Actualidad de Buster Keaton

«La cáma­ra ha soña­do por noso­tros, y para noso­tros tam­bién; ha visua­li­za­do nues­tras qui­me­ras, ha dado cuer­po a las fábu­las y has­ta a los mons­truos que escon­di­dos se alber­ga­ban en nues­tro corazón».

María Zam­brano, Las pala­bras del regreso.

El cine como «fábri­ca de sue­ños».

Igual que el cine de Char­les Cha­plin, el de Bus­ter Kea­ton nos remi­te a la esen­cia del cine pri­mi­ti­vo como espec­tácu­lo de masas que nació en las barra­cas de feria.

Con el paso del tiem­po, el cine lle­ga­ría a ir en con­tra de su pro­pia esen­cia, por­que en lugar de la mane­ra de con­tar, puso el énfa­sis en aque­llo que contaba.

En ese ins­tan­te pasó a impor­tar mucho más el mun­do inte­rior de los per­so­na­jes, sus angus­tias exis­ten­cia­les, que la reali­dad cir­cun­dan­te. Al menos, esto era lo que uno podía apre­ciar en cier­to tipo de cine de autor, como por ejem­plo El sép­ti­mo sello de Ing­mar Berg­man, o El cie­lo sobre Ber­lín de Win Wen­ders. El ojo de la cáma­ra se vol­vió mucho más abs­trac­to, intros­pec­ti­vo, for­zo­sa­men­te metafísico.

Pero en aque­lla eta­pa pri­mi­ge­nia, antes de que alcan­za­ra su eta­pa de madu­rez, las imá­ge­nes de este cine nos recuer­dan al mun­do del espec­tácu­lo puro, a la sana sen­ci­llez de un tea­tro de varie­da­des, al esca­pa­ra­te abi­ga­rra­do de una juguetería.

En ese con­tex­to es don­de la figu­ra de Bus­ter Kea­ton bri­lla con luz pro­pia. Sin saber­lo, ni siquie­ra lle­gar a intuir­lo, Bus­ter Kea­ton con­tri­bui­ría a sen­tar algu­nas de las bases del cine que ven­dría después.

Lo sepan o no, reco­noz­can o no su deu­da, muchos de los cineas­tas que ven­drían des­pués ten­drían en Bus­ter Kea­ton una fuen­te de ins­pi­ra­ción, un espe­jo en el que mirarse.

Bus­ter Kea­ton y Char­les Cha­plin (CC).

Kea­ton ver­sus Chaplin.

Podría decir­se que si Cha­plin con­si­guió intro­du­cir dra­ma­tis­mo en el géne­ro bur­les­co, la mayor apor­ta­ción de Bus­ter Kea­ton fue aña­dir comi­ci­dad al géne­ro dramático.

Es cier­to que Cha­plin creó el icono cine­ma­to­grá­fi­ca­men­te per­fec­to, la figu­ra uni­ver­sal con la que los espec­ta­do­res de todos los tiem­pos y de todos los luga­res podían iden­ti­fi­car­se de mane­ra inme­dia­ta: el paya­so vaga­bun­do y pobre­tón, de aspec­to leve­men­te vic­to­riano, con tra­je andra­jo­so, bom­bín des­gas­ta­do, débil bas­tón, bigo­te con remi­nis­cen­cias de dic­ta­dor, pero con un cora­zón que no le cabe en el pecho.

Una minu­cia por la que sería eter­na­men­te recor­da­do: vis­to una vez; recor­da­do para siem­pre. Como con­tra­par­ti­da, Cha­plin que­dó atra­pa­do en su pro­pia genialidad.

Hagan la prue­ba: casi todos los espec­ta­do­res iden­ti­fi­ca­rán sin titu­bear la figu­ra de Char­lot, pero muy pocos serán capa­ces de reco­no­cer el ros­tro sin maqui­lla­je de Cha­plin. Igual que le ocu­rrió a Grou­cho Marx (o, en el ámbi­to de la lite­ra­tu­ra, a Arthur Conan Doy­le con Sher­lock Hol­mes), el actor que­dó sepul­ta­do ante el irre­sis­ti­ble mag­ne­tis­mo de su personaje.

En cam­bio, Kea­ton se enfren­ta a la cáma­ra a pecho des­cu­bier­to, sin camu­flar­se detrás de su per­so­na­je. La fuer­za de su cine no se basa en la ico­no­gra­fía de un per­so­na­je, sino en la tre­pi­dan­te velo­ci­dad de sus imá­ge­nes, en su mane­ra de conec­tar cau­sas y con­se­cuen­cias, en la inme­dia­tez de las res­pues­tas ante situa­cio­nes disparatadas.

El énfa­sis está en el rit­mo tre­pi­dan­te de los tiem­pos moder­nos, que no es otro que el de la foto­gra­fía robán­do­le pro­ta­go­nis­mo a la pin­tu­ra, el de la hege­mo­nía de las máqui­nas en detri­men­to del esfuer­zo del obre­ro, el de la fábri­ca como esce­na­rio y metá­fo­ra de la vida coti­dia­na (algo que tam­bién supo expre­sar Cha­plin de for­ma magistral).

Su arte es con­ce­bi­do a ima­gen y seme­jan­za de una cade­na de mon­ta­je: cada movi­mien­to, cada plano, tie­ne un engar­ce con lo ante­rior, al tiem­po que anti­ci­pa lo que vie­ne a continuación.

En sus pelí­cu­las, todo res­pon­de a una lógi­ca espa­cial, aún cuan­do parez­ca impo­si­ble lo que va a suce­der: cual­quier cen­tí­me­tro de más o de menos pue­de resul­tar catas­tró­fi­co. Famo­sa es la esce­na de Steam­boat Bill Jr. («El héroe del río», 1928), en la que la facha­da de una casa se le vie­ne enci­ma. Kea­ton se sal­va de morir aplas­ta­do por­que su posi­ción en la esce­na coin­ci­de jus­ta­men­te con el hue­co de una peque­ña ven­ta­na. Medio metro de error en los cálcu­los y esa hubie­se sido la esce­na final de su vida.

La esce­no­gra­fía es lógi­ca y caó­ti­ca al mis­mo tiem­po. Lo que comien­za sien­do un obs­tácu­lo (un coche des­con­tro­la­do, la con­gé­ni­ta tor­pe­za de la poli­cía, la per­ver­si­dad de unos mal­he­cho­res, la chi­ca gua­pa que casi se aho­ga), aca­ba con­vir­tién­do­se en una ven­ta­ja ines­pe­ra­da. De esta for­ma tan deli­ran­te, la poli­cía aca­ba atra­pan­do a los mal­he­cho­res, el coche des­bo­ca­do con­du­ce al héroe a su des­tino, la chi­ca ter­mi­na en bra­zos del protagonista.

Para rego­ci­jo del espec­ta­dor, que ha asis­ti­do a una hora de imá­ge­nes fre­né­ti­cas, el héroe tor­pe y sin recur­sos aca­ba salién­do­se con la suya, y eso a pesar de haber teni­do todo en su contra.

La inex­pre­si­va expre­si­vi­dad de Bus­ter Keaton.

Creo que fue Orson Welles quien dijo que Bus­ter Kea­ton tenía el ros­tro más boni­to de la his­to­ria del cine. Fue­se o no el más boni­to, lo cier­to es que su ros­tro impa­si­ble y serio hace reír sin esbo­zar ni una tenue son­ri­sa: su fuer­za expre­si­va pro­ce­de pre­ci­sa­men­te de su inexpresividad.

Lle­va­do has­ta el lími­te de su fle­xi­bi­li­dad, su cuer­po es el prin­ci­pal vehícu­lo de la tra­ma. La acción casi siem­pre se con­cen­tra en defen­der­se de algo o en reac­cio­nar ante algo que cons­ti­tu­ye una amenaza.

Por eso, el cine de Kea­ton es una sabia com­bi­na­ción de pla­nos lar­gos (que mues­tran la enor­me plas­ti­ci­dad de su cuer­po en su lucha con­tra los ele­men­tos), y de pla­nos cor­tos (que refle­jan la inex­pre­si­vi­dad expre­si­va de su ros­tro), con una eco­no­mía muy sol­ven­te de los encua­dres: no hay nada psi­co­ló­gi­co en ellos; no hay nin­gún atis­bo de introspección.

La inter­pre­ta­ción es com­ple­ta­men­te exter­na, no se reser­va nada para sí mis­ma. Lo que sien­te el pro­ta­go­nis­ta, lo que pien­sa, lo que va a decir, es com­ple­ta­men­te evi­den­te para el espec­ta­dor. Los letre­ros de los diá­lo­gos con­fir­man lo que ya se sabe o se intuye.

Sin embar­go, esa cua­li­dad no solo no des­me­jo­ra el resul­ta­do final, sino que lo reva­lo­ri­za. Es el ojo de la cáma­ra pues­to al ser­vi­cio del puro entre­te­ni­mien­to: la inge­nui­dad del pro­ta­go­nis­ta aca­ba impo­nién­do­se sobre las difi­cul­ta­des sobre­ve­ni­das. Todo vuel­ve a que­dar plá­ci­da­men­te en su sitio.

El lega­do de un cine inmortal.

Exis­ten pocos len­gua­jes más loca­lis­tas y cadu­cos que el de la come­dia. Lo que nos hacía reír hace cin­cuen­ta años es difí­cil que nos siga pro­vo­can­do la risa en la actua­li­dad. Que se lo digan, si no, al cine de Stan Lau­rel y de Oli­ver Hardy, uno de los mayo­res dam­ni­fi­ca­dos por esta «mal­di­ción» que arras­tra la comedia.

Inclu­so las come­dias rea­li­za­das hace poco tiem­po nos pue­den resul­tar hoy un ana­cro­nis­mo inso­por­ta­ble: es muy pro­ba­ble que su vigen­cia haya decaí­do drás­ti­ca­men­te, que sus chis­tes ya no ten­gan nin­gu­na gra­cia o, peor aún, que su len­gua­je se haya vuel­to incó­mo­do y ofensivo.

La tra­ge­dia, en cam­bio, sue­le aguan­tar mucho mejor el paso del tiem­po: segui­mos vien­do Lo que el vien­to se lle­vó, El car­te­ro siem­pre lla­ma dos vecesSed de mal con la mis­ma devo­ción que le pro­fe­sa­ron sus pri­me­ros espectadores.

El cine de Kea­ton no solo ha con­se­gui­do con­ju­rar esta «mal­di­ción de la come­dia», sino que sigue con­ser­van­do su loza­nía ini­cial. Las hue­llas de su lega­do pode­mos apre­ciar­las en los crea­do­res más recien­tes. El pri­mer cine de Woody Allen resul­ta un buen ejem­plo para ilus­trar esa influencia.

Lo que Woody Allen hace en La rosa púr­pu­ra de El Cai­ro (1985), con ese tras­va­se entre la reali­dad y la fic­ción, se pare­ce bas­tan­te a lo que hizo Kea­ton en El moderno Sher­lock (1924), cuan­do el pro­yec­cio­nis­ta del cine se que­da dor­mi­do y de repen­te entra en el espa­cio de la pelí­cu­la que los espec­ta­do­res están viendo.

El humor dis­pa­ra­ta­do y absur­do de Toma el dine­ro y corre (1969), de Bana­nas (1971) o de Todo lo que qui­so saber sobre el sexo pero nun­ca se atre­vió a pre­gun­tar (1972), nos recuer­da inevi­ta­ble­men­te al de Cops (1922) o el de The play-hou­se (1921), pelí­cu­la en la que Bus­ter Kea­ton se atre­ve a inter­pre­tar todos los per­so­na­jes en un tea­tro, inclui­dos los espec­ta­do­res (tam­bién los feme­ni­nos) y los músi­cos de la función.

Igual que en las pelí­cu­las de Kea­ton, en estas pelí­cu­las de Woody Allen hay un rit­mo furio­so del slas­tic, en el que se pasa de una esce­na a otra sin tran­si­cio­nes, casi de for­ma inme­dia­ta. Y no se tra­ta úni­ca­men­te del rit­mo, sino tam­bién de sus his­to­rias inno­va­do­ras o de sus coreo­gra­fías imposibles.

Igual que ocu­rre en el pri­mer cine de Woody Allen, tam­bién pode­mos ver muchos des­te­llos de Kea­ton en las pelí­cu­las de otros cineas­tas que apa­ren­te­men­te no tie­nen nada que ver con su cine. Es el caso, por ejem­plo, de las per­se­cu­cio­nes coreo­gra­fia­das de Billy Wil­der en Uno, dos, tres; o del equí­vo­co jue­go de iden­ti­da­des crea­do por Fer­nan­do True­ba en Too much, que tam­bién inclu­ye una hila­ran­te per­se­cu­ción en coche como tra­ca final.

Todos estos cineas­tas juga­ron al mis­mo jue­go cuyas reglas con­tri­bu­yó a con­so­li­dar Bus­ter Kea­ton. Ahí es don­de resi­de la genia­li­dad de sus pelí­cu­las y la vigen­cia de su cine.

*Ima­gen de cabe­ce­ra: retra­to de Bus­ter Kea­ton (auto­ría desconocida).

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