[…] pronto nos dimos cuenta de que ambos padecíamos la compulsión de los relatos, y colmábamos el tiempo contándonos historias que fabricábamos sobre la marcha, sabiendo los dos que su valor no residía ni en sus referencias ni en su precisión, sino en su capacidad parabólica, en el número de nudos que hubiera que desatarle a cada una para volverla una cinta continua y lineal, con un mensaje comprensible. Gustavo Faverón Patriau, El anticuario. |
Aparece en España, al fin, El anticuario (Editorial Candaya, 2015), primera novela del limeño Gustavo Faverón Patriau. La edición española, precedida de los elogios hacia el autor después de verla publicada en Perú y traducida al inglés para el mercado norteamericano, nos permite conocer la alambicada construcción narrativa de Faverón, con una historia en la que conviven personajes que dependen de la palabra para existir y dar forma y nombre al cuerpo, en la que la geometría cobra vida física y mental y los hechos se exponen mediante relatos y sospechas que ponen a estos en duda. Con acabado de thriller, El anticuario explora, desde su curioso planteamiento inicial y entre otras cosas, los complejos vericuetos de la creación misma, las posibilidades de la palabra para crear y recrear episodios reales o no, la lealtad en contraposición con la devoción, o la imposibilidad de comprensión cuando no hay comunicación posible.
Siempre que me encuentro con un autor que se ve envuelto en esa curiosa y envidiable situación de volver a hablar de un libro publicado hace tiempo debido a una nueva edición, pienso en lo que debe representar regresar a él.
Parece mentira, con tantos años transcurridos desde que terminé de escribirla. Después de acabarla me demoré dos años en enviarla a una editorial de Perú, luego vinieron las traducciones y ahora la edición de Candaya. La novela está ahí presente todo el tiempo mientras voy escribiendo otras cosas.
Se da la circunstancia de que, en un caso como el tuyo, que te dedicas también a la crítica y a la difusión literaria, hay veces en que cuesta más dar por cerrada una novela y decidirse a publicarla por aquello del qué dirán.
A mí me pasó eso. Había sido crítico en Perú en una posición muy pública, en la página de literatura de Somos, la revista de los sábados de El Comercio —el periódico peruano con más lectores—. Y por muchos años tuve un blog, Puente Aéreo, muy leído también. En las dos posiciones me había creado conflictos con prácticamente todos los críticos del Perú, así que al terminar mi novela sentí que les echaba un pedazo de carne cruda. Esto demoró la publicación del libro mientras pensaba en si sacarlo o no.
Como siempre, cuando nos encontramos ante una novela en la que se manejan diferentes géneros, hay un empeño en ponerle etiquetas, en clasificar El anticuario de alguna manera.
Una cosa bien curiosa que he notado más claramente cuando salió la traducción al inglés es que en verdad cada mercado y sociedad encuentra su manera de etiquetar un libro. Para los americanos es muy fácil, tiene que ver con cómo es presentado. Si se publicita como policial es un policial y no hay vuelta de hoja. Si es lanzado como novela de horror no buscan otra opción. Sucede a pesar de que en la tradición americana hay grandes escritores de policial que han pasado a ser vistos como grandes escritores, más allá del género, pero con el tiempo el mercado se ha vuelto muy dominante. Lo que marca es la librería y en qué mesa pongan el libro. El lado negativo de eso —para la literatura norteamericana, no para mí, que ni siquiera pensé en ello—, es que los lectores e incluso los críticos comienzan a no buscarle ninguna trascendencia a los libros de género. Ya nadie lee un policial si dice algo más sobre alguna otra cosa que no sea quién mató a fulano. Por suerte aún no es lo habitual en Iberoamérica, nosotros sabemos que un policial puede tener otro contenido interesante más allá del misterio obvio.
En España estamos más próximos a la tradición norteamericana. El gusto por el estilismo, por buscarle la indefinición, es muy propio de autores como Ricardo Piglia, Jorge Luis Borges o Roberto Bolaño.
Son autores importantes para mí. Creo que la novela policial en América Latina entró directamente en la segunda o tercera generación. Cuando se empezó a escribir novela negra en Estados Unidos y en Europa, en nuestros países aún no existía. Y al empezar a producir lo hicimos creando novelas un poco incrédulas frente a lo que era el policial en su origen, con esa idea de restablecer el orden racional en la sociedad. Se trataba de un instrumento para mostrar lo irracional en el mundo, con cuentos fundadores como «La muerte y la brújula» de Borges, que terminan con una solución del crimen que resulta ser otro crimen, matan al detective porque descubrió el misterio y no algo más importante que había detrás. O acabó por descubrirlo siendo condenado a muerte por ello. «La muerte y la brújula» finaliza con ese diálogo tan típicamente borgiano en el que el criminal va a matar al detective y este le dice que la próxima vez que le mate sea en un laberinto lineal. En Latinoamérica el policial era tradicionalmente entendido como un género problemático y con más dimensiones. Si uno piensa en buenos policiales latinos —Crónica de una muerte anunciada, ¿Quién mató a Palomino Molero?—, o en el uso del policía en Estrella distante y Respiración artificial, la mayor parte son policiales descreídos de las armas tradicionales del género.
Me interesa mucho el papel corporal de la trama en las diferentes historias y cómo se entremezcla la narrativa con el cuerpo. Pensaba en ello y a mitad de la novela tropiezo con un asesinato que me refuerza ese argumento por las características del crimen que, por supuesto, no vamos a desvelar.
Claro. Para entonces la escritura ya se había vuelto transparente para mí. Este era uno de los temas, el choque entre lo intelectual y lo físico, entre el libro y la anatomía humana, que al mismo tiempo es entre lo bello y lo monstruoso y entre lo civilizado y lo bárbaro. Es el momento de la novela en el que el libro se convierte en el arma homicida. Era algo que tenía en mente desde las primeras veces que leí los cuentos de Borges relacionados con el Holocausto, incluyendo alguno que escribió antes de que se comenzara a hablar de los hechos. Me refiero a «El milagro secreto» y «Deutsches Requiem», sobre todo al segundo. Son esos cuentos en que Borges se pregunta —más bien se repregunta, porque los argentinos se preguntan esto desde Sarmiento— sobre la civilización y la barbarie. Borges asume una posición bien peculiar, descartó la idea más superficial de todas, la de que la civilización sea un estado más elevado posterior a la barbarie, que esta sea una prehistoria de la civilización, pero también elimina la idea de que lo civilizado y lo bárbaro sean simplemente cosas que conviven. Lo que Borges te deja ver entre líneas en esos cuentos es que el gran horror del siglo XX es que la civilización produzca barbarie. Hay un momento crucial en «Deutsches Requiem» en el que el narrador, que había sido subdirector de un campo de concentración, le habla directamente al lector y le dice que si ha gozado escuchando a Brahms, o leyendo a Goethe, o viendo una ópera de Wagner, la próxima vez que lo haga recuerde que él, el abominable, también lo ha disfrutado. Finalmente, el Holocausto, en cierta forma, es uno de los productos culturales de una civilización hipersofisticada que terminó construyendo una maquinaria de muerte igualmente sofisticada en otras producciones culturales. Es algo sobre lo que he reflexionado desde que comencé a dar cursos de Borges en la Universidad. Curiosamente, El anticuario la escribí más o menos hasta la mitad, cuando me invitaron a Stanford para dar un curso sobre Borges y quedó inacabada. Era la tercera vez que dejaba una novela a medias. Las dos anteriores, al releerlas, no sabía cómo continuarlas, eran como libros escritos por otra persona. Tuve miedo de volver a revisarlo y descubrir que nunca iba a concluir este libro, porque ¿cuántas novelas puedes dejar por terminar antes de que se acabe tu carrera de escritor? Pero esta vez, tres años después de guardarla, pude continuar.
Fue Borges quién te hizo retomarla.
Él y que uno de los temas que abordábamos en el curso formaba parte de El anticuario: lo civilizado, lo bárbaro, la literatura frente a la muerte.
En la novela está el cuerpo y también el verbo. Gustavo es psicolingüista, y debe hacer la investigación a través de su conexión verbal con los mensajeros de Daniel. ¿Te preocupaba mucho la forma de aplicar la palabra en el texto?
Sí, por varios motivos, y hay dos muy presentes. Uno de mis intereses era responder a la pregunta acerca de cómo se reconstruye la historia y la memoria a través del lenguaje y qué tan posible es hacerlo. Me preocupaba el trasfondo político de la novela, algo muy reconocible para los lectores peruanos. Cuanto más te alejas de Perú menos se percibe. Para los norteamericanos ha sido invisible, nadie ha hablado de eso al menos directamente, no le han dado importancia. Quise reflejar la época de Sendero Luminoso, la guerra, el conflicto político en Perú. Y cómo se reconstruye, cómo se cuentan historias sobre eso, cómo se puede volver a hablar de ello, si existe una memoria colectiva, la manera en que se acercan los sobrevivientes al pasado a través del lenguaje para salir de los traumas de esa época. El otro motivo, que planteé casi como un juego formal, era una hipérbole del consejo que daba Mario Vargas Llosa en su primer periodo, cuando hablaba de la novela total y decía que una gran novela debía ser erótica y al mismo tiempo política y psicológica. Quise hacer una con todos los subgéneros, que fuera de horror, policial, de misterio, de fantasmas, que tuviera elementos de todas estas cosas sin olvidar darle una cierta consistencia en el fondo a través de un ambiente gótico, y que el lenguaje y la forma fueran transformándose de acuerdo a las circunstancias de la historia. Cuando la narración se aproxima al misterio incluyo los tópicos del género. Cuando se acerca al horror comienzan a aparecer monstruos. Cuando pasa al policial interviene un capitán que investiga. El estilo va empujando a la historia y viceversa. Era bien importante pensar en la forma de cada capítulo, como plan, incluso antes de comenzar a escribir cada uno, y ver si podían funcionar con más de un nivel.
Hablabas del aspecto político, que es evidente, pero introducido de tal manera que muchos lectores pueden prescindir de esa capa, no la haces directamente reconocible. Apenas das referencias.
En versiones anteriores estaban más en la superficie pero las fui borrando todas casi por completo. El lector peruano puede reconocer las que quedan, pero no son tantas. Hacia el final hay el relato de una masacre que ocurrió en el Perú en 1983, es una de las historias que cuenta el anticuario sobre la muerte de ocho periodistas, que se conoce como la masacre de Uchuraccay, y cuya comisión investigadora fue presidida por Vargas Llosa. También se encuentran pequeños detalles, como el nombre Yanaúma, que es quechua, o el de Huk, que en quechua es el número «Uno». Podría verse como un juego para ver cómo funcionan estas referencias en el lector de otro país, cómo las identifica o relaciona con su propia historia o con la violencia social en general.
Como escritor, la perspectiva es mucha más amplia y ofreces a los lectores diferentes experiencias dependiendo de los conocimientos, su cultura y origen.
De su propio contexto, sí. Por eso me interesaba la edición en España, para comprobar qué ven en la novela los lectores de acá en relación con la historia de violencia en otro pasado histórico. Lectores argentinos la han relacionado con los desaparecidos, con la dictadura de los 70. Es interesante el juego, que el libro tenga su propia forma de filtrarse en un montón de realidades sociales o contextos de lectura diferentes.
El anticuario es también un libro de dualidades —las dos Julianas, los dos Daniel—, de ahí que el personaje de Huk tenga una trascendencia especial, más allá del nombre unitario que se le da.
Yo lo veía como el personaje impenetrable frente a los demás. Sabemos cómo muere Huk, pero nada más, ni siquiera conocemos su nombre real. Era parte de la cuestión acerca de los límites del lenguaje en relación con qué cosa puede ser dicha o no a través de él. Pero no quería verlo en términos de narración propiamente dicha, sino para comprender qué pasa en el contexto peruano en particular, qué historias y qué gentes han sido recuperadas en la escritura y cuáles no. Con las víctimas del libro, hay una limeña, Juliana, que trabaja en un periódico; otra, Adela, la «otra» Juliana, que es una provinciana migrante, que viene de un lugar violento y se ha entregado a la ciudad. Y tenemos a una tercera, Huk, que aparentemente debe venir de un territorio violento pero no está integrada en la sociedad, ha pasado de la zona de violencia al manicomio, a la muerte. Huk representa ese otro lado de la sociedad peruana que nunca fue explicado, ni por historiadores ni por sociólogos. Son los que se quedaron al margen, los que no hablan español, los que están fuera del circuito de la escritura, que en su mayoría no leen ni escriben pero que fueron las víctimas principales de Sendero Luminoso y del Estado. En cierta forma, el nombrarla como «Uno» es cuestión de integridad, el resto de personajes se desmoronan, se dividen, se desarman.
Libros y fuego, mal asunto. Entras ahí en lo gótico con uno de los autores imprescindibles, Edgar Allan Poe.
Yanaúma le regala a Sofía un libro de Poe.
Una edición ilustrada de La caída de la Casa Usher. Pero también está el miedo a ser enterrado vivo…
… Representado en los hoteles alemanes para muertos. El señor Valdemar. Poe es un personaje muy extraño en la literatura latinoamericana. Como lector me gusta, pero no soy fanático. Lo que más me ha llamado la atención es su influencia en América Latina. Y ha sido constante desde finales del XIX hasta hoy. A mis estudiantes les parece raro cuando hablamos de cualquier escritor y comento que está influenciado por Poe. Me dicen «obvio, qué cuentista latinoamericano no tiene una cierta influencia de Poe». Cuando se trabajó en la edición en inglés de El anticuario, Joseph Mulligan, el traductor, después de la primera versión, preparó la segunda cuidando más al detalle la parte estilística del texto, y me hizo varias preguntas para delimitar el estilo, una de ella era: «Si te imaginaras esta novela escrita en inglés por algún escritor angloparlante, cómo describirías al escritor, cuál sería el referente». Respondí: «Imagina a Poe en el siglo XXI, ese podría ser». La versión en inglés es más Poe que la original , porque Joseph hizo la traducción con esa especie de prejuicio que le puse. Poe está presente temática y estilísticamente. Hay algo que me gusta mucho en sus cuentos, que es cuando el horror no está encarnado en un ser vivo y viene del lugar, del ambiente. También lo encontramos en el cine expresionista alemán, no debería estar ocurriendo nada raro pero de repente te fijas y la ventana no es perfectamente rectangular o el techo no está nivelado. Y el lugar mismo te dice que hay algo ominoso aunque no se manifieste a través de una amenaza humana o animal. De ahí que la ciudad de la novela tenga forma de espiral, como enloquecida.
En tu libro hay una amenaza que no proviene del espacio pero sí de lo físico, volvemos a lo anatómico. La desfiguración, el desorden corporal de alguno de los personajes, incluso se hace referencia a figuras históricas.
Sí, y hay un personaje, Daniel, en el que se vinculan las dos cosas de manera más visible, esa idea de la distorsión del mundo, de las ideas. Lo vemos cuando menciona el síndrome de Ehlers-Danlos y habla del caso de Paganini. Lo hace como una metáfora para describirse a él como ser en el mundo. Es su monólogo más arrogante. Se ve como alguien que quiere estar en todas partes al mismo tiempo. Pero lo que tiene en la cabeza es el mal de su hermana, el síndrome que toma dos direcciones distintas, por un lado la deformidad física y por el otro la locura. Nunca queda claro cuál de las dos origina la otra, si enloqueció como consecuencia de la enfermedad y la deformidad o si es al revés. Físicamente, el periodo crítico de su cuerpo comienza con el incendio que ha provocado ella misma. Entonces la enfermedad mental parece ser el precedente, es una especie de bucle. Lo monstruoso está ligado con todo lo que estamos hablando.
Todos estos temas me llegaron puestos sobre la mesa porque el origen, que está muy borrado en la novela, es una experiencia personal. Un amigo mío cometió un crimen, es el único homicida que he conocido. Era un gran bibliófilo, muy culto. Su biblioteca era tan impresionante que no la puse en la novela porque hubiera sonado demasiado hiperbólico. El personaje real, mi amigo, tenía primeras ediciones de tragedias de Shakespeare y poseía, hasta donde sé, el único ejemplar de la primera edición de la segunda parte del Quijote fuera de biblioteca. De hecho lo tenía en su mesita de noche. La persona más libresca y culta que he conocido era al mismo tiempo la que cometió el hecho más violento. Todos los asuntos que abordo en El anticuario salen de esta figura. La relación de los libros con la muerte, incluso la relación entre la violencia privada y la pública también me llegó servida en esta historia. El caso es que mató a su novia a balazos. Tuvo una especie de arranque psicótico, nunca quedó claro el motivo, era una persona muy pacífica, antes y después. ¿Qué hace una persona pacífica con una pistola? Tenía una familia con mucho dinero y a su hermana, que construía edificios de papel y a veces los quemaba con él, la habían tratado de secuestrar, por lo que su padre les había puesto guardaespaldas. Era la época en que Sendero Luminoso y el MRTA (Movimiento Revolucionario Túpac Amaru) secuestraban a gente para pedir dinero. Mi amigo, que era el hermano mayor, se rebeló y se negó a seguir con guardaespaldas. Su padre le obligó entonces a cargar con una pistola. Así fue como acabó armado, producto de la violencia de la sociedad. Desgraciadamente el día que tuvo un arranque psicótico de celos también tenía una pistola en la guantera del coche. Es algo que siempre me ha inquietado, el momento en que la violencia de la sociedad se convierte en violencia privada. Hay gente que podría haber vivido fuera de ese círculo.
También afecta a las relaciones y a la amistad, otro de los temas de la novela.
Claro, aquello acabó con un conflicto conmigo que ya te puedes imaginar. Tener un amigo a quien quieres mucho pero ha matado a alguien. Y no solo eso, moviendo influencias se libró de la cárcel e ingresó en una clínica psiquiátrica, que es la otra ironía en la que pensé años más tarde, tal vez hubiera sido mejor ir a la cárcel. No me atreví a visitarle en mucho tiempo hasta que me llamó, igual que narro al comienzo de la novela, aunque en su caso no fue para investigar un caso, lo hizo porque fui el único amigo cercano que no le había ido a ver nunca desde que cometió el crimen.
He leído que la historia del tráfico de miembros humanos es cierta, y que tu esposa investigó el caso.
Es increíble, parece algo totalmente literario, pero era verdad. Conocí a mi esposa cuando trabajaba en El Comercio, ella era muy joven. Carolyn había sido pasante en la revista Caretas y estando allí les llegó una información sobre estudiantes de medicina de la Universidad de Lima que compraban partes de cuerpos humanos. Aparentemente lo hacían a través de gente que vendía otras cosas en el centro. Con apenas veinte años hizo toda esta investigación y descubrió que en la Avenida Grau, que es la que aparece en la novela, había vendedores de libros usados que mantenían contacto con la gente de la morgue. Estos libreros tenían unos signos de papel parecidos a los de El anticuario, no calaveras, pero muy similares. Los ponían a la vista y cuando un universitario se presentaba, le decían «tú no quieres comprar libros», a lo que respondía «no». Y esa era la clave. A partir de ahí le daban una dirección para hacer el trato. Mi esposa era muy aplicada y los periodistas cuando comienzan están dispuestos a todo. Hizo el trámite y compró lo que le dijeron que había ese día, que era media cabeza humana. Regresó a la casa, metió la media cabeza en la refrigeradora y se fue a buscar un teléfono para llamar al fotógrafo. En el rato en que ella salió de la cocina para llamar llegó la señora que cocinaba en la casa, que era su nana, abrió la nevera y se desmayó. El artículo no llegó a salir porque las fotografías eran muy grotescas, aunque llamaron a la policía para denunciar toda la trama. Cuando escribí la novela incluí este relato sin contárselo, de hecho leyó una versión en la que ese episodio no aparecía. Fue mi pequeño homenaje a su aventura periodística.
No me atrevo a preguntarte de dónde sacaste la historia de los libros hechos con piel humana.
Para eso pensé en esas fotografías atroces de Nuremberg, aunque luego dijeron que no eran reales, ¿no?
Es una leyenda no muy fiable. Defiendes que una de las labores del escritor sea saber utilizar historias reales y ficticias para crear esa pócima a la que llamamos «novela».
Es bien extraño. Siento como si hubiera pasado todo ese tiempo desde el primer momento del crimen hasta que la escribí asociando muchas cosas que me pasaban en mi vida con este suceso en particular que te he explicado. Cuando me senté a escribir aparecieron todas esas historias y tenía tanta necesidad de contar que a su vez los personajes acabaron narrando todo el tiempo. Como que no lo podía hacer yo solo. Así que Daniel cuenta historias, Yanaúma cuenta historias, aparecen historias que nadie sabe de dónde salen…
Siendo divulgador, crítico, periodista, ¿cómo ves la situación del periodismo cultural?
El mío en particular, desde un poco antes del lanzamiento del libro en Estados Unidos comencé a escribir en inglés, nunca había querido hacerlo fuera de lo académico, pero los editores americanos me iban forzando a colaborar en revistas culturales porque tu nombre tiene que ser un poco conocido antes de que salga el libro. El mercado americano se retroalimenta. El 90% de lo que leen los americanos es local. Hasta lo inglés parece que lo tengan que traducir. Así como no ven cine extranjero con subtítulos, prefieren hacer sus remakes, es algo cultural. Colaboro eventualmente allí, tengo una columna en el periódico La República y cuando me invitan, si el tema es interesante, en Etiqueta Negra, en Gatopardo o en Buen Salvaje. En el Perú el periodismo cultural está a punto de desaparecer. Estas revistas que te menciono aparecen como respuesta al hecho de que dentro de los diarios las secciones culturales están siendo eliminadas por completo, a un nivel que no te puedes ni imaginar. Si está comenzando a pasar lo mismo en España, dentro de veinte años llegarán a la situación en la que estamos nosotros ahora. Porque nosotros lo estamos notando desde la entrada de Alberto Fujimori, hace veinticuatro años. Ahora, si alguien lanza un periódico, no siente la necesidad de incluir una sección cultural. Hay un proyecto de relanzar el dominical de El Comercio, que tradicionalmente fue el suplemento cultural de referencia hasta convertirse en algo absolutamente trivial, pero en el resto de diarios ya ni siquiera existen. Estas publicaciones que están apareciendo son como periódicos culturales, pero no pertenecen a grandes empresas y subsisten difícilmente. A veces alguien tiene una idea que funciona, como la de mi amigo Dante Trujillo que lanzó Buen Salvaje. Imprime veinte mil ejemplares de cada edición y no los vende, sino que los pone en las librerías a un precio sugerido. La hace posible con suscriptores, con donativos, también puedes ir y pagar cincuenta números por adelantado para que tengan plata en la caja. Todos pensaron que se iba a hundir de inmediato y ahora de pronto hay una edición colombiana, otra costarricense y recientemente ha salido la edición española, todas con sus propios equipos y contenidos.
La opción que muchos han visto es lo digital, pero no es rentable económicamente. Y muchos periodistas utilizan sus blogs para publicar cosas que no tienen cabida en los medios.
Eso cubre una parte de lo que falta. Uno extraña que los periódicos asumieran su rol completo, no solo vender ejemplares, sino ofrecer también las páginas no tan populares pero necesarias en cualquier publicación seria. Es una lástima porque el momento en que las secciones culturales han comenzado a desaparecer es el mismo en que han surgido varios de los escritores más visibles e interesantes que merecerían publicar en ellas. Y son cronistas, precisamente. Gente que escribe crónica incluso como lo central de su trabajo, como Julio Villanueva o Gaby Wiener, no tienen donde publicar sus trabajos en Perú. Julio acabó haciendo su propia revista, Etiqueta Negra, para darles un espacio. Esta situación te hace ver que el mercado y el impulso intelectual van por caminos diferentes.
No pueden ejercer el oficio en su medio natural.
Sí, son periodistas que van directo a libro. Es una cosa bien rara, como que el mercado editorial se hubiera dado cuenta de que hay una veta cultural, pero la prensa no. Hay un auge de cronistas latinoamericanos que son bien recibidos en España, pero en Perú los contratan para otras cosas, Gaby Wiener, por ejemplo, tiene un espacio semanal de entrevistas en el mismo diario donde tengo mi columna, y sí, tiene su planilla pero no le encargan crónicas. Las que lees en sus libros no han sido publicadas en la prensa de Perú.
Fotografía de Gustavo Faverón Patriau ©Javier Zapata/Candaya.
* El anticuario. Gustavo Faverón Patriau.
Editorial Candaya (Avinyonet del Penedès, 2015).