Se suele decir que la Historia se escribe a partir de las fuerzas individuales que, en un afán común, logran embridarse para lograr un objetivo superior. Sarmientos que al ligarse conforman la vid y su fruto, dispares cada uno de ellos, diferentes en las coyunturas que los gestaron pero unidos, circunstancialmente, por la defensa de una ideología, una patria, una religión. Vides y frutos que pueden acabar por dar el zumo deseado si permanecen juntos, siempre que no sean atacados por la filoxera, siempre que un parásito no deposite en ellos su primera camada y comience a extenderse silenciosamente.
Son aquellos sarmientos, que conformaron el bando republicano de la Guerra Civil, a los que retrata Antonio Rivero Taravillo (Melilla, 1963) en Los huesos olvidados (Espuela de Plata, 2014), la primera novela de este poeta, traductor y ensayista. No es la famosa dicotomía entre lucha o revolución, la confrontación entre las propias ideologías de la izquierda la protagonista de este fresco histórico. Aunque la acción transcurra en la Barcelona de 1937, aquélla de las purgas de los estalinistas hacia los miembros del POUM (el partido liderado por Andreu Nin), la quintaesencia de la obra reside en la necesidad del ser humano de ahondar en su memoria, de conocer el «de dónde venimos» y esas extrañas madejas que se unen hasta dar lugar a la propia existencia. En este caso, la de la protagonista, Encarnación Expósito, que busca en las memorias semiasusentes de Octavio Paz y Elena Garro quién fue Juan Bosch, su padre. Un hombre que pasó a la Historia gracias a una dedicatoria del poeta mexicano, un hombre que, fiel a sus principios, fue uno de los molestos sarmientos arrancados «por los suyos» en el segundo año de Guerra Civil.
La Literatura de verdad
tiene que resultar molesta
Lo primero que llama la atención de Los huesos olvidados es que deja de lado el maniqueísmo. En la novela usted habla de las fricciones que se vivieron en el bando nacional, pero profundiza en las fallas del bando republicano, históricamente más conocidas. Desde el punto de vista del lector se celebra que no haya blancos o negros sino lugares sombríos, dada la coyuntura fratricida.
Se ha dicho que en una guerra la primera víctima es la verdad. Es cierto. Y el maniqueísmo es una forma de eludir la verdad, aferrándose a él o fomentándolo en otros. Ver al enemigo como una suerte de demonio es algo tan frecuente como socorrido y da seguridad al combatiente. Disparar contra una encarnación del mal no causa la zozobra de hacerlo contra un hermano o contra un hombre corriente. Pero esa certeza se vuelve incómoda cuando se descubre al enemigo y al traidor en el propio bando. Éste es el caso de lo que se cuenta en la novela.
¿Hay, como dice Encarna Expósito, «memorias incómodas» para los dos bandos, muertos en las sombras que hicieron más caso a sus principios que a los mandatos oficiales y por ello siguen resultando molestos?
Así es. Y la Literatura de verdad (lo otro son bellas letras, florituras, marquetería) tiene que resultar molesta, turbar, zarandear, hacer preguntas, poner en tela de juicio lo asumido. Hacer que uno salga convertido en alguien distinto a aquél que era al empezar la lectura. Quisiera que así fuera mi novela.
¿Cree que ha habido un cierto sectarismo en las novelas sobre la Guerra Civil publicadas, temática que se ha convertido, además, en una moda para vender libros?
Ha habido un enorme sectarismo. Como decía antes, hoy se ha extendido la versión de que en 1936 en España hubo un alzamiento por parte del Ejército, secundado por potencias extranjeras como Alemania e Italia. Fue eso… y mucho más. No sólo se trató de un golpe contra un Gobierno legal, sino de una sublevación contra un régimen que no pocos miles de españoles habían empezado a considerar ilegítimo. La razón que tuvieran ya es otra cosa. Guste o no, los sublevados contaron con un importante apoyo civil, personas de carne y hueso. Y no todos eran pérfidos extraterrestres de incógnito como en La invasión de los ladrones de cuerpos, una famosa película de serie B norteamericana de la época del macarthismo. En el mismo bando republicano se dio esa caza de brujas cuando McCarthy-Stalin quiso eliminar a los comunistas no sujetos a su disciplina.
Juan Bosch, el padre de Encarna y antiguo compañero de escuela de Octavio Paz, le espeta a éste cuando se reencuentran en Barcelona: «Tú, entre tu hotel Majestic y los agasajos que te dan no puedes hacerte una idea de lo que pasa». De hecho, hay una foto del Ateneo Popular valenciano, en la semana mexicana organizada por la Alianza de Intelectuales Antifascistas, en la que aparecen Vallejo, Gerda Taro, Malraux, Bergamín. ¿Sabía alguno de ellos lo que ocurría verdaderamente en el frente? ¿Sospechaban de las checas que llevaban a cabo los anarquistas o la suya era una postura de pura apariencia?
Bergamín tenía que estar totalmente enterado. De hecho, tuvo una parte poco airosa en la demonización de André Gide que, a su regreso de la URSS, ya había empezado a alertar de cosas que no le gustaban nada. Paz, a pesar de lo que le contó Bosch, tardó en despegarse de la ortodoxia comunista (aunque él no llegó a ser militante), sencillamente porque no podía dar crédito a lo que veía. Las checas, de tan infausta memoria, existieron. Ahora, tampoco deberían hacernos olvidar la represión y los asesinatos —está acreditado que superiores en número— del bando «nacional».
Rosa Luxemburgo hablaba de «civilización o barbarie». Pero en este caso parece que quienes optaban utópicamente por lo primero, practicaban lo segundo: usted describe las tropelías de las Patrullas de Control de la CNT antes de la sublevación del 37. Dicho de otra forma: pone el acento en una guerra entre «hermanos» (estalinistas versus trostkistas) dentro de la otra gran guerra fratricida.
Sí, el bando republicano no era monolítico. Como tampoco lo era el otro. Es un error llamarlos «los rojos», en general, porque bajo esa etiqueta no se puede incluir, por ejemplo, a los anarquistas ni a los moderados de Izquierda Republicana. Del mismo modo, también es inapropiado emplear un genérico «los fascistas», porque no es marbete que sirva para los tradicionalistas o tantos partidarios de las derechas y demás adversarios del Frente Popular. Mi novela quiere fijarse en las personas, en los individuos y sus vicisitudes, no en monigotes simplificados, en arquetipos sin fisuras eximentes de crítica.
El verso clave de la novela es el de la «Elegía a José Bosch, muerto en el frente»: «Has muerto entre los tuyos, por los tuyos». Un «por los tuyos», que cobra un significado diferente a medida que avanza el libro. José Bosch pasa de ser miliciano a represaliado. Como Andreu Nin.
Ese verso de Octavio Paz es tremendo y en él se cifra, efectivamente, toda la novela: alguien lucha por unas ideas y unas personas, y al final resulta que de quien tiene que huir es de quienes dicen defender las mismas ideas.
En Los huesos olvidados quiero subrayar
lo frágil de la memoria
Encarnación «imita» sin pretenderlo a Orwell en su Homenaje a Cataluña cuando, en la segunda parte del libro, describe las purgas de que fueron objetos los miembros del POUM a partir del secuestro de Nin, partido al que también perteneció el inglés. ¿Es incómodo escribir sobre la crueldad que también se dio entre los vencidos?
Salvo en las novelas rosa, toda narración es incómoda. Y no sólo por el tema que aborde (aquí, desde luego, espinoso), sino por el tratamiento que elija, por la versión que favorezca, por el ángulo desde el que se cuenta. Encarna, la hija apócrifa de Bosch, es un personaje de mi invención que bucea entre otros protagonistas y sucesos que fueron reales. La necesitaba para realizar las indagaciones sobre su supuesto padre. Yo quería que esas pesquisas corrieran de su mano e incluso que la segunda parte fuera contada por ella, con sus excesos y con algún embellecimiento fruto de la devoción filial.
Como acaba de explicar, Encarnación y su relato cae, como tantos hijos que no han conocido a su padre, en ese tópico de la idealización del progenitor ya que, al final, no saca ninguna conclusión de sus entrevistas con Paz y Garro, víctimas de la neblina de su memoria.
Hasta cierto punto es así. Para ponerlo en evidencia me sirvo del personaje del periodista mexicano y de su amigo, que actúan como contrapunto. Valle-Inclán le dijo una vez a Julio Romero de Torres que nada es como fue, sino como se recuerda. En Los huesos olvidados quiero subrayar lo frágil de la memoria, ya sea por la edad, que tanto borra y deforma, ya por la imposición de una verdad canónica que sólo fue cierta en parte. De esto es una muestra la llamada Memoria Histórica, que ahora en Andalucía ha pasado a llamarse Memoria Democrática. Así, con mayúsculas y como artículo de fe.
Expósito, al viajar a México, encuentra a un Paz recluso del presidente Zedillo, en ese triste final en el que los políticos se apropian de los mitos. ¿Cree que ha sucedido algo parecido con la figura de Luis Cernuda, sobre la que usted es un experto y que también sobrevuela Los huesos olvidados?
El caso de Cernuda es relevante. Fue siempre republicano, defensor de las libertades y, por supuesto, acérrimo enemigo del régimen de Franco. Lo que no impidió que hasta el final de sus días guardara muy negativo recuerdo de los comunistas («los sacripantes del partido» los llama en un poema dedicado a un amigo, Víctor Cortezo, que fue víctima del hostigamiento intestino). Bien es verdad que, en su poema «1936», Cernuda se emociona —y nos emociona— con el recuerdo de un excombatiente de las Brigadas Internacionales. Pero hace una salvedad entre el hombre justo e idealista y los traidores a la causa que sólo atendieron a ellos mismos.
¿Por qué siente esa necesidad Encarna Expósito de conocer quién fue su padre en ese momento vital? ¿Siempre hay una razón –su divorcio en este caso– que hace querer rellenar los huecos del pasado?
Fernando Iwasaki, siempre tan perspicaz, me hizo ver que Encarna también debería haber investigado con el mismo ahínco la historia de su madre. Es verdad, podría. Pero su madre, como ella, son personajes de ficción que he empleado para enfocar al personaje real: el Bosch amigo de juventud de Paz a quien éste encuentra, en inquietantes circunstancias, en la España de la Guerra Civil. Lo más sorprendente de la novela no me lo invento yo: por rocambolesco que parezca, es lo que cuentan Paz y Garro. Lo que yo he hecho ha sido amplificarlo, realizar algunas pesquisas y darle forma de novela a lo que ya era un acontecimiento novelesco.
Estamos en el año del centenario de Octavio Paz, ¿qué destacaría de su legado?
Fue un excelente poeta que se quedó en su torre de marfil. Indagó, pensó, puso a dialogar la poesía con las artes y la política. Fue el más grande intelectual mexicano del siglo XX. Y eso es mucho en un país en el que la cultura está lejos de llegar a todos pero que cuenta con una minoría muy valiosa. Destacaría de él su capacidad de evolución, su resistencia al dogma, su infinita curiosidad hacia todo.
Una curiosidad, una resistencia a la verdades oficiales que, tras ese angustioso encuentro de Octavio Paz con el disidente Bosch, bien pudiera haber salvado a éste de la muerte. No fue posible y la Fortuna repartió laureles para el futuro Nobel y olvido para el poumista. Y ha sido la misión de Rivero Taravillo el dotar de psicología y humanidad al mero epígrafe de unos versos de hace 77 años. Misión suya la de narrar, mediante esa figura con claroscuros, que es la de Bosch, la auténtica realidad de los contubernios y las traiciones macbethianas de aquella España en guerra.
En su deseo por narrar sobre la verdad, Taravillo «el escribiente» (también ha publicado este año el poemario La lluvia en la editorial Renacimiento y ha sido «padre» de la revista en papel Estación Poesía) reivindica con esta novela la necesidad de apelar a la conciencia del lector y removerla, eliminando el bocado literario fácil, sobrevolando los dogmas aprehendidos por el público. Un objetivo, sin duda, arriesgado en los tiempos que corren para la Literatura; un propósito que nos hace pensar en renunciar a la conformidad para, ante todo, no engañarnos a nosotros mismos, obligándonos a eso tan difícil que es desaprender la Historia heredada.
* Foto de Antonio Rivero Taravillo: © Juan María Rodríguez.
«BIBLIOTECA PÚBLICA»
Entrevista de Manuel Sollo Fernández en RNE SEVILLA, emitida el 16 de mayo de 2014Programa Biblioteca Pública
(Radio Nacional de España — Sevilla).