Cartas de un corazón de nadie

«No sé escri­bir gran­des car­tas. Es tan­to lo que escri­bo por obli­ga­ción y por mal­di­ción que lle­go a tener horror a escri­bir con cual­quier fin útil o agradable».

Fer­nan­do Pes­soa, Car­tas de amor.

«Una vez amé, creí que me ama­rían, / pero no fui ama­do. / No fui ama­do por la úni­ca razón- / por­que no tenía que ser­lo. / Me con­so­lé vol­vien­do al sol y a la llu­via, / y sen­tán­do­me otra vez a la puer­ta de casa. / Los cam­pos, al fin, no son tan ver­des para los que son ama­dos / como para los que no lo son».

Fer­nan­do Pes­soa, Un cora­zón de nadie. Anto­lo­gía poé­ti­ca (1913- 1935).

La pro­fa­na­ción de la intimidad

Resul­ta inevi­ta­ble expe­ri­men­tar una incó­mo­da sen­sa­ción de impu­di­cia, de inva­sión ilí­ci­ta de lo ajeno o de vio­la­ción de la pri­va­ci­dad al leer tex­tos que fue­ron escri­tos para per­ma­ne­cer en la más estric­ta inti­mi­dad, lejos de la curio­si­dad obse­si­va de lec­to­res impla­ca­bles y obsesivos.

Suce­de esto con los dia­rios per­so­na­les y, sobre todo, con los epis­to­la­rios, al menos con aque­llos que no fue­ron con­ce­bi­dos para su pos­te­rior publi­ca­ción a algu­nos se les nota en exce­so que se escri­bie­ron con la mira­da pues­ta en la pos­te­ri­dad: tex­tos que fue­ron reco­pi­la­dos des­pués de la muer­te de sus crea­do­res, cuan­do la pro­fa­na­ción de su vida pri­va­da ya no podía vio­len­tar­los ni rubo­ri­zar­los ni cau­sar­les nin­gún tipo de perjuicio.

Una sen­sa­ción difí­cil de sos­la­yar al tra­tar­se de un epis­to­la­rio amo­ro­so, y más aún, si ese epis­to­la­rio con­tie­ne car­tas escri­tas por un autor con una per­so­na­li­dad tan polié­dri­ca y com­ple­ja como la de Fer­nan­do Pes­soa.

Leer las car­tas que Pes­soa escri­bió a Ophé­lia Quei­roz, el gran amor de su vida, pue­de pro­vo­car en el lec­tor escru­pu­lo­so este tipo de inquie­tud seme­jan­te a la expe­ri­men­ta­da por una per­so­na que se cue­la en una fies­ta a la que no ha sido invi­ta­da, como si de repen­te uno tuvie­se acce­so a una de esas cáma­ras sella­das con los res­tos mile­na­rios de algún faraón olvidado.

Pero una vez supe­ra­das estas reser­vas ini­cia­les, lo real­men­te impor­tan­te para los entu­sias­tas de Pes­soa, el crea­dor de los hete­ró­ni­mos, el autor del «dra­ma em gen­te», el poe­ta del des­aso­sie­go, son los datos que con­si­guen arro­jar sobre su inex­tri­ca­ble for­ma de ser, su per­so­na­li­dad un tan­to des­qui­cia­da, sus pro­yec­tos y sus cos­tum­bres, sus mie­dos y sus filias, lo que anhe­la­ba en la vida y lo que más le horrorizaba.

Por­que estas car­tas no solo hablan de su ena­mo­ra­mien­to de Ophé­lia, sino tam­bién, y lo que resul­ta aún más intere­san­te para los lec­to­res, de la mane­ra de con­ce­bir el amor que tie­ne Pes­soa, de cómo se refle­ja ese tema en su obra poé­ti­ca y de los vanos inten­tos de con­ci­liar su pasión amo­ro­sa con su voca­ción literaria.

* Ilus­tra­ción de cabe­ce­ra: autor no acreditado.

(Con­ti­nuar –>)

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