Eduardo Lago (Madrid, 1954) es una de las mentes literarias más despiertas y avanzadas —la literatura también avanza, aunque a veces no lo parezca— de nuestro tiempo. Traductor de Henry James, de John Barth o de Sylvia Plath, firma habitual como entrevistador y articulista en El País y Revista de Libros, obtuvo el Premio Nadal en 2006 con su primera novela, Llámame Brooklyn. Ha sido director del Instituto Cervantes de Nueva York. A sus honores cabe añadir el de inaugurar un sello editorial, Malpaso, con su nueva obra, Siempre supe que volvería a verte, Aurora Lee. Un artefacto literario, una «novela rota» que es también su particular ajuste de cuentas con Vladimir Nabokov y con el propio género en el que se inscribe el libro que nos ocupa.
Creo que tu nueva obra guarda cierta relación con Llámame Brooklyn y la peripecia de Néstor Oliver-Chapman, su protagonista, al menos en lo que respecta a la idea de concebir una obra literaria partiendo de restos de varios escritos.
Existe esa conexión en el tema del manuscrito encontrado. Creo que en este caso está más depurada y es mucho más… no sé, sofisticada. Llámame Brooklyn es una novela escrita a ras de emociones. El elemento emotivo, la historia de amor está muy presente. Siempre supe que volvería a verte, Aurora Lee es más intelectual y la verdadera protagonista ya no es la peripecia vital de dos hombres, sino que es el propio texto. Pero sí hay una continuidad en dos sentidos. Uno es sobre la arquitectura del texto, y respecto a ese asunto hay mucha reflexión. Lo que he querido plantear es hacia dónde se dirige la narrativa en general, para lo cual necesito tener unas estructuras muy claras. He trabajado muy a fondo la estructura de la novela para después meterme en ella. Es decir, tiene que haber un receptáculo claro. Y es muy difícil crearlo.
Ubicas a los personajes en un momento en el que, planteas, ya no hay novelas.
Sí, exactamente. El primer narrador, Hallux, cuando introduce el tema, dice «como se decía cuando aún había novelas». Creo que la novela, como se entendía antes, es una cosa del pasado, se ha terminado. Cuando se habla de la muerte de la novela, que es un cliché desagradable de oír y muy repetitivo, es porque realmente se ha agotado como formato. Pero se entiende mal. Ocurre porque ahora está naciendo algo diferente dentro del género. Me apoyo en lo que decía Mijaíl Bajtín, que es un venerable crítico ruso de hace muchas décadas: Entre los grandes géneros, tan sólo la novela es más joven que la escritura y el libro. Ahora se está rompiendo un cascarón para ir hacia otro lugar.
La estructura de la novela, en un caso como el tuyo, es muy importante, ya lo has comentado. Articulas el relato en base a una serie de piezas, casi como lo podría haber hecho Nabokov. No sé si, incluso, has recurrido a las fichas, como hizo él.
No llegué a utilizar ese recurso pero hay una afinidad genética. El origen de la novela es una conferencia que tuve que dar sobre la obra de una artista amiga de Enrique Vila-Matas. Me pidieron que escribiera un texto. Lo hice de manera totalmente fragmentaria, en fichas. Cuando se lo entregué a ella en París me dijo: «¿Sabes que esto me ha recordado mucho a El original de Laura?». Esta mujer, Dominique González-Foerster, tiene una obra plástica cuyo sentido primigenio es la literatura. Tiene tres dioramas, el Diorama del Desierto, el Diorama de la Selva y el Diorama del Océano. En esos tres paisajes ves desperdigados varios libros, con títulos concretos. Todo esto constituye una serie de historias que se engarzan. Es una mujer muy literaria. Cuando me comentó que el texto le recordaba al de Nabokov, me hice con él y, de repente, experimenté una convulsión, que es la que le traslado a los personajes, porque me di cuenta de que había sucedido una cosa importantísima con Nabokov: le estalló una bomba en las manos. La bomba es la novela y lo que nos encontramos nosotros son las esquirlas. Las fichas que están a medio escribir son trozos de frases, trozos de historia, trozos de conceptos ordenados de manera que son intercambiables, porque una ficha no es como una página fija, la puedes colocar en cualquier sitio. Eso es lo que me fascina y lo que observo. Pero Nabokov en sí mismo no es lo importante. Lo importante es Nabokov como síntoma de una época. Es decir, no se trata ni de terminar una novela de Nabokov ni de analizar su poética. Se trata de observar el proceso de destrucción y creación simultánea de la obra de un gran escritor. Para eso hubiera valido cualquier otro autor. De su talla, claro.
Precisamente uno de los motivos por los que Benjamin Hallux recurre a Stanley Marlowe es el de desentrañar la matriz de El original de Laura. Y, como se explica en el libro, una novela que no está terminada propicia que el lector se pueda meter por las rendijas, algo que no ocurre cuando se da por concluida. Entonces ya es imposible destriparla, sólo podemos hablar de las sensaciones que nos provoca la lectura, o analizarla, pero no abrirle las costuras. Este es un ejercicio que has querido dejar muy marcado en el libro.
No podría decirlo mejor. Una novela cerrada carece de interés. Otro de los temas importantes que abordo es el de los límites de la ficción. ¿Vas a contarme una historia? ¿Sobre qué? ¡Si las historias las tengo en el mundo! Miro a Siria, miro a África, miro las tragedias que ocurren. Hace muchas décadas, Don DeLillo, por citar a alguien —hay muchos más—, trabaja con la idea de que la no ficción se meta en el cuerpo de la ficción, porque contar historietas ya carece de sentido. Mucho menos interés tiene hacer una novela cerrada. La bomba de relojería que le ha estallado a Nabokov lo deja todo abierto y eso es una invitación al lector a entrar en otro nivel de lectura y de interpretación. Esto es lo que he querido propiciar gracias a la estructura ya rota de Nabokov.
Tu novela, por lo tanto, también está rota.
Sí, totalmente. En el sentido de que es un reflejo de los tiempos y ha cambiado totalmente la percepción. Y en que nuestra manera de percibir y de relacionarnos con la realidad es diferente. La forma de comunicarnos con los amigos, con los amantes, con los seres queridos. Hasta en cómo nos relacionamos con el poder. Nos vigilan. Hay una broma constante acerca de los emails controlados, las llamadas telefónicas. Todo esto se debe abordar en tono de farsa, porque el humor está jugando un papel muy importante para no tomarse nada en serio. Fíjate en que el final de la novela es sublime, en el sentido retórico clásico de la palabra. Es decir, cuando ni siquiera la palabra silencio tiene sentido. Esto lo deja a uno pensando que ha leído una obra con un sentido y, de repente, llega un epílogo en el que se dice que a lo mejor el sentido es otro. Entonces salta la alarma y se mezclan los textos. Por eso incluyo el mundo de los videojuegos. Cuando se va a producir el encuentro entre los dos escritores caminan por una galería y el escenario es el paisaje de un videojuego. Entonces son bombardeados, ven la selva, llegan a una sala de cine y más adelante hay reflexiones sobre todo lo que está pasando ahora con las series de televisión. No son referencias explicitas, evidentemente, pero creo que en la sustancia de lo narrativo, la imagen de la novela rota es real. Narrar es un instinto elemental que nos explica la existencia. Algo que ya leemos en Las mil y una noches. Antes de que existiera el alfabeto ya hubo narración, la necesidad de comunicar y explicar la vida a través de cuentos e historias. La transmisión oral ha existido siempre. Es incómodo hablar de estos términos porque el concepto «literatura» no se acuñó hasta el siglo XIX. ¿Cuál fue la primera revolución que ocurrió en el arte de contar historias? Que un día los seres humanos inventaron el alfabeto, con lo que ya no fue necesario memorizarlas. En el Imperio Inca habían memorizadores porque no había escritura. A partir de ahí se evolucionó con la escritura, luego con la invención del libro. Ahora vivimos otra revolución, cuando el libro ha reventado. Ya no tiene mucho sentido. Y los creadores de mayor talento no son los que se empeñan en construir novelas cerradas. Son, por ejemplo, los que escriben para la televisión. ¿Se ha agotado el modelo literario antiguo? Sí, y está surgiendo uno nuevo. ¿Y cómo se reacciona? Las editoriales andan por las calles cazando lectores, no saben qué hacer con ellos, cómo engañarlos. Los maniatan y los obligan a comprar best-sellers. Y aun así se hunden. Las editoriales, las agencias… Ahora la gente llora a lágrima viva porque se ha terminado Breaking Bad. Pues algo habrán hecho bien. Han conectado con la gente. Y las novelas no lo han hecho. No se trata de arte de minorías o de mayorías. Se trata de que la novela es un género obsoleto que tiene que cambiar. Y hay muchos escritores trabajando en ello.
Has comentado, y es algo en lo que pienso a menudo, cómo estamos viviendo la comunicación actualmente. Nos encontramos con las puertas abiertas y dejamos entrar a cualquiera. A veces inconscientemente, otras mostrándonos sin ningún prejuicio.
Es un tema interesante. Ya hay intuiciones arcaicas, como las del Gran Hermano, que para colmo se convirtió en programa de televisión. La intuición es muy real. No somos dueños de la palabra ni de la novela, ni de la intimidad, ni de nuestras emociones.
Uno de los motivos de la novela sería el sentido de la pérdida, de la destrucción que, en definitiva, también era una de las preocupaciones de Nabokov.
Sí, él es totalmente explícito al respecto, cuando escribe sobre la inmensa energía creadora que hay en el acto de la destrucción. Ese es el eje del que surge todo. Es una destrucción creadora. Y en las fichas de El original de Laura está plasmada de manera literal. Eso es lo interesante de las fichas, lo que estaba buscando. Al crear un arte del suicidio, de la autodestrucción, quiere hacerlo de manera divertida, buscando el placer, el éxtasis en la creación. Y hay escenas hilarantes pero sí, es destrucción creadora.
En la novela vemos reproducida una frase que leíste en un grafiti: «La diferencia entre un camello bueno y uno malo es que el buen camello no trafica por dinero, sino porque le gustan las drogas y el mundo que las rodea». Es inevitable pensar en aplicarla al mundo literario.
Me encanta la idea. Vi esta pintada y me pareció fantástica. Podríamos darle el sentido que dices. La literatura es una droga. O las series. Sí, me parece perfecta la equivalencia.
Ahora que se habla tanto de textos perdidos, de obras que se recuperan, escribía Nabokov, según citas en la novela: «Sólo los aficionados conservan manuscritos». ¿Es peligroso dejar manuscritos en los cajones? ¿Qué te parece la movida que se ha montado con Salinger?
Hay varios matices. El caso de Salinger es muy interesante. Si hay algo de lo que estoy totalmente seguro, y sin tener ninguna prueba, es que no ha dejado nada de interés. Seguro. Lo único que hay es una gran operación de marketing, que es de lo que acusaron a Dmitri Nabokov cuando sacó El original de Laura. Por otro lado, imagínate que se hubiera perdido a Virgilio. O a Kafka. No pasaría nada si no hubiéramos tenido acceso a El original de Laura. Pero yo me he fijado en él y en un futuro es posible que alguien más lo haga. Quizás estoy totalmente equivocado y hay una buena novela de Salinger, pero creo que sólo podría resultar fascinante si estuviera sin terminar. No sé. Lo que le ocurrió es que tuvo una transformación espiritual bastante profunda, se interesó por la filosofía vedanta y se pasaba el día meditando. Incluso uno de los textos que se van a recuperar trataba sobre eso. ¿Es peligroso dejar manuscritos en los cajones? No, es divertido. Y ojalá se encuentren todos para poder jugar con ellos.
Siguiendo con las roturas, escribes: «Nueva York es el final del camino para mucha gente de vida rota».
Así lo siento yo. Cuando llegué a Nueva York me pareció que era el final de mi camino porque no hay donde seguir huyendo. Quien lo ha dicho mejor es John Steinbeck: «Después de vivir en Nueva York ningún lugar es lo suficientemente bueno». Es como un punto de llegada y, además, es una ciudad que en su inmensa turbulencia, en la convivencia de gente de muchísimo interés, en la mezcla de todo tipo de códigos, da mucho. Una de las cosas que ofrece, y es muy extraña, es calma a los que no la tienen. En 1985 me daba la sensación, con mi ansiedad, mis angustias, con mi vida rota —dicho esto metafóricamente—, de encontrarme en una balsa en un mar en calma. ¡Y Nueva York es como un río peligroso con muchos rápidos! Pues yo en la balsa estaba tranquilísimo. He conocido a gente muy interesante, escritores y también músicos, y todos me decían que cuando se iban de Nueva York se moría algo en ellos. Me lo contaba Salman Rushdie, que tiene casa en Londres, en California, que viaja constantemente a Europa y a la India. Me decía que Nueva York le exige estar más vivo. Eso me pasa a mí y es, justamente, la reflexión que hace la agente literaria al principio de la novela.
Por cierto, lo que reflejas de las agencias literarias, incluyendo a «El Chacal», te ha servido para concentrar el humor más salvaje.
Es deliberado y al final los nombres están poco disimulados. Algunos amigos me han dicho que si llega a manos de Andrew Wylie, como es un tipo inteligente, se reirá. Lo utilizo también como el ejemplo máximo del depredador literario. Pero sí, la farsa es deliberada, así como es deliberado que Jennifer Lopez sea mejor escritora que Nabokov, aunque no se trate de la Jennifer Lopez actriz y cantante. Todas las situaciones, como la del tipo del restaurante chino que lee a Flaubert, están concebidas con la intención deliberada de reírme de mí, de mi novela, pero sobre todo del mundo literario y de las fatuidades y pretensiones que encontramos en él. El ataque al establishment literario es frontal.
¿Has querido impregnar a los personajes de un aire nabokoviano?
No, eso me venía dado. Lo proporcionaba Nabokov. Lo que sí le quise dar al libro es un formato externo de falsa novela negra. Que no lo es. Pero tenemos a «Marlowe», claro. Ahora lo de la novela negra se ha convertido en una cosa muy socorrida. ¿Tú conoces a alguien que no haga novela negra? ¡La hace hasta Pynchon! Volviendo a lo que preguntas, lo que ocurre con estas fichas es que hay algunas de una belleza poética increíble, altísima. Cuando Philip Wild se acuerda de su hermana muerta y va a ver el columpio en el que jugaba con su hermana, está a siete metros de altura porque el árbol no ha dejado de crecer. Esto crea una sensación de angustia, de distancia y de meditación sobre el paso del tiempo y la imposibilidad de recuperar el pasado muy bello. La genialidad de Nabokov. Tiene muchos momentos así, muy poéticos, que mis dos personajes recuperan en varios momentos, como aquello de lo de los toldos anaranjados de los veranos del Sur. Son imágenes navokovianas.
Las formas narrativas del libro —y utilizas muchas— están muy bien insertadas. En algunos casos ni siquiera se piensa en si se trata de un diario, o de una narración en primera persona, o del fragmento de una novela dentro de la propia novela. Es uno de los juegos más elaborados que he leído, en este sentido. Como la incorporación de diálogos en forma teatral.
Como digo y pienso que la ficción tiene muchos límites, es decir, e insisto, que se ha agotado, paso a analizar la novela desde la propia narrativa, convirtiendo las notas a pie de página —que es lo más plúmbeo que existe en el mundo y que las utiliza con gran inteligencia pero de una manera muy distinta David Foster Wallace— en un elemento más del relato. El juego consiste en eliminar el elemento crítico para convertirlas en elementos narrativos, pero también para que haya un diálogo constante que se suma al engaño. Así, para entender algo hay que hacerlo de manera dialógica. El dialogismo es la esencia del género. Las voces te lo explican todo desde Cervantes. Pero en realidad hay una sola voz. Por mucho que diga Cervantes que se inventa voces, él es quien lo construye todo, la única voz que ordena al resto en cascada. Así que solamente hay una novela.
Me comentaba hace unos días Malcolm Otero, tu editor, el tremendo trabajo que habéis tenido. ¿Te cuesta mucho dar por cerrado un texto?
No es que me cueste, es que no se puede. Nunca se termina. Un retórico decía que llega un momento en que hay que resignarse en dar por acabadas las obras. Otro decía que las novelas no se acaban, se interrumpen. Pero apuntas a una cuestión en la que hay que diferenciar entre lo que sería la manera norteamericana de entender la literatura y la que podríamos etiquetar como «a la europea». El autor norteamericano no es el único propietario del texto. Esa es una figura muy importante en la novela. Muestro a un tipo de escritor. El escritor en España es un elemento bastante romántico, casi como un poeta, el creador de una obra inconsciente que se la entrega al editor, quien se encarga de plasmarla en la página. Un amigo de la Orden del Finnegans me decía, observando mis interacciones con Malcolm: «Yo termino la novela y se la entrego a mi editor, esto que os traéis entre vosotros…». Hay dos figuras en mi novela que considero muy importantes: el editor y el escritor fantasma. Este último es un tipo que se sienta frente a ti y te pregunta: «¿Usted qué quiere?». Y te escribe un libro de cocina, un viaje a Alaska, o lo que tú le pidas. ¿Por qué no acabar El original de Laura? La pregunta le podría parecer lo más normal del mundo. «Naturalmente que sí. ¿Para cuándo la quiere?». Y te da un producto acabado. La otra figura es el editor, en el sentido real de la palabra. Hablando con Norman Mailer, con John Updike y con muchos otros, todos escriben y hay un editor que es quien les corrige. El caso más dramático, como sabes, es el de Raymond Carver. Esa figura me parece muy importante. El editor es un tipo enigmático que sabe tanto del arte de la creación literaria como el propio escritor, pero que carece de imaginación. No aporta nada a su mundo pero lo ordena, le señala los fallos. Eso me parece absolutamente fascinante. La agencia Hellman & Associates del libro está basada en una agencia de editores independientes —a la que yo pongo el nombre de la mayonesa para que haya un elemento de humor—, pero la original la fundaron unos amigos míos que estaban hasta las narices del imperio comercial. Son escritores muy buenos que hacen todo eso muy bien. El editor es un personaje central en el mundo de la creación literaria y en el futuro de la literatura, creo. Y le quita al autor el aura romántica de que es un ser superior, como un Lord Byron que esté en contacto directo con la divinidad. No, una novela es un poco de todos. Y, por supuesto, es de los lectores.
¿Prefieres trabajar con un editor, mano a mano?
Sí, lo necesito y mejora la obra. La novela no sale en Malpaso por casualidad, ha sido así por muchas circunstancias. Hay un detalle que cuento siempre. Cuando terminé la primera versión, que no se parecía a esta —era muy imperfecta—, vine a Barcelona sólo para que la leyera Malcolm, porque había trabajado con Llámame Brooklyn, de la que me quitó doscientas páginas con muy buen criterio. Te pongo un ejemplo: el capítulo de Coney Island en Llámame Brooklyn tenía ochenta páginas. Le dediqué un año de investigación, buscando en archivos, bibliotecas y conociendo cada rincón del lugar. Malcolm me dijo: «A ver, es un capítulo que está al final y tiene ochenta páginas. El lector quiere volver a la novela. ¿Lo puedes dejar en la mitad?». Es una idea muy cuerda. Pueden haber objetos novelísticos imperfectos si los haces tú solo. Algunos escritores se escandalizan, pero creo que las cosas se han de ver desde fuera si se tiene sensibilidad y el editor está preparado profesionalmente. Es la misma razón por la que creo firmemente en los talleres de escritura. No es posible crear un escritor, no se puede provocar el talento, pero es sanísimo tener a alguien que te lea los manuscritos y te diga lo que hay. La queja fundamental es que la inmensa mayoría no tiene talento y no van a ser escritores, pero que de ahí sale gente con un dominio profesional de la escritura es indudable. Estoy en una universidad donde el departamento de Creative Writing es muy poderoso, y soy tutor de chicos a quienes envío a amigos escritores. Te aseguro que salen escribiendo cosas buenas. Ya les vendría bien a muchos autores tomar un curso así.
* Siempre supe que volvería a verte. Eduardo Lago.
Malpaso Ediciones (Barcelona, 2013).