«Aunque no sobreviviera nada de la época de las revoluciones democráticas, acaso nuestros descendientes recuerden, al menos, que las instituciones sociales pueden ser consideradas experimentos de cooperación en vez de intentos de encarnar un orden universal y ahistórico. Resulta difícil creer que sea éste un recuerdo que no vale la pena conservar». Richard Rorty, Objetividad, relativismo y verdad. |
(I)
Ninguna época puede permitirse el lujo de prescindir de las ficciones que le sirven de espejo. Como ha ocurrido en todas las etapas históricas, la nuestra también es deudora de esa forma de terapia colectiva que inevitablemente se pone en marcha a través de los lenguajes inventados.
Aunque en ocasiones parezcan muy distanciadas de la realidad —como ocurre en el caso de la ciencia ficción — , las historias representadas en la literatura y en el cine al final siempre acaban hablando de nosotros mismos, de nuestros temores e incertidumbres, de nuestros aciertos y fracasos.
El Frankenstein de Mary Shelley, o el mito de lo creado que se vuelve en contra de su propio creador al desafiar este los límites de la naturaleza, fue una reacción romántica ante el poder científico-técnico que creció exponencialmente a partir de la Revolución Industrial.
Los dinosaurios de Spielberg o el Terminator de James Cameron vendrían a representar un temor semejante al que inspira Frankenstein, tras haberse actualizado en la gran pantalla a golpe de efectos especiales.
En la época de Mary Shelley, las máquinas de vapor habían tomado el relevo de lo que hasta ese momento había significado el trabajo manual del ser humano, y las consecuencias de semejante cambio eran tan imprevisibles, tan potencialmente catastróficas, como las que pueden provocar los avances en el ámbito de la ingeniería genética —en el caso de Parque Jurásico— o en el de la revolución informática —en el de Terminator—.
Nos resultan mucho más predecibles las consecuencias del trabajo pre-industrial —básicamente, un trabajo de artesano — , que unos animales prehistóricos fuera de su tiempo conviviendo con el ser humano, o que unas máquinas dotadas de conciencia propia con un enorme potencial de aniquilación.
Por eso no es de extrañar que uno de los símbolos más populares de nuestra era sean los zombies, esos autómatas inconscientes, a medio camino entre la vida y la muerte, que deambulan por ahí intentando contaminar o devorar a todos aquellos desafortunados que se encuentran a su paso.
El zombie representa una metáfora perfecta del consumidor burgués que interactúa con el medio de una manera más bien acrítica, sin importarle demasiado los sucesos de su entorno: no tiene voluntad propia ni participa en entidades políticas o sociales, y se mueve en función de la masa, como un ejército de hormigas en el que un individuo es indistinguible de los otros.
El zombie también representa el peligro a ser «contagiado», bien sea por una enfermedad infecciosa que acabe con la raza humana, o bien por otros grupos humanos de los que prefiera distanciarse, como el caso de los judíos encerrados en guetos por los nazis o el de los nativos americanos recluidos en las reservas naturales que les dejaba el hombre blanco.
Igual que con el extraterrestre malvado que viene a colonizar la Tierra, con el zombie no se puede razonar y por eso hay que aniquilarlo sin piedad y sin remordimientos, como ocurre en un número cada vez mayor de películas y series de televisión que tienen como protagonistas a los ubicuos zombies, el nuevo terror de la época actual.
(II)
A nadie se le escapa que las series televisivas se han convertido en la nueva arcadia audiovisual, con el consiguiente trasvase de talento y de dinero desde la industria del cine, y en un instrumento muy útil para descifrar el mundo en el que vivimos. En este sentido, es de agradecer la aparición de una serie como Borgen, que trata sobre los entresijos de la política actual en el marco de las democracias occidentales.
Borgen, creada por Adam Price, constituye una representación bastante plausible de la política, pero no como un coto privado de caza formado por gobernantes sin escrúpulos que hacen todo lo posible —y, a veces, hasta lo imposible— por mantenerse en el poder, ni como el resultado de una benevolencia paternalista que rápidamente provoca la sonrisa del público.
En cambio, aquello por lo que resulta tan atractiva una serie como Borgen, es porque muestra el pragmatismo inherente al juego democrático como un conjunto de alianzas y de acuerdos entre partidos de distinto signo político, en el que cada elección implica tanto ganar algo que antes no tenías como perder algo con lo que ya no vas a poder contar.
En esto se aleja radicalmente de las series americanas que tratan el mismo tema —con las que uno no puede evitar compararla — , y que se han convertido en una exhibición innecesaria de cinismo político, en el mejor de los casos, o en un pésimo reflejo de lo más abyecto de la sociedad, en el peor de ellos.
Resulta llamativo que muchos personajes de las series americanas se muevan y actúen al margen de la ley —incluso, hasta cuando se supone que la representan — , como si hubiese cundido la sensación generalizada de que saltarse la ley en absoluto es una mala idea, o no demasiado, siempre y cuando no se entere nadie o no puedan castigarte por ello.
Esto tampoco quiere decir que Borgen caiga en la ingenuidad de afirmar que no es lícito perseguir los objetivos que uno considera prioritarios, sean personales o colectivos, pero lo hace siempre mostrando la necesidad de conseguirlos desde el respeto a las normas de convivencia, gracias a una buena gestión de lo público, a través de los pactos o de las concesiones que sean necesarios para conseguirlos.
Porque si hay algo que hace Borgen es precisamente resaltar las imperfecciones y debilidades del sistema democrático, pero no para cebarse en ellos o para promover otro sistema de gobierno alternativo, sino para mostrar su inherente fragilidad, algo que merece el esfuerzo colectivo por preservarlo tanto de fanatismos ideológicos como de ambiciones personales.
(III)
Sin lugar a dudas, uno de los principales aciertos de Borgen es haber elegido como protagonista principal a una mujer. El personaje de Birgitte Nyborg —Primera Ministra de Dinamarca y, además, líder del Partido Moderado — , interpretada por la actriz Sidse Babett Knudsen, consigue mostrarse como una persona común, con los mismos problemas cotidianos que el resto de los ciudadanos, salvo, claro está, los que están directamente relacionados con el cargo tan especial que desempeña.
Cansados del sesgo excesivamente patriarcal del que alardean otras series, es de agradecer la introducción de la perspectiva femenina en ciertos aspectos de la vida que de forma habitual suelen quedar fuera de la ficción televisiva.
De hecho, a lo largo de las tres temporadas, el espectador asiste a los intentos de conciliación de la protagonista entre su trabajo público y su vida privada, que incluye aspectos como la ruptura progresiva de su matrimonio, la separación de su marido o los problemas de sus hijos adolescentes.
La serie consigue una rápida identificación del público con el personaje gracias a que este se muestra bastante alejado de los estereotipos machistas más frecuentes, como pueden ser la ambición sin límites, el ansia de poder o la extrema competitividad.
Por el contrario, el personaje de Birgitte Nyborg suele tratar a los compañeros de trabajo como aliados y no como competidores, tiene un talante amable y conciliador, y casi siempre prefiere recurrir a la negociación antes que al enfrentamiento directo en caso de un inevitable conflicto.
Otro de los aciertos de la serie es la presencia constante de los medios de comunicación y su relación de amor-odio con el mundo de la política. En todas las temporadas de la serie se nota esa presencia no solo porque algunos de los protagonistas secundarios pertenecen al mundo del periodismo, sino también porque la presidenta del gobierno y los jefes de prensa de su gabinete siempre forman un tándem inseparable.
Borgen enseña que la gestión política debe tener una transparencia exquisita y que los encargados de que esa transparencia se cumpla son los medios de comunicación, que actúan o deberían actuar con independencia, responsabilidad y rigor, aunque no siempre lo hagan.
La idea es que los medios de comunicación actúen como el «cuarto poder» cuya principal misión, además de informar a la opinión pública, sea frenar los abusos y las arbitrariedades del poder político, al hilo de la separación de poderes que propugnaba Montesquieu, cuando afirmaba aquello de «que el poder frene al poder».
(IV)
Borgen parece inspirada en las ideas de dos filósofos actuales que tratan de dar una respuesta plausible al problema de qué ocurre cuando en una democracia puede haber intereses legítimos que no sean compatibles entre sí.
La primera de ellas es la idea del «consenso solapado», de John Rawls, que viene a decir que un sistema democrático justo debería estar cimentado sobre un «consenso que incluya a todas las concepciones filosóficas y religiosas contrapuestas que es probable que persistan y ganen partidarios».
Ante la imposibilidad de encontrar una concepción moral hegemónica que se imponga sobre todas las demás —algo característico de las sociedades predemocráticas — , nuestro sistema democrático debe ser lo suficientemente flexible y sólido al mismo tiempo para que cada uno defienda su propio sistema de ideas y creencias, sin que esto afecte a la estabilidad del sistema ni a la actividad pública.
Este objetivo se logra, precisamente, a través de la idea del «consenso solapado», que «debe dar cabida a una diversidad de doctrinas y a una pluralidad de concepciones del bien conflictivas y en realidad incompatibles».
Esto es lo mismo que Richard Rorty, otro filósofo norteamericano, defiende con su idea de la «prioridad de la democracia frente a la filosofía», al afirmar que debemos renunciar a una concepción filosófica colectiva, un rasgo de los regímenes autocráticos, si queremos preservar de radicalismos a nuestra democracia.
Lo que Rorty plantea es que las ideas relativas a la naturaleza y a los fines del ser humano deben quedar recluidas al ámbito estrictamente privado de cada uno —lo que él denomina «ironía privada» — , con el doble objetivo de favorecer la convivencia en una comunidad plural y la solidaridad entre individuos de creencias diferentes —lo que define como «democracia pública» — .
Enlazado con las dos ideas anteriores, Borgen subraya la importancia del acuerdo democrático, haciendo suyo aquel viejo dicho que afirma que es mucho más beneficioso un mal acuerdo que un buen conflicto. Y de paso nos recuerda que, al menos en esto, el mundo de la política apenas se diferencia de otros aspectos de la convivencia.
*Fotografías: ©DR Fiction.