(…) los escritores, los cantantes, los actores cuyo trabajo perdura no desaparecen del todo, se los puede visitar en la repetición indefinidamente, y quizá los que mantienen mayor presencia son los últimos, a los que nunca hemos visto en tanto que ellos mismos pero cuya corporeidad ficticia los hace más reales y vivos cuando reaparecen, a una orden, en nuestras pantallas. Javier Marías, Donde todo ha sucedido. |
A los amantes del cine nunca les importó demasiado averiguar si Lauren Bacall era una mujer de carne y hueso, con las mismas flaquezas y debilidades que el resto de los mortales, o si, por el contrario, era la encarnación improbable de algún personaje ficticio. Porque aquella criatura asombrosa y sublime nunca pareció una de esas mujeres que se despiertan desgreñadas por la mañana, al tiempo que maldicen su suerte por tener que salir obligatoriamente de la cama, sino una suerte de alucinación quimérica que, entre sus insólitas virtudes, poseía la extraordinaria capacidad de permanecer instalada de forma indeleble en la memoria de los que a menudo otorgan más jerarquía a las historias inventadas que a los acontecimientos reales.
Tampoco les hizo perder el sueño saber que las dos características más originales y atractivas de sus interpretaciones, su voz profunda y grave y su mirada desafiante de felina peligrosa, no fuesen rasgos naturales de su personalidad, sino la astucia diseñada por una joven insegura con la intención secreta de disimular el temblor de sus manos y de su voz aún sin modular, de ocultar su traicionera timidez, de parecer decidida y valiente.
Y no solo ante las cámaras, lo cual constituía por sí mismo un considerable reto para su juventud irreprochable y su evidente falta de experiencia, sino también, y sobre todo, ante un Bogart cuya fama ya era demasiada imponente en el momento en que se conocieron.
Qué importancia tienen esas pequeñeces insignificantes y mundanas al compararlas con el delirio de ensueño que provoca su manera de ladear la anchura inconmensurable de sus caderas, su sofisticada mirada de medio lado, su insolente arqueo de ceja, su sonrisa irónica y atrevida y su gesto descarado entre ingenuo y malvado en los labios.
Eso por no mencionar su forma tentadora de pedir fuego, ese modo tan altivo y al mismo tiempo desdeñoso de encender el cigarrillo, mientras sus cautivadores ojos de gata parecen insinuar desde el otro lado de la pantalla «anda, forastero, a ver si te atreves», una pérfida astucia de la que se sabe con todos los ases en la manga.
Apenas fueron suficientes unas frases chispeantes en medio de un diálogo intrascendente y un deslumbrante contoneo de cintura que se fundía milagrosamente con las letras del «The end», para que se le abrieran de par en par las puertas doradas de la meca del cine.
A partir de aquel momento inaugural y prodigioso, conscientes del intenso magnetismo que desprendía su sensualidad desbordante, los mejores directores de Hollywood se disputaron su rostro impecable de marfil para incluirlo en algunas de las películas más emblemáticas de la historia del celuloide.
Después de aquel debut apoteósico en Tener y no tener (1944), dirigida por Howard Hawks —que la había descubierto inesperadamente a sugerencia de su mujer algunos meses antes en un casting—, basada en una novela de Ernest Hemingway y con un guión adaptado por William Faulkner, los amantes del cine se quedaron prendados para siempre de su belleza salvaje y agresiva. Como también le ocurrió al tipo duro con sobrero calado y gabardina de Casablanca.
Hasta al Bogart más frío e imperturbable se le debieron de aflojar los huesos cuando se le apareció aquella ensoñación imposible en el quicio de la puerta para asegurarle, con su voz ronca y fulminante, que con ella no cabían las falsedades inútiles ni las palabras vacías ni las acciones vanas, que tan solo tenía que silbar, apenas juntar los labios y soplar, para acudir a su encuentro sin dilación, casi al instante, como si de un ángel de otro mundo se tratase.
Ante semejante gancho inapelable, uno no puede dejar de imaginarse que el bueno de Bogart permaneció noqueado durante un breve pero eterno instante, al tiempo que trataba de sujetar las bridas de su imaginación desatada y de recomponer con cierta dignidad de perro viejo las escasas piezas que le quedaban a su maltrecha humanidad.
Tras aquella exhibición de argucia femenina, el Sam Spade de mirada triste curtido en mil batallas, apenas pudo hacer otra cosa que dirigir su mirada perdida al hueco de la pared y confirmar que en efecto sabía juntar los labios y soplar, tal y como ordenaba su papel en la película.
Pero es probable que lo hiciera no solo para cumplir con lo establecido en el guión, que en última instancia era el motivo por el que había recibido aquella sacudida definitiva, sino para comprobar con alivio que todos los resortes del cuerpo seguían en su sitio.
A aquella joya que fue Tener y no tener le siguieron otras dos obras maestras que consiguieron sentar cátedra incluso entre los menos entusiastas del cine negro. Dos años más tarde, de nuevo Hawks en labores de dirección, de nuevo Faulkner encargado del guión –esta vez basado en una novela homónima de Raymond Chandler–, y de nuevo el tándem infalible Bogart – Bacall. El resultado fue El sueño eterno (1946), que se instaló en la memoria de los cinéfilos como una de las cumbres del género. Y tres años más tarde, un John Huston soberbio e inspirado dirigió Cayo Largo (1949), con una Lauren Bacall incapaz ya de ocultar sus sentimientos al lado de un Bogart más vulnerable que de costumbre y un Edward G. Robinson en estado de gracia.
En esta película hay una escena memorable en la que el jefe de la banda, interpretado por G. Robinson, le dice algo al oído bajo la atenta mirada de Bogart. Es algo que el espectador nunca llega a escuchar, pero que se intuye soez y grosero, acaso indigno y malicioso.
Basta una de aquellas miradas terminantes y asesinas de la Bacall y un escupitajo a la cara del gánster, para sentir en carne propia todo el peso de la infamia, la tensión a flor de piel, el odio a duras penas contenido y la furia acumulada a punto de estallar como si de un torrente desbordado se tratase. Y es que con solo una mirada, Lauren Bacall era capaz de transmitir un torrente de sensaciones que únicamente se encuentran al alcance de las mejores actrices.
Junto a la menos afortunada La senda tenebrosa (1947), estas tres películas fueron más que suficientes para confirmar la química explosiva que existía entre Bacall y Bogart, entre la mirada más seductora y el tipo más rudo, algo que marcaría para siempre su afinidad tanto dentro como fuera de las pantallas. Porque Bogart al final se divorció de su tercera esposa, una mujer que no conseguía hacerle feliz, para casarse por cuarta y última vez con aquella compañera de reparto veinticinco años menor que él.
Como las más suculentas historias de amor, puede que a la misma altura que la de Richard Burton y Elizabeth Taylor, o la de Frank Sinatra y Ava Gardner, el flechazo surgió entre bambalinas, durante el rodaje de Tener y no tener, y dieciocho meses más tarde sellaron su relación.
Para Bogart sería la última. Para Bacall implicaría que su nombre quedara para siempre ligado al del actor de Casablanca, y no solo por los dos hijos que tuvieron. Ya en la madurez de su vida, Lauren Bacall solía bromear con la idea de que el día de su muerte aparecería en sus obituarios más referencias a la figura de Bogart que a ella misma. Se equivocó solo en parte, porque si bien es cierto que mencionaron hasta la saciedad su historia de amor con Bogart, desde su primer encuentro hasta la muerte de él trece años más tarde debido a un cáncer de esófago, no lo fue menos que todas las necrológicas tampoco dejaron de señalar la calidad de sus interpretaciones. De las que hizo con y sin Bogart.
Es cierto que después de las películas mencionadas anteriormente llegaron otras, que tuvieron incluso mucho éxito en su momento, como Mi desconfiada esposa (1957), o Cómo casarse con un millonario (1953); otros directores, como Don Siegel, Sidney Lumet o Barbra Streisand; y nuevas parejas masculinas de interpretación, como Paul Newman en Harper, investigador privado (1966), Rock Hudson en Escrito sobre el viento (1956) o John Wayne y James Stewart en El último pistolero (1976). Pero fue el cine negro de los cuarenta su hábitat natural, la etapa gloriosa que la encumbró a las cimas más altas del celuloide, el universo donde dejó huella, porque a la Bacall le bastaron aquellas cuatro películas emblemáticas para ganarse una plaza por derecho propio en el Olimpo de los dioses cinematográficos y convertirse en una leyenda viva del cine para el resto de su vida. De ahí que los cinéfilos más recalcitrantes y nostálgicos reclamen su derecho inalienable a imaginar que aquella mirada nada inocente ni ingenua sea mucho más que una mera forma de evadirse del mundo durante los noventa minutos que suele durar un metraje.
Puestos a dejar la imaginación libre de ataduras, es mucho mejor soñar que aquella sensualidad indómita es un placer quizás reservado exclusivamente para ellos, una invitación irresistible a transgredir los límites que separan la realidad de la ficción, para tramar aventuras más arriesgadas y heroicas que las de una cotidianidad anestesiada.
Con una de aquellas miradas cargadas de fuego y hielo, con una de aquellas bocanadas interminables a un cigarro huérfano o con uno de aquellos contoneos de vértigo, cualquier parroquiano con un mínimo de sangre en las venas se dejaría arrastrar por el laberinto de pasiones que desataba su paso de gacela.
Puede que hayan existido actrices más elegantes y aristocráticas, como Grace Kelly; más eróticas y atormentadas, como Marilyn Monroe; más exuberantes y sensuales, como Sophia Loren o Raquel Welch; más icónicas y legendarias, como Audrey Hepburn; más indómitas y provocativas, como Rita Hayworth; más arrebatadoras y fotogénicas, como Ava Gadner; más melancólicas y taciturnas, como Joan Crawford; más divas y tormentosas, como Elizabeth Taylor; más oscuras y truculentas, como Lara Turner o Marlene Dietrich; o con una trayectoria profesional más dilatada, consolidada y premiada, como Katherine Hepburn. Pero «La Flaca», apodo cariñoso con el que todos los cinéfilos la han identificado desde que Bogart la llamara así en su debut ante las cámaras, era única en el arte de exhibir su feminidad, de imponer su figura esbelta y arrolladora, de desarmar las resistencias y las corazas infranqueables, de despertar anhelos inconfesables con su turbadora presencia.
Cuando se apagan las luces del proyector, las de la sala se encienden y la rutina vuelve a ofrecer su cara más sombría y anodina, aquella mirada desafiante y altanera permanece grabada a fuego lento en la memoria de los amantes del cine, que no dudan en llevarla consigo como un regalo gozoso e inesperado. O incluso, como el antídoto más eficaz contra los malos augurios que producen la melancolía y el desconsuelo.
«MÁS ESTRELLAS QUE EN EL CIELO»
Entrevista de Terenci Moix a Lauren Bacall (1989)Edición íntegra del programa Más estrellas que en el cielo, dirigido y presentado por Terenci Moix, emitido en TVE el miércoles 15 de febrero de 1989, y en el que participaron Miguel Bosé, Francisco Nieva y Lauren Bacall.