Transcripción de La creatividad personal en el entorno digital, los aparatos tecnológicos y el exceso informativo, de Daniel Innerarity, conferencia inaugural del V Congreso Iberoamericano de Cultura Zaragoza 2013 (20 de noviembre de 2013).
Daniel Innerarity es catedrático de filosofía política y social, investigador IKERBASQUE en la Universidad del País Vasco y director de su Instituto de Gobernanza Democrática. Ha sido profesor invitado en diversas universidades europeas y americanas, recientemente en la Universidad de la Sorbona (Paris I). Actualmente es profesor invitado en el Robert Schuman Centre for Advanced Studies del Instituto Europeo de Florencia. Doctor en Filosofía, amplió sus estudios en Alemania (como becario de la Fundación Alexander von Humboldt), Suiza e Italia. Entre sus últimos libros cabe destacar Ética de la hospitalidad (Premio de la Sociedad Alpina de Filosofía 2011 al mejor libro de filosofía en lengua francesa), La transformación de la política (III Premio de Ensayo Miguel de Unamuno y Premio Nacional de Literatura en la modalidad de Ensayo 2003), La sociedad invisible (Premio Espasa de Ensayo 2004), El nuevo espacio público, El futuro y sus enemigos, La humanidad amenazada: gobernar los riesgos globales (con Javier Solana), La democracia del conocimiento (Premio Euskadi de Ensayo 2012), Internet y el futuro de la democracia y Un mundo de todos y de nadie. Piratas, riesgos y redes en el nuevo desorden global. La mayor parte de sus libros han sido traducidos en Francia, Inglaterra, Portugal, Estados Unidos, Italia y Canadá.
Es colaborador habitual de opinión en El Correo / Diario Vasco y El País.
Eusko Ikaskuntza-Caja Laboral le concedió el Premio de Humanidades, Artes, Cultura y Ciencias Sociales 2008. Ha recibido el Premio Príncipe de Viana de la Cultura 2013.
(Fuente biográfica:
V Congreso Iberoamericano de Cultura Zaragoza 2013).
Hablamos de cultura digital, de sociedad del conocimiento, de redes sociales, internet, ciberespacio con gran entusiasmo, sin advertir las dificultades y exigencias que estas nuevas realidades comportan ni las competencias que han de adquirir en estas realidades quienes actúan en ellas. Nos hemos acostumbrado a celebrar la accesibilidad de la información como si eso nos hiciera automáticamente más informados, o más sabios, o más creativos, y creo que muchas veces pasamos por alto la nueva ignorancia a la que parece condenarnos la complejidad informática. Los organizadores de este congreso han tenido la osadía de encargar la conferencia inaugural a un filósofo y los filósofos somos un poco aguafiestas en general. Quería comenzar con esta reflexión. Creo que nos sobran las celebraciones y no viene nunca mal que alguien nos recuerde los problemas.
Trataré algunos inconvenientes de este tipo de sociedad y de estrategias para sobrevivir en ella. Hablamos muchas veces de que estamos en una sociedad de la información, del conocimiento. Pienso que más bien habría que decir lo contrario. La nuestra es la sociedad de la desinformación y del desconocimiento. ¿En qué sentido? No en el de que hubiera una trampa dirigida desde una trastienda perversa para confundirnos, sino en un sentido más complejo y más banal al mismo tiempo. Nuestra ignorancia es consecuencia de tres propiedades que caracterizan a la sociedad contemporánea digital. En primer lugar el carácter no inmediato de nuestra experiencia en el mundo, en segundo lugar la densidad de la información, y en tercer lugar las mediaciones tecnológicas a través de las cuales nos relacionamos con la Red. Vamos a ver cada una de ellas y después pasaré a plantear algún tipo de solución.
Vivimos en un mundo de segunda mano. El problema fundamental de la sociedad del conocimiento es que, asombrosamente, nos hace a todos un poco más tontos. El contraste entre lo que sabemos con lo que se puede y, sobre todo, con lo que se debe saber es tan fuerte que, más bien, habría que denominarla «sociedad del desconocimiento». Desconocemos en el sentido de que, si revisamos otras culturas, otras épocas de la historia de la civilización, los seres humanos conocían muy poco, mucho menos que nosotros, pero ese poco era prácticamente todo lo que podían y debían conocer. Tenían un conocimiento de primera mano inmediato y comprobable, mientras que nosotros disfrutamos de un estado de privilegio, rodeados por un conjunto de cosas que se saben, que teóricamente están a nuestro alcance, y el ciberespacio es un claro ejemplo de ello, pero que nosotros, personalmente, no sabemos.
En una sociedad compleja aumentan las cosas, es decir, los artefactos, las informaciones, los procesos cuya racionalidad hemos de dar por supuesta. Nuestro mundo, insisto, es de segunda mano, un mundo mediado. Y no podía ser de otra manera. Sabríamos muy poco si sólo supiéramos lo que sabemos personalmente. Nos servimos de una gran cantidad de prótesis epistemológicas. Casi todo lo que sabemos del mundo es a través de determinadas mediaciones. Esta circunstancia es la que da origen a todas estas ideas de la conspiración o de esa plausibilidad en la crítica que supone que, en el fondo, estemos mal informados y seamos manipulados, aunque evidentemente esta crítica corresponde a la nostalgia por otros tiempos más sencillos que no volverán.
La segunda característica de esta sociedad digital es el exceso de la información, que algunos han llamado ya «infobasura» o «infoxicación». En el mundo digital hay un incremento de información, efectivamente, y ese aumento va acompañado de un avance muy modesto en lo que se refiere a nuestra comprensión del mundo. El saber de la humanidad se duplica cada cinco años. En relación con el saber disponible, en cambio, cada vez somos menos sabios. Pero es que, además, ese saber que aumenta continuamente no es parcelable sino que exige, al mismo tiempo, visiones de conjunto. Y estas son cada día más difíciles de llevar a cabo. Los diseñadores de software tienen para ello la palabra overlinking, el exceso de revisiones entre los elementos de la Red. Se sabe que todo está vinculado con todo y por tanto no se sabe nada más. La información y la comunicación masivas informan sin orientar. En una cultura digital el enemigo es el exceso. Tiene razón el poeta Donald Hall cuando dice «la información es el enemigo de la inteligencia».
La complejidad mal organizada es la nueva forma de la ignorancia. Mejor dicho, el problema no es la ignorancia, es la confusión. Hay una forma de atasco que tiene su origen en la mera acumulación de información, porque la información no distingue lo que tiene sentido de lo que no lo tiene. ¿Qué hacemos cuando no sabemos lo que tenemos que hacer? Acumular datos, dar demasiadas razones, asumir más competencias, extendernos en el tiempo… Acumular información es una forma de librarse de la incómoda tarea de pensar, porque la instantaneidad de la información impide la reflexión y nos libra del esfuerzo de ser creativos. Vivimos en un entorno poblado de datos masivos que no orientan. Hay un exceso de estímulos que tienen apariencia de información pero frente a los cuales cada uno de nosotros, personalmente, ha de decidir qué considera información y qué no. No hay información sin interpretación y no hay interpretación sin creatividad personal.
La tercera característica es la que nos hace a todos usuarios sumisos. Todas las paradojas de la sociedad digital se resumen en la siguiente constatación: vivimos en una sociedad que es más inteligente que cada uno de nosotros. Estamos rodeados de expertos en los que debemos confiar. Máquinas inteligentes cuyo funcionamiento no comprendemos; noticias que no podemos comprobar personalmente. Uno se puede pasar toda la vida conduciendo coches y manejando ordenadores cuyo funcionamiento no comprende, nunca se ha asomado al interior de la máquina. Suelo poner el ejemplo, muy gráfico, de cómo cuando se nos estropea el coche llevamos a cabo ese gesto atávico que no sirve para nada, que es abrir el capó. En realidad es una manera de aplazar la claudicación. En el fondo ya lo sabíamos desde el principio: hay que llamar al experto. Cualquiera ha experimentado la desesperación cotidiana motivada por el incomprensible lenguaje de las instrucciones de uso de los aparatos domésticos. Salvo que se sea suizo nadie se compra un aparato y primero lee las instrucciones, lo entiende y entonces lo abre. No, todos lo abrimos directamente o ponemos en marcha el mecanismo que sea. Los gadgets de la sociedad multimedia son prótesis de lo que ya no se entiende. En este mundo el uso ya no es soberano y evidente, todos vivimos en la esclavitud soberana de los usuarios. Nos sometemos a lo que no entendemos para poder usarlo.
Lógica del uso y comprensión del instrumento son dos cosas diferentes. Saber utilizar algo no equivale a comprenderlo. A la división del trabajo propia de la sociedad industrial le ha sucedido una sociedad digital del conocimiento, una nueva división que tiene que ver con esto: los usuarios no queremos perder tiempo en conocer la lógica profunda de los procesadores y los programas. Preferimos permanecer en la amable superficie de la funcionalidad. Aceptamos no saber qué hay en la caja negra de las cosas y de los artefactos que utilizamos. Es lo que podríamos denominar el «fideísmo» del cliente, algo que, por cierto, nos han recordado a cada paso. Se nos dice continuamente «ojo, esto sólo puede abrirlo un experto», o «consulte a su farmacéutico», o «usted no tiene ni idea de cómo funciona esto, llame al experto cuanto antes, no se olvide de su condición de mero usuario».
Esta sumisión, por otra parte, supone un enorme incremento de nuestra libertad. Imaginemos lo que se empobrecería nuestro mundo si sólo pudiéramos usar los instrumentos que comprendemos. O dar válida únicamente la información que hemos podido comprobar personalmente. Nuestro mundo se estrecharía enormemente. Poder usar más de lo que comprendemos significa que, gracias a la técnica, estamos liberados de pensar y decidir a cada paso. Y toda esa energía que nos ahorramos la podemos emplear en asuntos más creativos. Un producto es inteligente, precisamente, cuando es capaz de ocultar el abismo de la ignorancia, de manera que el usuario no lo vea y sea seducido por la simplicidad del uso. En esta línea va toda la publicidad que insiste en los instrumentos y la tecnología de uso fácil, en la proximidad táctil o visual. El éxito de muchos aparatos tecnológicos se debe a esta circunstancia, se trata de técnicas más fáciles de usar que de explicar. De ahí su cercanía al juego. Por eso los niños se encuentran más cómodos en el uso de los nuevos medios y son más competentes que sus padres. Lógicamente, ellos juegan mejor que nosotros, que tenemos esta manía de tratar de entender las cosas.
Sólo un nostálgico puede considerar que esta forma de ignorancia es algo fundamentalmente negativo. Nuestra civilización podría renunciar, si fuera necesario, a las personas inteligentes. Las personas inteligentes no son importantes. Lo importante son las cosas inteligentes. A eso sí que no podemos renunciar. El progreso civilizatorio no es impulsado por lo que los seres humanos piensan, más bien es gracias a las cosas que nos ahorran pensar. El filósofo norteamericano Alfred North Whitehead lo decía así: «la civilización avanza en proporción al número de operaciones que la gente puede hacer sin pensar en ellas». Reflexionemos un momento sobre esto. Cuántas cosas podemos hacer sin pensar en ellas. Aquí tenemos la habilidad del avance de nuestra civilización. ¿Quiere esto decir que en el mundo digital es innecesaria o imposible la creatividad personal? Todo lo contrario. Fundamentalmente porque la creativo no es la acumulación de datos e información, eso lo hace cualquiera, sino su organización con sentido.
El gran problema que dificulta la comprensión de la realidad es el exceso de información, de tal modo que un exceso de información no nos hace fácil tener una visión general, ni comprenderla, ni asimilarla. Esto incrementa el riesgo de elegir informaciones irrelevantes o secundarias, dejando pasar lo verdaderamente importante. Para eso es fundamental gestionar la búsqueda y selección de informaciones de acuerdo con determinados criterios y premisas. Y en esto la propia creatividad personal es insustituible. Muchas veces, bajo la presión de las tecnologías de la información y la comunicación, tendemos a interpretar todos los problemas como los de carencia de información. Estos son los menos importantes. Los problemas que exigen menos creatividad son los de la falta de información. Los que exigen ser más creativos son los que tienen que ver con la organización y con su sentido.
Las cuestiones de sentido no se pueden responder con información, este es el gran error que a veces cometemos los humanos y las organizaciones. ¿Por qué? Porque la información no distingue entre lo que tiene sentido y lo que no lo tiene. Una enciclopedia contiene más información que la persona más inteligente del mundo. Lo que una enciclopedia no tiene es saber. Saber es información con valor con un alto grado de reflexividad y de creatividad personal. Esta cantidad de informaciones que están a nuestra disposición gracias a los nuevos medios debe ser reelaborada personalmente. Hay que poner en relación datos, hechos, opiniones…, con el saber acreditado y elaborar una imagen del mundo y de la realidad. Esto es lo difícil. Se trata de una competencia que puede ser adquirida, se puede aprender y se puede enseñar.
No es inevitable ver cómo el mundo se hunde en una basura informativa. Debemos convertir las informaciones en saber, valorándolas con criterios de significación. Por eso pienso que no deberíamos considerar el acceso, la facilidad de conexión, la disponibilidad sólo como una amenaza. También hay que verlo como una oportunidad. En una sociedad como la nuestra, que no se apoya en tradiciones, los individuos y las organizaciones tienen que acostumbrarse a filtrar todas las informaciones que son importantes para su vida y reformularlas sobre la base de un proceso de apoyación personal. Este es el origen de la creatividad personal.
En el contexto que he definido como de mediación, mundo de segunda mano, exceso, superabundancia de información, usuarios sumisos, ¿cuál sería la competencia más importante? ¿Qué es lo más demandado? Cuando la acumulación de datos puede resultar un serio inconveniente, cuando no se requiere conocer el funcionamiento de los artefactos para usarlos, lo que necesitamos son diseñadores del conocimiento que hagan de la información algo inteligente, que la conviertan en saber, que abran caminos. El gestor de conocimiento es el que traza nuevos caminos a través del laberinto de lo meramente almacenado. Continuamente enviamos, recibimos, guardamos, manipulamos informaciones. Estamos expuestos a un flujo de datos en relación con los que, cada uno de nosotros, debemos preguntarnos qué es importante y qué puede ser ignorado. Para eso están los mapas cognitivos. Cabe suponer que la demanda de estos mapas va a aumentar en el futuro. La mayor capacidad del ser humano será, me atrevo a aventurar, su capacidad de selección. Dime cuánto y cómo seleccionas y te diré lo inteligente y lo creativo que eres. Nos hacen falta reducciones significativas de la complejidad. La necesidad de simplificar el mundo sigue siendo nuestro principal desafío.
En este contexto pensemos en el uso de los medios. ¿Quién es competente para el uso de los nuevos medios?. No se trata sólo de saber cómo emplear los medios, eso lo puede aprender cualquiera. Hay que ponerlos al servicio de la comprensión y de la expresión. Esto exige una relación reflexiva con los medios, una capacidad de selección, de comprensión de los símbolos, de interpretación, una economía del tiempo. En última instancia, un diseñador de conocimiento, un creador en la cultura digital, es alguien que se dedica a la búsqueda de las preguntas correctas. Más interesante que buscar respuestas para las preguntas es formular las preguntas de las que estas pueden ser las respuestas. Se trata, por consiguiente, de una peculiar tarea de reducir la complejidad, de gestionar el exceso. Para esto hay que recurrir a filtros, instrumentos de selección. Un filtro es algo que reduce la complejidad en la medida en que descalifica determinada cantidad de información como ruido. Precisamente esta es una de las grandes exigencias que nos plantea el mundo digital. En la actual marea de datos lo más valioso es reducir correctamente la información. ¿Cuáles son las nuevas estrategias para defenderse del peculiar exceso que nos amenaza? Las simplificaría en dos habilidades básicas que explico brevemente para terminar: La gestión de la atención y la aniquilación de la información.
Los seres humanos tenemos que gestionar la atención porque no podemos hacer muchas cosas al mismo tiempo, especialmente los varones, como se nos suele recordar a cada paso, con bastante razón, pero esto también afecta un poco a las mujeres. No podemos hacer las cosas de manera paralela, sino secuencial, una cosa después de otra. Salvo mentes privilegiadas, no se puede hablar por teléfono y escribir una novela al mismo tiempo. Lo primero que tenemos que hacer es gestionar la atención. El mundo de la cultura digital es una enorme tentación en la que perdemos mucho tiempo porque todo nos atrae y porque todo nos resulta interesantísimo. El más escaso de los recursos humanos es precisamente este, la atención. Y de que lo gestionemos adecuadamente dependen muchas cosas. A mayor información disponible, como es el caso del mundo en el que estamos viviendo, más exigente es la gestión que debemos hacer de nuestra atención y más escaso el tiempo que podemos dedicar a una información que ya es, desde hace mucho tiempo, inabarcable.
La segunda estrategia para la creación cultural es un peculiar combate contra la complejidad que adopta muchas veces la forma de eliminación de la información. Hay una idea muy extendida que se refiere a que la información nunca hace daño. Esto no es verdad. La información, a partir de un determinado momento, hace mucho daño. Paraliza la toma de decisiones. Es muy difícil decidir con una información completa. No podemos esperar a recopilarlo todo para tomar las decisiones. Los políticos lo saben de manera muy especial. La experiencia cotidiana es que estamos continuamente estableciendo filtros de relevancia y selección. Por ejemplo, lo del cartel de «Propaganda no» que ponemos en nuestros buzones porque ya no tenemos tiempo ni siquiera de recoger los folletos y eliminarlos, mucho menos de leerlos. Hasta los métodos contra el correo spam, el recurso del menú del día para evitar leer la carta, los manuales de instrucciones abreviados, o por ejemplo, el canon de los libros imprescindibles, algo tan discutible pero al tiempo tan necesario.
La vida está llena de procedimientos para prescindir de determinada información que no queremos ni siquiera atender porque es un ruido que nos distrae de lo esencial. Me gusta decir que el principal elemento de una organización es la papelera. Si quieres saber si una persona es inteligente examina el uso que hace de su papelera. ¿Qué es lo que tira? «No puedes vivir sin un borrador», decía Gregory Bateson. El problema básico con el que nos enfrentamos en este tipo de sociedades es el de la discriminación inteligente. ¿Qué ha de ser omitido o desatendido? Es mucho más valioso que alguien nos diga qué es lo que no debemos saber que lo que debemos saber. El saber más valioso es el saber que consiste en saber qué es lo que no se necesita saber. Y no he pretendido hacer un trabalenguas. Se buscan síntesis, visiones generales, núcleos del asunto. Estar bien informado, ser creativo significa en la actual sociedad digital del conocimiento haber desarrollado una habilidad especial para aniquilar información, para no tenerla en cuenta, para olvidar. Es algo que, por cierto, los ordenadores no saben hacer. Los ordenadores se resisten a borrar, su misión es guardar. Lo que convierte las informaciones en algo útil y significativo es una forma específicamente humana de procesar la información: el olvido. Quién nos iba a decir que lo que nos diferencia de las máquinas no es la memoria sino el olvido. Al olvido inteligente le debemos la liberación de las energías necesarias para la creatividad personal.
* Fotografía de Daniel Innerarity: planetadelibros.com.