«El tiempo que la vida es consiste en la inversión de tiempo que está en la vida. La existencia tiene de particular que cuando ha sido deja de ser. Cuando ha pasado y está en pretérito se convierte en materia solidificada, en algo que tiene en sí la cualidad del ser, lo que ya es, lo que es idéntico. La existencia no es eso: es anticipación, afán de querer ser». Ricardo Piglia, Los diarios de Emilio Renzi (Años de formación). |
Al fallecer un escritor que uno ha leído con fruición, parece quedarse en el aire una extraña sensación de orfandad, como si hubiésemos perdido a un familiar al que solíamos visitar de vez en cuando.
Me ocurrió hace ya algún tiempo con la muerte de Ángel González, que también falleció a principios de un enero inhóspito. Me pasó también con la de Gabriel García Márquez. Y ahora me ha vuelto a ocurrir con la de Ricardo Piglia, cuya muerte coincidió con la celebración del Día de Reyes. Mal augurio literario para este año que comienza.
Piglia luchaba desde hacía años con una enfermedad degenerativa, esclerosis lateral amiotrófica, conocida como ELA. Dijo la prensa que, al parecer, Piglia pudo leer y escribir hasta el final. A uno le consuela ingenuamente pensar que esa es la mejor despedida posible para los escritores: que hayan podido dedicarse a aquello que les apasiona hasta el último momento.
Hay ciertas sincronías que no dejan de resultar dolorosamente extrañas: hace aproximadamente un año, por estas mismas fechas, justo después de las vacaciones de Navidad, decidí poner fin a mi desconocimiento sobre Piglia y leer algunas de sus novelas más conocidas.
Antes de culminar esta empresa, Ricardo Piglia apenas era para mí un escritor que había realizado unas charlas magníficas sobre Borges en la televisión pública argentina. Recuerdo que en internet conseguí ver, entusiasmado, aquellas cuatro conferencias sobre Borges, una tras otra, en días consecutivos, e incluso les dediqué un artículo en mi blog titulado «Borges, por Piglia».
En aquel momento, no pude evitar preguntarme por qué la televisión pública española, tan cicatera con los temas culturales en general, y con el ámbito de la literatura en particular, era incapaz de producir unos programas con tanta calidad como aquellos, conducidos deliciosamente por la maestría de Piglia.
Allí estaba él, con la experiencia de un consumado conferenciante, hablando directamente a la cámara o al público que acudía a escucharle en el plató de televisión, únicamente auxiliado por un minúsculo guion, disertando con una desenvoltura de malabarista sobre algunos de los temas más abstractos de la obra de Borges.
Imposible no interesarse por aquel escritor que exhibía ante las cámaras, sin ningún indicio de pudor o de titubeo, una erudición envidiable al mismo tiempo que una pedagogía eficaz y directa.
Después de aquellas lecciones magistrales sobre Borges, compré su Antología personal, publicada en Anagrama. En seguida quedé prendado de la extraordinaria capacidad de Piglia para pasar de un registro a otro, de los relatos cortos a las conferencias, pasando por el género ensayístico y las notas autobiográficas, sin que el lector pierda un ápice de interés por lo que está leyendo; siempre con un dominio contagioso del lenguaje y con un hipnótico poder de persuasión.
En realidad, aquella antología era una especie de «cajón de sastre» debido al carácter (excesivamente) misceláneo de sus textos, pero al mismo tiempo resultaba una excelente puerta de entrada al «Universo Piglia» por la misma razón. El propio Piglia resumía en el «Prólogo» aquel baturrillo de textos de la siguiente manera: «La heterogeneidad, el cambio de registro, los distintos estilos son para mí un primer dato que identifica el carácter personal de esta antología y no su contenido y valor. He elegido los textos porque los siento cercanos aunque han sido escritos a lo largo de varias décadas».
Fuera como fuese, de aquel libro traté de retener en mi memoria un título, «El laucha Benítez», un cuento de factura impecable, y un nombre propio, el inspector Croce, que daba título a una pequeña serie de relatos.
Cuando el invierno pasado llegué a Blanco nocturno, pude comprobar que sus novelas eran tan adictivas como el resto de sus textos cortos, con unos comienzos rutilantes y enigmáticos, con la misma intensidad desde la primera línea, con un estilo envolvente y fragmentario al mismo tiempo.
Y ahí me encontré de nuevo al atribulado inspector Croce: un hombre más bien triste y solitario, de una particular filosofía de la vida, de escasos amigos y muchos menos afectos, de frases directas y cortantes, poseedor de una anárquica forma de pensar que muestra algunos indicios benévolos de locura, pero con una mente clarividente en el seguimiento de pesquisas imposibles.
Una de las mejores descripciones de la personalidad estrafalaria de Croce ya la había encontrado anteriormente en el relato titulado «El astrólogo»: «Le interesaba entender, desde chico era así; entender le interesaba demasiado, a veces no podía dejar de rumiar, se perdía en las variaciones contingentes del mundo, quería saber, captar, detener el vaivén de la vida, y si no podía llegar a una conclusión, se ponía obsesivo, medio catatónico y terminaba en el hospicio» (Antología personal). Como se anunciaba en este relato, a mitad de Blanco nocturno Croce acabó en el hospicio para enfermos mentales, lo cual no fue un impedimento para resolver el caso que tenía entre manos.
Uno sabe que ha construido un personaje emblemático cuando este consigue destacar por encima de todo: no sólo del resto de los personajes, sino también de la propia trama, que queda relegada inmediatamente a un plano secundario. Ocurre con el capitán Alatriste de Arturo Pérez Reverte, con el detective Phillip Marlowe de Raymond Chandler, con el policía Mario Conde de Leonardo Padura o con el doctor Díaz Grey de Onetti. Y ocurre también con el inspector Croce de Ricardo Piglia.
Lo que a uno más llega a interesarle de Blanco nocturno es que el inspector Croce le cuente cualquier cosa, lo que él considera trivial o decisivo, su malestar frente al mundo, las divagaciones con las que se ha levantado de la cama esa mañana, etcétera. En definitiva, lo que al lector le interesa es que el inspector Croce le obsequie con su particular visión del mundo.
A la lectura de Blanco nocturno le siguieron las de Plata quemada, una historia dura y violenta sobre el atraco a un banco, y El camino de Ida, sobre el misterioso asesinato de una profesora en una universidad americana. De la primera me sorprendió la capacidad extraordinaria de Piglia para recrear la forma de hablar de los arrabales porteños. Y de la segunda, el talento no menos sorprendente para hilar una historia tan atractiva en un contexto aparentemente tan abúlico y anodino como un campus universitario.
Después de aquella inmersión en sus novelas, decidí sumergirme en sus diarios personales, Los diarios de Emilio Renzi, reunidos durante más de medio siglo. Algo ya sabíamos los lectores de la existencia de estos diarios, de los que Piglia ya había adelantado ciertos fragmentos en algunos suplementos literarios, pero fue en los últimos años de su vida cuando se entregó a la desmedida tarea de recuperar esos textos —327 cuadernos— y darles forma de libro.
Lo de Emilio Renzi procede de su propio nombre compuesto, Ricardo Emilio Piglia Renzi, que ya Piglia había utilizado en sus novelas como una especie de alter ego, un periodista aspirante a escritor que no suele tener mucha suerte en la vida. Al comienzo de estos diarios nos deja Piglia la siguiente perla sobre el oficio de escritor: «¿Cómo se convierte alguien en escritor, o es convertido en escritor? No es una vocación, a quién se le ocurre, no es una decisión tampoco, se parece más bien a una manía, un hábito, una adicción, si uno deja de hacerlo se siente peor, pero tener que hacerlo es ridículo, y al final se convierte en un modo de vivir (como cualquier otro)».
Aunque Piglia tenía la impresión de que en los primeros años de su diario nunca ocurría nada y que pasaba la mayor parte del tiempo buscando aventuras extraordinarias, de fragmentos como el anterior resulta evidente su férrea voluntad de convertirse en escritor desde que era muy joven, incluso cuando parecía que ese propósito era un sueño imposible.
Foto: change.org.
BORGES, POR PIGLIA
Ciclo de clases abiertas (Televisión Pública Argentina / Biblioteca Nacional Argentina)En 2013 Ricardo Piglia ofreció un ciclo de clases abiertas en el que analizó la obra de Jorge Luis Borges, en una producción conjunta entre la Televisión Pública Argentina y la Biblioteca Nacional, que pone al alcance de todo el país a uno de los más talentosos intelectuales contemporáneos.
En cuatro programas especiales, Ricardo Piglia aborda con un enfoque original la obra de Jorge Luis Borges, buscando renovar y replantear las conceptualizaciones clásicas.
CLASE 1
Piglia: «Borges era un estoico»En esta primera clase abierta del ciclo dedicado a comprender la figura del legendario maestro de la literatura fantástica, Ricardo Piglia se pregunta por qué Borges fue un «buen escritor». Paula Cortés-Rocca y María Pía López acompañaron la reflexión durante la sesión.
El crítico literario interpreta a Borges en sus aciertos, tales como la creación de la literatura fantástica y la formulación de un procedimiento para realizarla, lo cual quedó como legado para los escritores que vinieron después. La invención de Borges sobre el procedimiento de la literatura fantástica junto a Macedonio Fernández y su vida como trabajador de la literatura y de la traducción en los años 40.
CLASE 2
Las memorias que hacen distinto a BorgesCon la participación de los escritores Germán Maggiori y Marcos Herrera, Ricardo Piglia reconstruye los senderos que llevaron a Borges a escribir sus cuentos con sus respectivos mitos de origen.
En este encuentro, Piglia intenta recorrer los desplazamientos que hizo Borges con elementos de su vida, tales como las memorias de su madre y de su padre, o la biblioteca de Sarmiento y la épica de Hernández sobre la historia argentina, para construir sus series de cuentos con sus respectivos mitos de origen.
CLASE 3
El escritor como lectorLa biblioteca de un escritor siempre se presenta antes de su escritura. En esta tercera clase, Ricardo Piglia analiza cómo era el Borges lector y de qué manera sus interpretaciones de los libros que leyó se plasmaron en el devenir de sus cuentos. Participan en la clase los escritores Mario Ortiz y Luis Sagasti.
CLASE 4
Historia y política en BorgesCuarta y última entrega del ciclo de clases abiertas en las que el gran escritor Ricardo Piglia analizó vida y obra de Jorge Luis Borges. En esta clase participan el director de la Biblioteca Nacional de Argentina, Horacio González, y el historiador Javier Trímboli.