le, me lo con­fir­mó un ami­go a quien lla­mé para que lo con­sul­ta­ra. Por des­gra­cia, no se podían sacar foto­co­pias, por­que no lo per­mi­ten con libros ante­rio­res a 1950. Fui, me cono­cían e hicie­ron una excep­ción. Pude sacar foto­co­pias de tres libros, de los cin­co o seis que hay. Cuan­do los leí, me di cuen­ta de que Parra no había inven­ta­do nada. Trans­cri­bió los ser­mo­nes y los hizo ver­so. Sin duda son mara­vi­llo­sos, pero todo esta­ba ya escri­to por Zárate.

¿Has lle­ga­do a con­tac­tar con alguien que cono­cie­ra real­men­te al Cris­to de Elqui?

Con­ver­sé con varia gen­te, ya vie­ja, cla­ro, que cuan­do lo cono­cie­ron eran niños. Hablé con un escri­tor que murió hace poco, Alfon­so Cal­de­rón, quien me dijo que le lle­gó a ver al sur de mi país, pre­di­can­do a ori­llas de un lago. Me dio un dato al que le saqué mucho par­ti­do en mi nove­la: En su pré­di­ca, afir­ma­ba que el dia­blo era «cheu­to».

¿?

Lla­ma­mos «cheu­to» a quien tie­ne labio lepo­rino, una mal­for­ma­ción en el labio supe­rior, por lo que tie­ne difi­cul­ta­des en el habla.

Es impor­tan­te, en tu pecu­liar esti­lo, el uso del len­gua­je que cono­ces, el autóc­tono. Aun­que a los espa­ño­les nos obli­ga a estar pen­dien­tes del dic­cio­na­rio, podría­mos que­dar­nos con la poé­ti­ca que impli­can muchas de las pala­bras en desuso o pro­pias de tu país. Tam­bién uti­li­zas la metá­fo­ra en ese sen­ti­do. Me ha encan­ta­do la des­crip­ción que haces de Maga­le­na, cuan­do dices de ella que tenía «voz de dormitorio».

Ima­gí­na­te­la. Yo he cono­ci­do muje­res con esa voz y son ¡chuuuuuu! ¡Te desbaratan!

¿Te resul­ta difí­cil salir del desier­to? Has­ta cuan­do escri­bes sobre fút­bol, lo haces en ese entorno.

En mis libros he sali­do dos veces de ese esce­na­rio. En Can­ción para cami­nar sobre las aguas, me ins­pi­ré en mis andan­zas cuan­do, con die­cio­cho años, me fabri­qué una mochi­la y me fui a cono­cer mun­do. Andu­ve cua­tro años por todo mi país, Perú, Ecua­dor, Argen­ti­na… En Roman­ce del duen­de que me escri­be las nove­las, la mitad trans­cu­rre en el desier­to y la otra mitad en la ciu­dad. Pero escri­bo lo que me sale de las tri­pas. Si es una nove­la negra, la escri­bo. Pero me han sali­do cosas del desierto.

¿Has logra­do enten­der qué suce­de con tus libros en Fran­cia? ¿A qué es debi­da esa pasión que has des­per­ta­do allí, don­de están ena­mo­ra­dos de tu literatura?

He con­ver­sa­do con los perio­dis­tas que me entre­vis­tan allá, con ami­gos que ten­go… Me dicen lo mis­mo que me dicen acá, lo que me estás dicien­do tú. Que el mun­do que les cuen­to les resul­ta intere­san­te, pero lo que de ver­dad les atrae es el len­gua­je, el modo, la for­ma de con­tar las his­to­rias. Y eso es excep­cio­nal, por­que sobre la pam­pa chi­le­na se ha escri­to des­de prin­ci­pios del siglo pasa­do, no esta­ba des­cu­brien­do nada nue­vo. Y en mi país la his­to­ria esta­ba obso­le­ta, nadie habla­ba del desier­to, ni del sali­tre, por­que ya se había hecho. Pero lo que que­ría era con­tar las his­to­rias de otra for­ma, con otro len­gua­je. Nece­si­ta­ba encon­trar un esti­lo de mane­ra que el pam­pino que no supie­ra nada de lite­ra­tu­ra, ade­más del valor tes­ti­mo­nial que tuvie­ra para él, le gus­ta­ra por como está escri­to. Y que se lea en Aus­tra­lia y les fas­ci­ne igual. En eso me demo­ré cua­tro años, antes de escri­bir mi pri­me­ra novela.

¿Y qué pasó?

Me ins­pi­ré en los corri­dos de Méxi­co. En mi desier­to se escu­cha mucha músi­ca de Méxi­co. Los corri­dos narran dra­mas tre­men­dos, pero lo hacen con una músi­ca ale­gre, con vio­li­nes, con gui­ta­rro­nes, con trom­pe­tas. Y ese era el esti­lo. Pen­sé que debía con­tar una his­to­ria lle­na de tra­ge­dia, de masa­cres, matan­zas, explo­ta­ción, injus­ti­cia… con el humor de los pam­pi­nos. Noso­tros, a pesar de la tra­ge­dia, tam­bién tene­mos días ama­bles. Tam­bién ama­mos. Y nos reí­mos como locos de nues­tras tra­ge­dias. El sen­ti­do del humor está a flor de piel. Debía hacer­lo de esa mane­ra, sin auto­con­mi­se­ra­ción. Y así nació La rei­na Isa­bel can­ta­ba ran­che­ras.

Has dicho que el hom­bre que le tie­ne mie­do al desier­to, le tie­ne mie­do a encontrarse.

Estoy con­ven­ci­do de que el desier­to es el lugar idó­neo para encon­trar­se y estar con uno mis­mo. El mar, la mon­ta­ña, son otros espa­cios, pero el desier­to es el prin­ci­pal. Sole­dad, silen­cio. De niño me apar­ta­ba de la pato­ta [pan­di­lla] y me iba solo a los cerros. Era el niño extra­ño, calla­do, que escu­cha­ba más que habla­ba. Y me tenían mucho res­pe­to por­que, aun­que tími­do, no per­mi­tía que me toca­ran un pelo. En los cerros oía el silencio.

¿Exis­te el silen­cio absoluto?

Sí. Allí no hay rei­no ani­mal. No hay ni una mos­ca. No exis­te el rei­no vege­tal. No cre­ce ni una mala hier­ba. Impe­ra el rei­no mine­ral. Es un lugar des­nu­do. Hay horas en las que no corre vien­to, ni una hila­cha. Sien­tes zum­bar el silen­cio. Sí, es un silen­cio tan poten­te que te zum­ban los oídos, algo simi­lar al zum­bi­do de los cables de alta ten­sión. Así es el silen­cio. Y la sole­dad… Bueno, ahí sien­tes que, en reali­dad, eres menos que un gusano.

¿Crees que en estos tiem­pos haría fal­ta un Cris­to al que seguir?

Esta­mos lle­nos de Mesías, lle­nos de ilu­mi­na­dos, pero todos con pies de barro. Sí, hace fal­ta, pero estoy con­ven­ci­do de que, si apa­re­cie­ra Cris­to en su segun­da veni­da, lo tra­ta­ría­mos mal. No le daría­mos tar­je­ta de cré­di­to. No le deja­rían entrar ni al Vaticano.

Foto de Her­nán Rive­ra Lete­lier: © Glenn Arcos / Alfaguara.

* El arte de la resu­rrec­ción.
Her­nán Rive­ra Letelier.
Edi­to­rial Alfa­gua­ra (Madrid, 2010).

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