Lo que más me ha sorprendido en estos diarios es la cantidad de cosas que uno olvida (hay iniciales e incluso nombres que ahora no me dicen nada), la fugacidad de los sentimientos (desvelos y quejas por pasiones ya extinguidas) y la persistencia de rasgos caracterológicos, de mis rasgos (desorden, improvisación, despilfarro, incapacidad de integración, etc.). Literalmente no tienen tal vez otro interés que el haber sido escritos por un escritor. Julio Ramón Ribeyro, La tentación del fracaso. |
Ribeyro, un escritor para escritores.
Hay textos que, con independencia de otros valores, deberían ser una lectura obligatoria para todos aquellos que se dedican a aporrear teclas, a emborronar páginas con la vana esperanza de que esa labor a la que le dedican tanto tiempo y esfuerzo algún día llegue a convertirse en un libro.
Cartas a un joven novelista de Mario Vargas Llosa, o Pura alegría de Antonio Muñoz Molina, son algunos de esos textos imprescindibles que ayudan al escritor incipiente a canalizar sus energías, a descubrir conceptos y trucos de la profesión, a identificar los fantasmas que le atormentan, a mostrarle el mejor camino —que en este oficio no suele coincidir con el más corto, sino más bien al contrario—, a sortear las posibles complicaciones para llevar a buen puerto una empresa que corre el riesgo constante de perecer.
Debido a la sinceridad desde los que han sido escritos, sin ahorrarle al lector los aspectos más desagradables, los diarios personales de Julio Ramón Ribeyro, aglutinados bajo el título genérico de La tentación del fracaso, merecen pertenecer por derecho propio a esa clase de textos que ayudan a otros escritores a clarificar los entresijos de su vocación literaria.
Porque uno de los aspectos más atractivos que el aprendiz de escritor encuentra en este libro es la pasión insobornable de un lector en busca del espejo en el que mirarse, el ímpetu de un escritor que trata de buscar su propia melodía en medio de una pluralidad de tonos musicales: «Nosotros tenemos una personalidad compuesta de lecturas que pide prestada —cuando escribimos— su ética, sus sentimientos, sus convicciones y su lenguaje, no al hombre cotidiano que la porta, sino a los cientos de personajes confundidos que encierra nuestra memoria». O cuando señala: «Escribir es inventar un autor a la medida de nuestro gusto».
Si el lector espera la imagen de un escritor de «una sola pieza», sin fisuras ni tribulaciones, un autor encantado de haberse conocido, seguro de sus posibilidades y de sus proyectos, magnánimo con sus logros, se llevará una desilusión mayúscula.
La lectura de estos diarios enseña que no es la esencia la que precede a la existencia, sino la existencia la que precede a la esencia, en palabras de Sartre. O lo que es lo mismo, que el escritor no nace de una determinada manera, sino que se hace con el paso del tiempo, y con la urdimbre de muchas incertidumbres y sacrificios y renuncias.
También enseña que no hay censor más severo con sus textos que el propio autor, como cuando Ribeyro afirma: «Lo que siento es la humillación de la infecundidad, la ausencia de fuerza creadora. La causa de todo esto es la vacilación permanente en que vivo, la pulverización de mis energías entre diversas solicitaciones […] Lo que necesito es romper con todo este lastre, archivar todo lo comenzado y empezar desde el principio una sola cosa». O también: «He escrito apenas cuatro páginas, me las he arrancado verdaderamente del tuétano».
Ribeyro siempre se mostró muy crítico no solo con sus éxitos personales, que siempre menospreció, sino también con su propia vocación de escritor, que sentía como una especie de lastre o de adicción que en muchas ocasiones lo consume por dentro, pero al que tampoco es capaz de renunciar: «Por un lado siento una especie de hastío, de agotamiento, de pereza, de decepción, por momentos de angustia ante el solo hecho de empezar a escribir. Por otro siento, presiento, en mí posibilidades que sobrepasan con largueza todo lo que he hecho hasta ahora, una especie de ímpetu, breve, es verdad, pero surcado de imágenes, de asociaciones, de fragmentos que me llevarían al acto de escribir instantáneamente, si dispusiera del tiempo, de la holgura para seguir adelante».
Lo que hay en La tentación del fracaso es el proceso de edificación de una vida entregada al vicio incurable de escribir, a la actividad exclusiva y excluyente de la literatura, con sus cimas y abismos, con sus éxitos y fracasos, con sus satisfacciones y adversidades. En última instancia, lo que hay en estos diarios es el transcurso sinuoso de un tiempo que va moldeando la vida y la personalidad de un creador. O como el propio Ribeyro señaló, el retrato de un escritor dibujado por el propio escritor.
El fracaso como salvación.
Sin embargo, en La tentación del fracaso no todo es metaliteratura, reflexiones sobre el propio proceso creativo. Como cualquier retrato de una vida en construcción, a lo largo de sus páginas también hay espacio para otros sucesos que no están directamente relacionados con la literatura ni con el proceso creativo, aunque sí están narrados de manera literaria, casi como si se tratase de una novela.
Hay espacio para dejar constancia de los continuos viajes a lo largo de todo el orbe; de una vida nómada en ciudades de varios continentes como Lima, Madrid, París, Múnich, Amberes, Berlín, Ayacucho, Hamburgo o Frankfurt; de amistades que se consolidan o que desaparecen; de amores y desamores; del proyecto de una vida menos precaria, más acomodada y estable; de los acontecimientos históricos que suceden en las mismas fechas que las anotaciones del diario.
En un apunte fechado en mayo de 1968, a propósito de la efervescencia que se estaba viviendo en las calles de la capital francesa, Ribeyro escribió: «Es imposible dar cuenta en unas líneas del extraordinario ambiente de tensión y agitación que se vive en París en estos últimos días. […] Lo único que se me ocurre decir es que estamos asistiendo, cotidianamente, a lo que se da por llamar «historia», aquellos acontecimientos que, por su importancia, marcan la vida de una nación y luego son reseñados y explicados en libros».
En última instancia, lo que el lector aprecia a lo largo de estos diarios es lo mismo que señala el famoso proverbio latino, que nada de lo humano le es ajeno a una mente porosa y escudriñadora de la realidad como la de Ribeyro, capaz de disertar con el mismo acierto y la misma desenvoltura sobre el proceso creativo —«Escribir es como hacer el amor: una cosa brutal y fatigante, en la cual morimos y renacemos»—; la amistad —«La amistad es una frontera natural que nunca deberíamos sobrepasar: más allá de ella el contacto se convierte en colisión»—; la belleza —«La belleza es en cierta forma inhumana o, mejor dicho, deshumaniza»—; las ciudades en las que vive —«Hay lugares, en cambio, como París, donde sólo a través de la pobreza es posible comunicarse con el espíritu de la ciudad»—; o la soledad —«Basta a veces una palabra, un gesto, un mínimo ademán de comprensión para darnos cuenta de que no estamos solos»—.
Son muchos los autores que han publicado las anotaciones de sus diarios: textos que en su origen fueron concebidos en la intimidad para permanecer en la más estricta privacidad. Pero también son muchos a los que se les nota en exceso que los escribieron con la vista puesta en la posteridad.
En cambio, Ribeyro posee un estilo sin estridencias ni exceso de afectación, una prosa envolvente y al mismo tiempo directa, una inclinación muy calculada por las frases bien medidas, una inteligencia luminosa y un exacerbado sentido del humor, como cuando señala: «Cuántos hombres se han suicidado por angustia cuando lo que tenían en realidad era una indigestión. Un vaso de sal de fruta los hubiera aliviado. (Frase publicitaria que debería vender a una firma de laxantes)».
Con un estilo muy personal y expresivo, que no interesa únicamente como argumento de una vida sino también como auténtica literatura, Ribeyro recogía el saldo inesperado de los días, como si fuese un coleccionista de accidentes cotidianos, sin darle un respiro a la existencia.
A pesar de hablar siempre de sí mismo, los diarios tienen la virtud de poseer un carácter universal en el que los lectores se reconocen con facilidad, como si se tratase de un libro escrito por un amigo con el que compartes sus intereses y sus vivencias, también sus desilusiones y sus fracasos.
De ahí el título de los diarios, La tentación del fracaso, por ese melancólico sentimiento de Ribeyro de concebir la vida como una ocasión perdida o una oportunidad desperdiciada. En una anotación fechada en París, en febrero de 1955, escribe: «Hasta ahora me considero como un hombre que ha sido aplazado en todas las pruebas de la vida. Me acerco a los 40 años sin pena ni gloria, sin dinero, sin salud, sin influencia, sin tranquilidad, sin perspectivas».
Una sensación de fracaso que impregnó no solo las páginas de estos diarios, sino también las de toda su obra, las de novelas como Los geniecillos dominicales o Cambio de guardia, y por supuesto las de sus relatos cortos reunidos en el volumen La palabra del mudo.
Ribeyro era consciente de la importancia en el conjunto de su obra de los diarios que escribió durante más de cuarenta años. Incluso aventuraba que algún día podía llegar a ser el más importante de sus libros, algo que no le ilusionaba demasiado. A este respecto, escribió: «En ellos creo haber encontrado el estilo del diario íntimo: un estilo apretado, expresivo que interesa no solo como testimonio sino también como auténtica literatura. Si continúo por el mismo camino creo que mi diario, de aquí a algunos años, será probablemente la más importante de mis obras. Esto no me alegra, ciertamente».
Esta anotación está fechada el 8 de enero de 1960, en Miraflores (Lima), pero algún tiempo antes, Ribeyro ya había tenido la intuición de poseer un estilo singular y autónomo, de estar alcanzando unas cuotas de excelencia atípicas en la escritura de diarios.
En aquella ocasión, casi tres años antes, en una anotación del 3 de agosto escrita en Amberes, registra la siguiente revelación: «En realidad —tengo casi la evidencia— si alguna vez escribo algo importante, será un libro de recuerdos, de evocaciones. Este libro lo compondré no sólo con los fragmentos de mi vida, sino con los fragmentos de mis estilos y de todas mis imposibilidades literarias. Un libro de memorias —en un grado mucho mayor que la novela— es un verdadero cajón de sastre. En él caben las anécdotas, las reflexiones abstractas, el comentario de los hechos, el análisis de los caracteres., etc. Es un libro, además, sin problemas de composición».
Además de tener esta lúcida percepción, en una especie de «poética de los diarios», fechada el 29 de enero de 1954, Ribeyro obsequia a sus lectores con los elementos que suelen definir la escritura de este tipo de libros y, por ende, con las principales claves de lectura para desentrañar su propia obra.
La primera característica que posee cualquier diario íntimo es que «surge de un agudo sentimiento de culpa», como si el acto de su escritura fuese una especie de confesión que aligera al que la realiza de todo aquello que lo atormenta.
La segunda característica es que «todo diario íntimo es también un prodigio de hipocresía», cuya lectura exige un examen entre líneas de los lectores para descubrir las causas que provocan los hechos o sentimientos consignados, algo que consciente o inconscientemente el autor del diario suele escamotear de la escritura.
La tercera característica es que «todo diario íntimo nace de un profundo sentimiento de soledad», y las personas con una intensa vida social difícilmente se entregarán a la escritura de un texto tan íntimo y privado.
En cuarto lugar, afirma Ribeyro que «todo diario íntimo es un síntoma de debilidad de carácter», una debilidad que se convierte en un potenciador de la autoestima al trocar en hechos positivos las frustraciones del que lo escribe.
En quinto lugar, comenta que «en todo diario íntimo hay un problema capital planteado que jamás se resuelve y cuya no solución es precisamente lo que permite la existencia del diario». Encontrar la solución a ese problema, sea del tipo que sea —social, personal, amoroso o laboral—, implica la suspensión inmediata del diario.
Y, por último, señala que «todo diario íntimo se escribe desde la perspectiva temporal de la muerte», pero a continuación, con las argucias de escritor consumado que ha conseguido depurar con el paso de los años, con la manifestación sincera de sus propias dudas y contradicciones, Ribeyro termina la anotación con un escueto paréntesis. Un paréntesis certero que silencia mucho más de lo que afirma, que deja al lector profundamente intrigado. Un paréntesis que contiene las siguientes palabras: «Ahondar esta idea». Y luego un enigmático espacio en blanco, como si la muerte fuese una especie de silencio o de misterio insondable.
Como su propio autor señala en esta «poética de los diarios», es cierto que los de Ribeyro también tienen algo de sentimiento de culpa, de ejercicio de hipocresía, de profunda soledad, de síntoma de debilidad y de enigma irresoluble que los hacen tan atrayentes y adictivos, tan pegados a la realidad, como si fuesen la crónica de un protagonista que no tuviese ningún reparo en mostrarse.
Retrato de una vida en los márgenes.
En cierto modo podría interpretarse la trayectoria de Ribeyro como una especie de negativo fotográfico de la conseguida por su compatriota y compañero de letras Mario Vargas Llosa, con el que coincidió en París.
Mientras este último es acreedor de una extensa y brillante carrera literaria, no solo distinguida con el reconocimiento de la crítica y de los lectores, sino también coronada con la concesión del Nobel de Literatura, la de Ribeyro, en cambio, se desarrolló siempre en los márgenes de la invisibilidad, en el lado de la sombra, lejos de los reflectores de la popularidad, de los focos y de los centros de interés, como si constantemente estuviese a punto de evaporarse.
Enemigo del renombre, Ribeyro siempre manifestó una nula predisposición a convertirse en una figura pública, una alergia congénita a convertirse en un objeto manipulable por la fama. A diferencia de sus colegas contemporáneos, los protagonistas del «boom» latinoamericano —Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar y el citado Mario Vargas Llosa—, Ribeyro siempre tuvo la sensación de estar viviendo de espaldas a su época, y no solo por su insistencia en permanecer a la sombra, sino también porque su género preferido —el relato corto— no contaba con el favor del público ni de los editores.
Se cuenta que cuando algunos de sus amigos —Vargas Llosa, Bryce Echenique— intentaron interceder a favor de Ribeyro para que Carlos Barral lo incorporara a su catálogo de autores, el editor zanjó el asunto argumentando que únicamente quería publicar novelas.
En plena eclosión del «boom» latinoamericano, cuando los lectores de todo el mundo se dejaban seducir por las grandes novelas que significaron una renovación formal del panorama literario, una ruptura de las reglas tradicionales de la narración —novelas como La ciudad y los perros de Vargas Llosa, Rayuela de Cortázar, Cien años de soledad de García Márquez o La última muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes—, Ribeyro era consciente de que él no era un «corredor de fondo», que su nombre no pasaría a la historia por haber escrito una gran novela como las de sus compañeros de letras, que el relato corto era el género en el que se sentía más cómodo.
Sobre estas limitaciones, en una anotación fechada en Múnich, el 9 de mayo de 1955, escribió: «El asunto de mi novela me preocupa, sobre todo. Veo con pavor que día a día pierdo el entusiasmo. No puedo añadir una línea si previamente no releo todo lo escrito, si no me someto a un proceso de autoexcitación intelectual. Todo esto requiere paciencia y reflexión, cualidades cada vez más extrañas en un espíritu vehemente e intuitivo como el mío. El hecho de que hasta ahora sólo haya escrito cuentos es significativo». O también, en otra anotación fechada el 11 de septiembre del mismo año: «Una novela es para mí, en las actuales circunstancias, una tarea superior a mis fuerzas».
Escritor de formato breve, de «fragmentos», o de «prosas apátridas», como reza el título de otro de sus libros, nunca quiso o no pudo sumarse al tren de la novela que arrasaba por todo el mundo. Se mantuvo fiel a su estilo, a su forma de ver la vida, a su idiosincrasia, y siguió apostando por el relato corto hasta el final de su vida.
Huidizo y tímido a la manera de Juan Carlos Onetti o de Juan Rulfo, en las fotografías en las que Ribeyro aparece se puede observar ese carácter esquivo y retraído, su talante de solitario empedernido, su aspecto frágil y un poco enfermizo, siempre al lado de su inseparable máquina de escribir, en medio de papeles desordenados y de libros, con su mirada permanentemente ausente, con el humo de sus eternos cigarrillos enturbiándole la vista, sin mirar directamente a la cámara, como si fuese incapaz de tomarse demasiado en serio a sí mismo. O como si quisiera que solo su literatura hablase por él.
Ribeyro tuvo conciencia muy pronto del riesgo que implicaba para su trayectoria escribir aquellas páginas de sus diarios, casi únicas en la narrativa hispanoamericana: páginas que podían llegar a eclipsar el resto de su producción literaria. En una de sus anotaciones, escrita en Lima el 14 de junio de 1958, escribió: «Nuevamente estas páginas… ¿para qué? Escribir cosas que a nadie interesan, consignar lo irremediable».
Anotaciones como esta, que él se empeñaba en desdeñar por considerarlas poco interesantes, insuficientemente atractivas, fueron las que al final le ahorraron el trabajo de escribir la gran novela de su vida.
Fotografía de Julio Ramón Ribeyro: autor no acreditado.
* La tentación del fracaso. Julio Ramón Ribeyro.
Prólogos de Ramón Chao y Santiago Gamboa.
Editorial Seix Barral (Barcelona, 2003).