Aún no has terminado de celebrar la primavera y ya ha llegado el invierno. Quedarás tú, como tus libros, llenos de erratas, nadie te comprenderá. ¡Ah, y no fueras uno de esos pueblos solares, ígneos, cercados por la arena, inmóviles, eternos bajo la canícula! Julio Ramón Ribeyro, Prosas apátridas. |
La anécdota como recurso literario.
En contra de lo que muchas personas suelen pensar, deleitar a los lectores con el arte de contar anécdotas es una habilidad que requiere pericia y talento, sabiduría y experiencia. Porque el principal peligro de la anécdota es que acabe convirtiéndose en un chascarrillo superfluo y sin interés, cuando no en una frívola exageración a la que se le notan demasiado las costuras, lo cual puede provocar en el público justo el efecto contrario a aquel para el que fue concebida.
Existen grandes prosistas que han elevado la narración de una anécdota a uno de los principios rectores de la creación literaria. Gabriel García Márquez era uno de esos narradores capaces de convertir una simple anécdota —vivida, leída o escuchada al azar—, en una extensa crónica periodística —Noticia de un secuestro, Crónica de una muerte anunciada—, en una suculenta historia —Relato de un náufrago, La mala hora— o en una novela de trescientas páginas —El amor en los tiempos del cólera—.
Y es que buena parte de su producción literaria tuvo su origen en la recreación de anécdotas, reales o inventadas, algunas de ellas señaladas al comienzo de sus libros o reseñadas en sus biografías, que luego su imaginación desbordante de reportero se encargaba de transformar en la materia prima de sus ficciones literarias.
Es el caso, por ejemplo, de su novela Del amor y otros demonios, que comienza con una especie de prólogo en el que su autor explica el origen del libro: «En la tercera hornacina del altar mayor, del lado del Evangelio, allí estaba la noticia. La lápida saltó en pedazos al primer golpe de la piocha, y una cabellera viva de un color de cobre intenso se derramó fuera de la cripta […] La idea de que esa tumba pudiera ser la suya fue mi noticia de aquel día, y el origen de este libro». Lo que sigue a continuación es la historia de amores contrariados entre una niña, que había sido mordida por un perro con el mal de la rabia, y un sacerdote al que le encargan la tarea de exorcizarla y acaba sintiéndose atraído por ella.
Como señala el propio García Márquez al principio de sus memorias, lo que importa, lo realmente decisivo para un escritor, no es tanto lo que le ocurra a lo largo de su vida, como su habilidad para narrarlo: «La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla», señala en la cita inicial de Vivir para contarla.
Dentro de esa nómina de grandes contadores de anécdotas, de narradores que han convertido la anécdota en el magma de su literatura, podrían incluirse autores como Luis Sepúlveda, con libros como Últimas noticias del Sur, en colaboración con el fotógrafo Daniel Mordzinski, donde relata los avatares de un viaje que llevó a ambos a recorrer las peculiares tierras del sur del continente americano, el mundo del fin del mundo; o también a Jorge Ibargüengoitia, que para la trama de su novela Las muertas se inspiró en el hallazgo de varios cadáveres descubiertos en el subsuelo de un burdel mexicano.
El escenario mítico-poético de la pampa.
Hernán Rivera Letelier pertenece a este tipo de escritores que han encontrado su mejor fuente de inspiración en las anécdotas que recuerda de su infancia, que escucha por la calle, que lee en los periódicos.
Un escritor que parece haber encontrado su particular espacio literario en ese mundo tan inhóspito y desolado de la pampa salitrera del norte de Chile, donde sitúa a sus personajes extravagantes —el malabarista del balón en El fantasista—, algunos de ellos muy próximos a la indolencia y a la locura —el Cristo de Elqui en El arte de la resurrección—, casi siempre azotados por la ausencia de esperanza, por la pobreza o por la injusticia —la niña deslumbrada por la magia del cine en La contadora de películas—.
En lugar de producir lástima, se trata de personajes entrañables que emocionan y al mismo tiempo divierten con sus peripecias, que consiguen dejar una huella profunda en la memoria del lector, entre otros nobles motivos, porque el origen de su insólita conducta suele ser el anhelo de dignidad, la consolidación de la amistad o la búsqueda del amor.
A pesar de la crudeza de las historias que cuenta, con esos personajes desahuciados o marginales, tan castigados por la adversidad, Rivera Letelier consigue sacar una sonrisa al lector gracias al humor sarcástico que permite transmutar en pura alegría lo que resulta esencialmente trágico.
Todo esto lo consigue Rivera Letelier desplegando los elementos inherentes a la anécdota, sea la planificación de un estrambótico partido de fútbol en medio del desierto de la pampa —El fantasista—, las predicaciones disparatadas de un enajenado que se considera a sí mismo la reencarnación del nuevo Mesías —El arte de la resurrección—, o la necesidad de evasión de una joven que vive en medio de un ambiente familiar opresivo —La contadora de películas—.
El enfrentamiento entre salitreras rivales.
El fantasista relata el último partido de fútbol entre Coya Sur y María Elena, dos oficinas salitreras perdidas en medio del desierto unánime de la pampa chilena. A los habitantes de María Elena —después de que uno de sus administradores norteamericanos le cambiara el nombre de Coya Norte en honor a su esposa fallecida, Mary Helen—, los de Coya Sur les llaman los «Cometierra», porque una constante nube de polvo se cierne sobre el pueblo debido al funcionamiento de sus molinos de caliche.
A cambio de semejante apelativo, los habitantes de María Elena —también alias «María Polvillo»— llaman a los de Coya Sur los «Comemuertos», porque es en sus dominios donde se encuentra el único cementerio de la zona, de tal forma que a los «Cometierra» no les queda más remedio que ir a enterrar a sus muertos al campamento vecino.
Con una distancia de apenas siete kilómetros de separación, lo que supondría un estrecho hermanamiento entre ellos, sobre todo si se tienen en cuenta las condiciones de vida tan duras que sufren sus habitantes, los campamentos salitreros que han alimentado una rivalidad histórica a lo largo de muchos años de enfrentamientos y desencuentros.
Una rivalidad fomentada porque el campamento de María Elena es más importante que el de Coya Sur en todos los aspectos, incluido, claro está, el ámbito futbolístico, lo cual hace que el paupérrimo equipo de Coya Sur tenga que cargar con la deshonra de ser el eterno perdedor.
Pero un día llega inesperadamente a Coya Sur uno de esos personajes estrafalarios y un tanto hilarantes que tanto le gustan a Hernán Rivera Letelier, el «Fantasista», un mago del fútbol, un malabarista del balón que hace soñar a todos los habitantes del pueblo con un triunfo ante sus adversarios de toda la vida en el último partido de la temporada.
A todo esto se une la desafortunada circunstancia de que el cierre de la oficina de Coya Sur por motivos financieros parece ser un asunto inminente, un acontecimiento luctuoso que tiñe de tintes heroicos ese enfrentamiento futbolístico: es la última oportunidad que los jugadores de Coya Sur tienen de ganar a sus eternos contrincantes antes de que su pueblo se extinga para siempre bajo el polvo abrasador del desierto.
Como afirmará el narrador, al final de la novela, mucho tiempo después de aquel partido de fútbol épico, «el último partido antes del fin del mundo» que enfrentó a dos campamentos rivales: «Sólo el viento y los remolinos lamen las piedras y peinan el terreno árido de la cancha de fútbol donde, todavía, con un poco de cálculo e imaginación se puede adivinar el rayado del rectángulo, el círculo central y las áreas grandes y chicas».
Personajes inolvidables con motes estrafalarios.
Además de la recreación de un lugar mito-poético, un escenario propio y auténtico, un espacio de ensoñación a la altura del Macondo de García Márquez, la Santa María de Onetti o el Yoknapatawpha de Faulkner, otro de los grandes aciertos de la novela es la capacidad de Rivera Letelier para fabricar una galería de personajes peculiares y conmovedores.
Personajes que poseen apodos estrambóticos y satíricos, no exentos de rasgos humorísticos. Es el caso, por ejemplo, del cojo Pata Pata, del portero Tarzán Tirado, del licencioso Viejo Tiroyo, del predicador Zacarías Ángel, de la enigmática Colorina o de la ninfómana Loca Maluenda, quizás los más destacables de la trama, pero también del Pata de Diablo, de María Marabunta, del Cara de Muerto, de Juan Charrasqueado o del Fatiga Gutiérrez.
Y por supuesto, de Agapito Sánchez, entrenador del equipo y dependiente de la tienda; del Choche Maravilla, obrero mecánico que acaba liándose con la mujer que acompaña al «Fantasista», apodado de esa manera tan gráfica debido al tamaño de su miembro viril; de Silvestre Paredo, encargado de la cancha y famoso envenenador de perros de la zona; o del Tuny Robledo, intelectual del equipo y delantero titular, una especie de alter ego del propio Rivera Letelier, que también jugó cuando era más joven en el equipo de una salitrera.
Pero si hay un ejemplo emblemático de personaje desquiciado y delirante, a la manera del Cristo de Elqui en El arte de la resurrección, es Cachimoco Farfán, el excéntrico cronista de los partidos de fútbol, con su incontinencia verbal, con su «salivosa voz de locutor esquizofrénico», con su costumbre de aderezar los pormenores deportivos con conceptos médicos de su propia invención.
En esta ocasión, en lugar de un Mesías encargado de llevar unas enseñanzas bíblicas disparatadas a todos los rincones del desierto, nos encontramos con «el más rápido relator de la pampa salitrera» y su tendencia a proferir obscenidades indescifrables, tales como «puto sol hemofílico»; «hijos de la gran póstula maligna»; «fenilanina hidrolasa y la purga que los parió»; «el lugar en donde este viejo otopiorrento quisiera que sepultaran sus congofílicos restos mortales»; «el árbitro que traen de la oficina de Pedro de Valdivia es un papulosiento de pelo blanco que pinta más que la varicela»; «los vamos a golear y más encima les vamos a romper el foramen del sacro a patadas»; o «se los juros por la glándula parótida del niñito Dios».
Es al final de la novela cuando el lector percibe que la supuesta rivalidad entre las oficinas salitreras, la llegada del «Mesías» del balón y el legendario partido de fútbol, en realidad no son más que pretextos utilizados por el autor para hablar de un mundo en decadencia, el del mundo salitrero de la pampa chilena, y que toda la novela es una suerte de metáfora sobre el destino infausto de los perdedores, que son auténticos protagonistas de la historia.
Justo en los últimos párrafos es cuando el lector entiende la carga emotiva que contenían aquellas palabras del loco Cachimoco Farfán, al pedir a sus oyentes que le disculpen la emoción incontenida un poco antes del partido de fútbol, porque se acerca «la hora de cuanto todo esto, como les digo, no sea más que un yermo pedregoso, un calcinatorio del infierno, un desolado paisaje en donde alguna vez los arqueólogos del futuro vendrán a escarbar como los perros y descubrirán que aquí hubo vida, que aquí se hizo historia».
Una historia marcada por el último partido de fútbol celebrado en Coya Sur. Después de ese encuentro delirante, el viento se encargará de borrar para siempre las últimas huellas de las personas que la habitaron. Y aquel terreno baldío en medio del desierto volverá a ser otra vez dominio de la pampa.
Ilustración de cabecera: ©Eduardo Ossandón.
* El fantasista. Hernán Rivera Letelier.
Editorial Alfaguara (Madrid, 2007).