Chateauvillard y Lambert: el perfeccionamiento del crimen

Duelo de armas - Viaje a Ítaca

Resu­men: De la con­jun­ción entre cri­men y lite­ra­tu­ra sur­gió este artícu­lo deci­mo­nó­ni­co. Con refe­ren­cias cine­ma­to­grá­fi­cas inclui­das y un ale­ga­to del due­lo como méto­do para resol­ver conflictos.

Cri­men y lite­ra­tu­ra son acti­vi­da­des huma­nas que se suje­tan y suel­tan de la mano cons­tan­te­men­te, en un círcu­lo de des­truc­ción sobre el que este artícu­lo no pue­de ejer­cer jus­ti­cia algu­na. Sin embar­go, es pre­ci­so dis­tin­guir entre los auto­res que vul­ne­ran la ley (con inde­pen­den­cia de su vida car­ce­la­ria y de los aspec­tos jurí­di­cos deri­va­dos de su afán narra­ti­vo; sería el caso de Jean Genet); los que son inca­pa­ces de divi­dir el queha­cer lite­ra­rio del trans­gre­sor (aquí inclui­ría­mos al mar­qués de Sade); y por últi­mo entre aque­llos cuyo mate­rial fun­cio­na como manual para depu­rar una deter­mi­na­da téc­ni­ca delic­ti­va. Tal es el tema que nos ocu­pa, y el que final­men­te mayor daño visi­ble cau­sa en el pró­ji­mo, ya por efec­to direc­to (el robo), ya por cola­te­ral (degra­da­ción de la socie­dad y con­tri­bu­ción a un cli­ma de inse­gu­ri­dad ciu­da­da­na); par­tien­do de la base de que tras los ejem­plos expues­tos sub­ya­ce una com­ple­ta con­cien­cia del mal (esto es, sin posi­bi­li­dad de ape­lar a la bana­li­dad del acto), así como del carác­ter públi­co que ha empu­ña­do la plu­ma correspondiente.

Dicho de otro modo: ellos sabían lo que escri­bían, y cono­cían las con­se­cuen­cias del tra­ta­mien­to del tema. Esto lo sabe­mos por una sen­ci­lla aun­que doble razón: el modo asép­ti­co en la des­crip­ción y el tono cal­cu­la­do en la redac­ción. Evi­den­te­men­te exis­ten mul­ti­tud de tex­tos que resu­men con idén­ti­ca frial­dad los por­me­no­res de ofen­sas como la impos­tu­ra, el ase­si­na­to, el incen­dio y el con­su­mo del opio, el cor­te­jo de las vír­ge­nes para saciar los pla­ce­res del inde­sea­ble, la invo­ca­ción de espí­ri­tus polí­ti­cos, o la blas­fe­mia. Pero que­ría­mos lla­mar la aten­ción de estos dos como pun­to de par­ti­da para una inves­ti­ga­ción que el lec­tor de este blog ha de empren­der por su pro­pia cuen­ta y ries­go. Por últi­mo, cabe aña­dir que nues­tra apro­xi­ma­ción se pro­du­ce des­de dos ópti­cas: la del infrac­tor expe­ri­men­ta­do y refi­na­do, y la del obser­va­dor que ana­li­za sin pasi­vi­dad la des­tre­za de la per­so­na estudiada.

George Barrington - Viaje a ÍtacaGeor­ge Barring­ton (1755 – 1804) fue un irlan­dés famo­so por su arte para el hur­to en las calles de Lon­dres. Como si de un tra­ta­do de botá­ni­ca se tra­ta­se, la bio­gra­fía del tam­bién esca­pis­ta y asal­ta­dor fue rela­ta­da por Richard S. Lam­bert en 1930 por medio de un libro titu­la­do The prin­ce of pick­poc­kets. El narra­dor radio­fó­ni­co se sir­ve de una serie de atrac­ti­vas anéc­do­tas (muchas de ellas roba­das sin fil­tro de vero­si­mi­li­tud algu­na de la ima­gen popu­lar del per­so­na­je) y las des­plie­ga con el fin úni­co de entre­te­ner y delei­tar a los lec­to­res con las refi­na­das téc­ni­cas del truhán para abrir bol­si­llos con la víc­ti­ma delan­te, sus­ti­tuir a la per­fec­ción bol­sas de mone­da por otras relle­nas de are­na, apren­der a ele­gir el obje­ti­vo ade­cua­do, des­apa­re­cer de la esce­na sin ser vis­to o recor­da­do pos­te­rior­men­te. El libro de Lam­bert cuen­ta la leyen­da de las 30.000 libras que Barring­ton sus­tra­jo a Ivan Gri­gor­ye­vich Orlov mien­tras atra­ve­sa­ba Covent Gar­den con la suma guar­da­da en una caja vacía de rapé. Todo se des­cri­be sin aspa­vien­tos ni idea­li­za­ción, con un tono poco entu­sias­ta; si aca­so una piz­ca de iro­nía, un poso de típi­ca con­des­cen­den­cia bri­tá­ni­ca para con los hechos luc­tuo­sos que acon­te­cen en la leja­nía. ¿Cómo iden­ti­fi­car­se uno con el mal­he­chor, en un mun­do tan civi­li­za­do como el nues­tro? Y menos aún si el autor per­te­ne­ce a una épo­ca de la que no que­da sino un ras­tro biblio­grá­fi­co, con un aro­ma a papel tan común entre tan­tos docu­men­tos. Difí­cil visua­li­zar la situa­ción. Lam­bert tum­ba de paso unas pocas habla­du­rías más y tra­ta de poner en su sitio al Barring­ton escri­tor, ana­li­zan­do las memo­rias de su estan­cia en Aus­tra­lia, afir­man­do que ese tra­ba­jo no fue más que una estra­te­gia comer­cial de los edi­to­res que encon­tra­ron sus dia­rios. Lam­bert no tuvo que esfor­zar­se mucho para des­mon­tar el tin­gla­do, ya que según A Voya­ge to Botany Bay, Barring­ton aún daba mues­tras de extra­or­di­na­ria luci­dez para la dis­cu­sión y la bue­na juer­ga en 1810, aun cuan­do lle­va­se seis años falle­ci­do; de mane­ra que Lam­bert se des­pa­chó rápi­da­men­te y pudo dedi­car­se a su afi­ción favo­ri­ta: la levitación.

Este inte­rés por el ímpe­tu voca­cio­nal de los delin­cuen­tes fue tam­bién amplia­men­te tra­ta­do en el cine fran­cés de los años cin­cuen­ta y sesen­ta: pelí­cu­las como Pick­poc­ket (Robert Bres­son, 1959) don­de se asis­te a los pro­gre­sos de un tipo que toma el hur­to en el metro y el hipó­dro­mo como una pro­fe­sión natu­ral (y don­de hay pre­ci­sa­men­te un gui­ño al libro de Lam­bert); o el ejem­plo de Louis Malle, que reali­zó varias pelí­cu­las sobre la caí­da en des­gra­cia de mal­he­cho­res: Ascen­sor para el cadal­so (1957) resul­ta de un des­cui­do en el desa­rro­llo de un ela­bo­ra­do plan, y El ladrón de París (1967) nos pre­sen­ta a un Jean-Paul Bel­mon­do atra­pa­do entre su repul­sión por una cla­se bur­gue­sa de la que aca­ba for­man­do par­te y la pre­sión que ejer­ce sobre su fama el movi­mien­to anar­quis­ta en la deca­den­te Fran­cia de prin­ci­pios del siglo XX. Más lejos aún va el cine polar, don­de se des­ata la cama­ra­de­ría entre indi­vi­duos al mar­gen de la ley, o bien el mal es com­par­ti­do por un gru­po y esa línea entre el bien y el mal no apa­re­ce tan per­fi­la­da. Final­men­te, la Nou­ve­lle Vague flo­re­ce de jóve­nes que expri­men sus hor­mo­nas con­ci­bien­do robos gran­di­lo­cuen­tes, por enci­ma de su capa­ci­dad real para eje­cu­tar­los como es debi­do; son tan tor­pes en la delin­cuen­cia como en el amor, y en sus locu­ras cris­ta­li­za una fla­que­za moral que con­du­ce a sus pro­ta­go­nis­tas a una con­duc­ta banal y lle­na de locu­ras sin sen­ti­do ni con­se­cuen­cias, no exen­tas de atrac­ti­vo por otra par­te. De hecho, estas pelí­cu­las sur­gen de un roman, de una idea que se extin­gue ense­gui­da, de un inten­to de hacer algo gran­de y que­da en nada… curio­sa anti­ci­pa­ción de la nece­si­dad de osten­ta­ción y la inge­nui­dad del rate­ro común que pre­do­mi­na en la actualidad.

Pickpocket - Viaje a Ítaca

Pick­poc­ket (1959), film de Robert Bresson

Si que­re­mos reen­con­trar­nos con un infrac­tor de leyes que con­ser­ve una piz­ca de inte­li­gen­cia, dig­ni­dad, ele­gan­cia y prin­ci­pios, y evi­tar de paso una idea­li­za­ción exce­si­va, ten­dría­mos que regre­sar al siglo XIX, a los due­los entre caba­lle­ros a horas intem­pes­ti­vas y apar­ta­dos de los cami­nos prin­ci­pa­les. Con el enfo­que en la satis­fac­ción ple­na para las par­tes impli­ca­das en un con­flic­to, exis­ten diver­sos manua­les al res­pec­to, y un códi­go interno según el rei­no don­de se inclu­yen nor­mas gene­ra­les de acuer­do a las con­di­cio­nes que vie­nen dadas. Sobre el par­ti­cu­lar escri­bió Larra, y Rafael Barrett se que­ja­ba en un artícu­lo perio­dís­ti­co, fecha­do en 1906:

Todo se afea rápi­da­men­te. La huma­ni­dad atra­vie­sa una edad ingra­ta. Con­ser­vá­ba­mos la bella cos­tum­bre del due­lo, mez­cla ele­gan­te de bar­ba­rie y de cor­te­sía, de valor indi­vi­dual y de lla­ma­mien­tos al des­tino. Nos que­da una paro­dia lamen­ta­ble. Y lo terri­ble es que la inju­ria no ha per­di­do un adar­me de su poder.

Cier­to, pero al hom­bre del siglo XXI, más ingra­to toda­vía, le que­da El due­lo de Con­rad, los rela­tos de D. W. Hig­gins, el Barry Lyn­don de Thac­ke­ray y el de Kubrick, el acer­ca­mien­to sece­sio­nis­ta de Jac­ques Tour­neur (Una pis­to­la al ama­ne­cer, 1956), o para cerrar, vol­ver a la his­to­ria de Con­rad con los infa­ti­ga­bles due­lis­tas de Rid­ley Scott (Los due­lis­tas, 1977). Y si este hom­bre quie­re recu­pe­rar su honor debe acu­dir al Ensa­yo sobre la juris­pru­den­cia de los due­los, redac­ta­do por el Con­de Cha­teau­vi­llard tras sus expe­rien­cias en mul­ti­tud de lan­ces (como juez, tes­ti­go y com­ba­tien­te). El tex­to tra­du­ci­do por Andrés Borre­go en 1891 es una joya que a pesar de no poder librar­se de cier­ta impos­tu­ra, resul­tan­te de una litur­gia exhaus­ti­va, con­tie­ne al deta­lle lo que hay que saber sobre los dere­chos del ofen­di­do, las cla­ses de armas, adver­ten­cias y debe­res de los tes­ti­gos y jue­ces pre­vios al momen­to del due­lo, la nor­ma­ti­va refe­ren­tes a las tres espa­das lar­gas o la pis­to­la, ade­más de las nume­ro­sas excep­cio­nes y mati­ces posi­bles. Sos­tie­ne Cha­teau­vi­llard que «las más seve­ras penas dic­ta­das con­tra los due­los en 1655 […] han tra­ta­do vana­men­te de impe­dir la exis­ten­cia de los desa­fíos y su repe­ti­ción». Y se atri­bu­ye a sí mis­mo el deber de que «conoz­can sus dere­chos aque­llos a quie­nes la nece­si­dad pon­ga en el caso de invo­car la apli­ca­ción de estas cere­mo­nias». Pasa­da la era de los due­lis­tas, se fue dilu­yen­do el carác­ter pro­vo­ca­dor que sub­ya­cía en el acto de batir­se has­ta caer heri­dos de gra­ve­dad, has­ta el pun­to que los vete­ra­nos de estas prác­ti­cas no podrían decir con total segu­ri­dad si exi­gían com­pen­sa­ción por­que real­men­te se había sen­ti­do agra­via­dos, o tal vez habían des­cu­bier­to el vér­ti­go de cru­zar la línea del deli­to. Sea como fue­re, no pue­de decir­se que no haya opción para el pro­gre­so en el entorno de la ile­ga­li­dad, y por lo tan­to, tam­po­co hay excu­sa para elu­dir la responsabilidad.

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