«Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / Jorge Luis Borges, El hacedor. |
Jorge Luis Borges comenzó escribiendo versos porque siempre sintió que, antes que ensayista o cuentista, era un poeta: un hacedor de versos melancólicos sobre el inevitable paso del tiempo y las paradojas de la identidad.
Al ensayo llegó más tarde, interpelado por los problemas filosóficos que su padre, abogado y profesor de psicología, le enseñó a una edad en la que los niños están más preocupados por jugar que por descifrar las paradojas de Zenón de Elea.
Muchos años después, cuando ya había publicado dos de los libros de relatos más relevantes de la Historia de la Literatura en castellano, Ficciones y El Aleph, pero todavía no era el autor de culto que recorría el mundo impartiendo conferencias a todos los que quisieran disfrutar de su sabiduría y de su soterrado sentido del humor, quiso rendir un homenaje a aquellas enseñanzas paternas de su niñez en su libro Otras inquisiciones, y lo hizo autodefiniéndose como «un argentino extraviado en la metafísica».
Si la metafísica ganó un fiel adepto para su causa, no es menos cierto que la literatura ganó un fabulador que tejía sus artificios con los mismos hilos con los que los filósofos griegos adornaban sus banquetes culinarios.
Tras asumir el deicidio nietzscheano, Borges decidió suplantar el lugar de Dios en el único ámbito en que le está permitido al ser humano, la literatura, para luego imaginar un universo creado a su imagen y semejanza, es decir, con forma de biblioteca infinita.
Un universo singular y emblemático poblado de enciclopedias que describen mundos que no existen; de círculos ininteligibles que consiguen concentrar la totalidad del universo; de dobles atónitos con los que te encuentras una mañana cualquiera en un parque; de tipos postrados en la cama, pero que poseen una memoria tan prodigiosa como desaprovechada, porque si siquiera es capaz de tener un simple pensamiento abstracto; de condenados a muerte que detienen el tiempo para poder terminar la obra que justifica una existencia insignificante; de escritores estrafalarios que se empeñan en copiar literalmente el Quijote para alumbrar una obra completamente nueva; o de jardines cuyos senderos se bifurcan incesantemente, igual que la propia vida.
El mismo destino —¡ay, tan irónico y cruel!— que le regaló un talento envidiable para las letras y al que le dedicó tantos versos exaltados en su juventud, también se encargó de escamotearle no sólo una existencia épica y gloriosa, como la que habían tenido sus antepasados, sino aquello que más preciaba: el placer de la lectura.
Una ceguera incurable y progresiva, otra herencia —esta vez involuntaria— de su padre, le impidió disfrutar de los libros, el mayor de sus vicios confesables. Fue un abismo en su vida que trató de sortear como pudo a través de improvisados lectores que iban a verle ocasionalmente a su casa, y a los que les pedía que leyesen en voz alta algún artículo tomado al azar de su Enciclopedia Británica, o algunos párrafos escogidos de sus escritores predilectos —Stevenson, Kipling, Chesterton, Wells o Whitman—, y así poder mantener con ellos una conversación ininterrumpida.
Siempre anheló el amor, pero por alguna razón inexplicable siempre le fue esquivo. Su boda con Elsa Astete Millán a los sesenta y ocho años, ya casi en los albores de la senectud, fue una farsa chapucera de cara a la galería, una manera torpe e innecesaria de afianzar su cuestionada masculinidad, y una forma rápida y fácil de encontrar una digna sustituta para llenar el hueco que en breve iba a dejar la sobreprotectora presencia de su madre.
Ya casi al final de su vida aseguró haber encontrado el amor verdadero, eso sí, más atenuado y sereno, junto a una joven estudiante de ascendencia japonesa que acudía a sus cursos de anglosajón e islandés, y que posteriormente se convertiría no solo en una acompañante imprescindible, sino también en su esposa y, por ende, en la única depositaria de los derechos de sus libros.
Cuando presintió el final ineludible, decidió que quería morir en Ginebra, donde había transcurrido su juventud, el único lugar en el que dijo que había sido realmente feliz. Al contrario que Unamuno, le horrorizaba la idea de vivir eternamente.
Antes de despedirse del mundo, su último deseo fue desaparecer de una vez por todas y para siempre. Quizás por eso había dejado escrito en uno de sus libros más emblemáticos: «No he de salvarme yo, fortuita cosa / de tiempo, que es materia deleznable». El único consuelo que nos queda a los lectores tras su muerte es la inagotable capacidad de evocación de sus textos, que consigue concentrar la totalidad del universo.
*Fotografía de cabecera: Jorge Luis Borges (©NR).